Sunday, May 25, 2014

La Gran Ola




Estoy viendo la ola marina grande y fría del noviembre otoñal en Gran Bretaña (en cámara lenta y alta definición) formándose hasta una altura que supera lo aceptable y rompiendo con el violento vendaval de de la tormenta insensible de la que es parte.  

Eso hace de mí un mísero burgués  (ni que hablar del whisky on the rocks que me acompaña) que es mero espectador  y cuyo aporte al universo sólo se registra en las estadísticas que conforman el ranking de los programas de tv.

Maribel  se mueve por la casa ordenando todo lo  que dispersó el fin de semana, con cara de  domingo agónico, casi lunes.

La grandeza unilateral de los Andes, esa inmensidad de piedra indiferente,  me ha hecho sentir algo similar a estas olas. Creo que lo más místico que he experimentado en mi vida.

Le pido a Maribel que mire y se detiene frente a la gran pantalla del  televisor (cargando cosas entre las manos) pero el documental ahora muestra unos cachorros de foca que aprenden a nadar. Le explico que antes había unas olas impresionantes. Pero para quien estaba haciendo orden en la casa,  la inmensidad de la ola es un idioma extranjero.  Le da lo mismo ver a las foquitas. Justo antes de que siga su camino restaurador del equilibrio hogareño, muestran otra ola, no tan buena, pero ola al fin.

Y cuando ya está lejos,  aparece la mejor ola de todas, la mejor  de la historia, casi increíble.

Se hace un silencio en mi vida.

No tengo, ya, casi, dónde poner eso.

Me siento solo.

Salgo de la realidad.

Se me presenta mi padre. Es el de aquella última vez que lo vi, en el sanatorio, afiebrado y senil, con olor a pis rancio, flaco y arrugado, su lengua seca hablando con dificultad para decir incoherencias.

La ola.

Una semana más tarde llamé desde Concordia y me avisaron que había muerto.

Pero él no se presenta hoy a hablar de la muerte.

Sino de la soledad. De ver la ola a solas. De enfrentar la vida sin la ilusión de una mano tibia que sostenga la tuya ante  el infinito de la montaña muda.

Suena el teléfono.

Thursday, May 15, 2014

Cuento para bajar la fiebre desde lejos.

Sancho está con fiebre en Buenos Aires y yo estoy en México.
No le puedo contar los cuentos que le invento casi todas las noches cuando se acuesta...
Así que le mando uno por escrito para que se lo lea Maribel. Hay que empezarlo como empiezan todos los que le improviso, acostado junto a él en la cama, con voz grave, lenta y profunda, y estirar las uuu de "muchos" y de "muy":








Había una vez, hace muuuuchos muuuchos años... en un país muuuy lejano, un hombre que tenía un gran perro y un gato negro. A veces salían a caminar los tres. Un día el gato se cansó porque era un paseo largo y se subió arriba del perro y la gente que los veía pasar aplaudía.
Este hombre tenía un pequeño restaurante que atendía el mismo y juntaba las sobras para que las comieran sus amigos cuadrúpedos y peludos.
Vivían muy felices hasta que un dia se enfermó el hombre y no pudo ir a trabajar. El perro y el gato estaban re tristes porque lo veían sufrir, porque lo querian mucho y porque no sabían como ayudarlo.
Fueron a la casa de un vecino que era médico y ladrando y maullando lo convencieron de que los siguiera hasta la casa para ver al enfermo. El médico lo revisó, escribió una receta de un remedio, le dijo a los animalitos que lo compraran urgente en la farmacia, y se fue.
Pero en la casa ya no había plata porque el hombre hacía días que no trabajaba.
Entonces el gato agarró una gorra del hombre y se subió arriba del perro. Fueron a la plaza del pueblo y la gente aplaudia y se reía de ver las piruetas que este gato con gorra hacia sobre el perro.
Entonces el gato puso la gorra en el piso y el perro ladraba y el gato maullaba para que la gente pusiera plata en la gorra.
Asi juntaron más de lo que necesitaban para el medicamento.
Y fueron a comprarlo. También compraron comida rica.
Y a los pocos días el hombre se curó. Y todo volvió a la normalidad.
Pero un tiempo después, el gato estaba jugando como juegan los gatos. Hacía deslizar y persegía y atrapaba el envase del remedio como si fuse un ratón,. De pronto con un golpe de su mano, la caja se abrió y salieron todos las pastillas del remedio. Así el gato y el perro se enteraron de que su amo no había tomado la medicina.
Cuando volvió le mostraron la caja y lo miraron con cara de pregunta.
El se rió y les dijo. "Es cierto no tome el remedio porque cuando supe el esfuerzo que habían hecho por mi, para curarme y alimentarme sentí tanta emoción que tuve la seguridad de que me iba a sanar.
No hacia falta el remedio.
Me curó el amor".
Los tres se abrazaron y después salieron felices a caminar.

Facundo


Estoy por una semana en México, en lo de Ernesto y Estela.

Su hijo, Facundo, de casi dos años, es un chichón del suelo que llena de alegría la casa.

Habla en un idioma que entiendo a medias y es siempre una aventura ver si descifro lo que dice o no. Me agarra del dedo… mi índice llena su mano y me conduce a su cuarto lleno de juguetes.  Me muestra su “tren” que es una gran caja de cartón sin ningún atributo ferroviario que yo pueda identificar. Jugamos un rato con diversos peluches, pelotas y cajitas.  En una de esas encuentro una máscara de León con una manija. La sostengo frente a mi cara y le pregunto.  ¿Quién soy?  Su respuesta tuvo la sencillez y belleza de la flecha clavándose en el centro del blanco.
Dijo:

“Boy!” .

Sunday, May 04, 2014

Otra vez Dios


Amo a dios por sobre todas las cosas.

Es decir, apuesto a la nada.

Buena idea.

Imposible que pierda más de lo esperado.  No hay chance de desilusión.

Y camino a la casa de apuestas decido autodenominarme Dios , y erigirme en Dios y ser Dios.

Solo Dios tiene el derecho de hacer eso. Y si lo hago  es prueba de que sin duda soy Dios.

Miro desde mi nueva posición a los mortales y me pregunto:

¿Qué esperan?

Un chocolatinero de pelo largo que vende "Shot", en bermudas, entre los autos de la barrera de la avenida Pavón me dice:

Si te preguntás cosas no sos tan Dios… me toca a mí.

 

(Le di mi puesto pero me quedé con su caja de chocolatines que me duraron una eternidad.)

Estoy un poco asustado.




Tan poco (o mucho) que tardé en darme cuenta y ni siquiera estoy seguro de que sea cierto.

La razón aparente  es que he decidido escribir mi vida, mis memorias, algunos hechos que recuerdo. Y no entiendo por qué.  ¿Qué lleva a alguien a poner en la finitud de veintisiete  letras  mezcladas en diferentes órdenes y combinaciones la infinitud de su pertenencia al universo?

¿Es una despedida? ¿Siento, quizá, que ya está?

En la introducción a mis memorias, que he titulado “Hablemos de otra cosa” digo que quiero escribir mi vida para sacarme de encima ese monótono y eterno soliloquio sobre qué he logrado, cómo me siento, quién soy… y empezar una nueva etapa. Una nueva vida que necesariamente debe ser mejor que esta.  Nunca es tarde para tener una infancia feliz, me digo. 

Digo eso.  ¿Vos me crees?


María dijo que ve venir una crisis.

Pero yo me lancé. Tengo una lista de cerca de sesenta anécdotas de mi vida que podrían hacer un buen conjunto. Y empecé a escribir y tachar. Llevo como seis ya escritas. Y de la hoja en blanco surgió la punta de un puñal buscándome: el miedo. Estaba narrando hechos y mi estilo se puso informativo. El “Readers Digest “ era poesía experimental comparado con mi estéril planicie narrativa. Qué hay en el miedo y en la narración de lo vivido que ahuyenta a los payasos y las almas en pena.  ¿Por qué se me entumece la lengua, me pongo el traje y me aferro  a las diferencias entre la el gris y la sombra?

No sé quién ganará este juicio en el que se ha mencionado la silla eléctrica.

Pero me apasiona estar todavía vivo.