Sunday, March 09, 2014

Israela


Un día sonó el teléfono en nuestro departamento de Peña.  Yo tenía alrededor de veinte años. Era uno de esos teléfonos negros con disco y un auricular unido al aparato por un cable en espiral. En esos tiempos había un sólo teléfono  intensamente usado por toda la familia y olía a la familia.

Sentado en el escritorio que había en el playroom tuve una extraña conversación con una mujer de acento extranjero.  Me dijo que había visto la obra en que yo actuaba y que me quería felicitar. Se refería a un grupo  amateur dirigido por Mario Cueto que había hecho  “Tres fases de la farsa” en el Teatro de la Cova. Yo había actuado el monólogo del prólogo de una de ellas.:  "Cornudo apaleado y contento” de Casona.
Después de tantos años no puedo recordar los detalles de la conversación, pero que una extranjera se tomara el trabajo de llamarme para felicitarme tuvo un impacto sobre mi ego que puso toda la situación sobre  una plataforma, un escalón más arriba que el suelo,  y no me importaba mucho verificar la veracidad ni la inteligencia de lo que allí arriba se decía. A esa conversación siguieron varias otras en los días posteriores cada vez más íntimas e intensas. Con el tiempo fue saliendo la verdad: no era ella la que  había ido al teatro sino su madre y su tía. Al volver a la casa habían hablado de la obra (quiero creer que principalmente de mí pero me parece recordar que fue puro azar) y habían dejado el programa al alcance de esta chica. Ella había buscado  mi nombre en la guía y me había llamado. Para el tiempo que confesó esto ya éramos casi viejos amigos. Habíamos hablado largas horas de día y de noche sobre todos los temas del universo… Las hormonas  condimentaban todas las conversaciones con lo cual me importaba poco el falso pasado y me concentraba sobre todo en un futuro tangible. Mi insistencia para que nos conociésemos personalmente encontraba una resistencia extraña. Algo un poco lúgubre. No era un juego adolescente… había unos silencios de madura soledad que junto al acento extranjero me hacían sentir que yo era Humphrey Bogart  en una novela negra y amarga de amor imposible. Finalmente me dijo lo que creo que era verdad: era manca y eso le hacía muy difícil presentarse personalmente. Sus padres eran diplomáticos y estando en Túnez, en un accidente de autos había perdido una mano. Su tía era argentina y por eso ella visitaba el país periódicamente.  Obviamente le dije que para mí eso no era un obstáculo. Que debíamos conocernos. Con cuidado, entre largos silencios, tratando de proteger a una desconocida de no sé qué demonios internos, avanzamos hacia pactar una cita. Sería en la Plaza San Martín, junto al Monumento.  Acordamos día y hora.  Y fui. Pero no había ninguna chica pelirroja. Yo no tenía su número de teléfono así que la desilusión quedó en el limbo de la incertidumbre. no había más llamados, ni explicación. Nada. Mi vida de adolescente tenía muchas otras actividades con lo cual me distraje pronto. Hasta que un día volvió a llamar. Era prácticamente otra persona. Dura, seca. Llamaba para despedirse. Se iba del país. La razón: yo había faltado a la cita y el dolor y la humillación habían sido tan grandes  que en ese mismo instante había decidido irse.
Dijo estas exactas palabras: "Esperé y esperé , mostrando el muñón para que me reconocieras... nunca sentí una humillación igual!"
“Estuve ahí, más de una hora! Yo fui!”, le aclaré. Pero habíamos ido en momentos distintos. Ella había llamado a mi casa y había dejado un mensaje cambiando el día y la hora y mi padre había omitido decírmelo.  Cuando un olvido insignificante tiene una consecuencia grave uno no sabe qué hacer con el enojo. Montones de personas llamaban para el hijo adolescente y mi padre tenía suficientes problemas propios. "Sí… alguien llamó…" dijo …"acento extranjero … no imaginé que fuera importante… Te llama mucha gente..."
Su nombre era Israela. Su padre era un diplomático Israelí. Era pelirroja, alta, muy linda, manca. Nunca la vi personalmente. Traté por todos los medios de convencerla de que se quedara o que al menos nos viéramos una vez antes de que se fuera. Su decisión era inamovible. Mis argumentos rebotaban como contra una pared de acero. Ni un instante tuve la sensación de haber avanzado algo en mi intención de persuadirla, de que me creyera.

La decisión había sido tomada. Me llamaba desde acá pero ya estaba allá. El avión salía esa misma noche.

Pasó el tempo y el ejército requirió mis servicios como soldado en el Regimiento de Granaderos a Caballo. Después de unos meses empecé a tener algunos francos. Mi vieja me dijo un día que había llamado alguien para mí. Que por la voz parecía Israela. No había dejado mensaje ni número. Esto ocurrió un par de veces más.  Hasta que un sábado la vieja me despertó y me dijo que tenía un llamado, que era la madre de Israela , que estaba por viajar y que no iba a poder volver a llamar más.  Atendí. La voz era parecida pero con acento más fuerte.
- Soy la madre de Israela- me dijo- lamento despertarte pero estoy por salir para el aeropuerto. Te llamé varias veces. Tengo algo para vos que dejaré acá con la Tía de Israela para que te lo de.  Israela ha muerto.  Sus últimas palabras fueron para vos. Y te dejó su cadenita con la estrella  de David.






Todavía recuerdo como sonó cada sílaba de la frase "sus últimas palabras fueron para vos". Debo haber preguntado cómo había muerto porque  me dijo que había sido tuberculosis. En esa época ya la gente no se moría de tuberculosis, por lo que creo que aclaró: no quería vivir… no se cuidaba.



Me dio el número de la Tía Titi para que la llamara y pasara a buscar lo que ella me había dejado y me preguntó si quería saber algo más.  Le pedí una foto. Le dije que no sabía qué cara tenía Israela. Dijo que me dejaría una.

Hablé con la Tía Titi unos días más tarde y quedamos en encontrarnos en un bar cerca de su casa. Vivía en la barranca de Esmeralda llegando a Libertador, a dos cuadras de Retiro.  Nos encontramos en una pizzería con mesas de fórmica blanca, sillas de plástico  y baldosas feas que estaban o parecían estar sucias. Pedimos una cerveza y hablamos de lugares comunes. Era una mujer vestida con un saquito y una pollera de lana grises, gorda, de pelo entrecano, solterona pero con cara infantil y pícara. Tenía ojeras negras. Me entregó una cajita de hueso que entre algodones tenía una finísima  cadenita de oro con una pequeña estrella de David. Bajo los algodones había una foto carnet, blanco y negro, de una linda chica adolescente que la Tía Titi me describió como alta y pelirroja. Me preguntó de mí , me dijo que Israela me había querido mucho, me contó que sus padres eran diplomáticos… no sé qué más dijo.  De pronto se largó a llorar suavecito, lento, controlado, como si fuese una rutina que conocía bien.
- Israela era mi hija – me dijo – Yo era la madre biológica. Dos madres lloran su muerte.







Supongo que la abracé y la consolé. No me acuerdo pero es lo único que se me ocurre posible. Al rato empezó  secarse las lágrimas  y a sonreír  y a contarme cómo era Israela. Comimos pizza y fuimos al cine a ver un documental de animales. Me pidió que volviéramos a vernos y acepté. La visité en su casa, un departamento de buena calidad, antiguo con un balcón sobre el final de Esmeralda desde el que se veía la avenida Libertador. Vivía allí con una vieja de pelo blanco que era su madre y que nunca me habló. Me regalaba cigarrillos de contrabando, encendedores y tubos de gas para recargarlos. Me imaginé que su padre, muerto ya, habría pertenecido a alguna mafia italiana de Buenos Aires.  Con el tiempo me fui enterando de que ella había viajado a Europa de joven, al terminar el colegio secundario,  en uno de esos elegantes  barcos de la línea C y quedó embarazada de un señor del que no me contó nada. Luego  conoció una pareja de diplomáticos israelíes que no podían tener hijos y pactaron que le cedería la criatura cuando naciera. Volvió a la Argentina  como si nada hubiera pasado y cargó con ese secreto el resto de su vida.
- Ella llevaba una cruz junto a la estrella de David- me dijo un día hablando de Israela – Por eso yo pienso que ella algo se daba cuenta… de alguna manera sabía que yo era la madre… aunque nunca lo hablamos.





Yo todavía estaba haciendo el servicio militar y como Granadero a Caballo a veces integraba el grupo de jinetes que acompañaba a un embajador a la Casa Rosada que en ese tiempo ocupaba Isabel Perón con Lopez Rega o a la Plaza San Martín para dejar flores en el monumento. La última vez que la vi fue cuando escoltando a uno de estos autos diplomáticos  bajamos la barranca de Esmeralda y ella y su madre salieron al balcón (era un segundo piso) a mirar la procesión liderada por una fanfarria cuyas trompetas, trombones, tubas, redoblantes y timbales sonaban maravillosamente encajonadas entre los edificios de esa barranca en una marcha salpicada por los choques entre herraduras y adoquines. A veces la música era tan linda que al soldado se le escapaba una lágrima en la soledad militar del anónimo uniforme.  En eso estaba cuando la vi. Arriesgándome a un arresto me animé  a gritarle  desde el trote de mi caballo “¡Titi!”. Pero no me oyó. Creo que nadie me oyó. Era un sonido que no pertenecía a esa situación.