Friday, July 17, 2009

Ver Bien

Llegó el día en que tuve que empezar a usar anteojos. En el primer año la graduación pasó de ser cero cincuenta a cero setenta y cinco, pero el deterioro de mi vista no se detuvo y ahora, a diez años de haber empezado a usarlos, ya estoy en dos. Para los que no han visto lo que es no ver con sus propios ojos, cabe explicar que la vida sigue igual salvo cuando hay que leer cosas. Con los carteles de la vía pública no tengo problema, pero cualquier cosa que se escriba en tipografía normal sobre el papel requiere un estirar de brazos, un fruncimiento frontal del frente del cráneo y un exprimir de esferas oculares bastante doloroso que producen un resultado a veces regular y generalmente malo, pero sin duda poco sostenible en el tiempo…Todo lo que no sea letra, es decir, lo que no requiera una interpretación precisa, inequívoca y comprobable se puede mirar sin anteojos y si bien se ve sin detalles, se ve. Existe el consuelo de que nadie ve los detalles de las cosas que están lejos y no se quejan… y tampoco aparece a los setenta centímetros una leyenda incriminatoria diciendo “a partir de aquí usted debiera estar viendo minuciosamente con pelos y señales” así que uno casi ni se da cuenta… si no fuese por los anteojos que de vez en cuando le muestran a uno lo lejos que está de la perfección.
Cuando llego a casa y saludo a Sancho llego sin lentes. Lo alzo, juego, lo miro minuciosamente… con toda la incredulidad que acumulé en medio siglo de vivir sin él. Él también me mira, aunque su interés y su incredulidad se sacian más rápidamente. De vez en cuando Sancho aparece cuando estoy leyendo o escribiendo y tengo las gafas puestas. En un documental de la selva sobre una especie casi desconocida, el animal raro que hemos estado tratando de filmar finalmente se asoma a la cámara y se acerca y la observa y la huele y vemos hasta el más mínimo detalle de sus facciones. Sancho estira su mano: le fascinan mis anteojos y quiere agarrarlos. Pero no lo dejo. Veo cada arruguita de sus labios. Veo el brillo de su nariz, veo las formas de los dibujos de sus pupilas. Veo cómo nacen las pestañas del borde perfecto y húmedo de sus ojos. Veo el milagro en acción. Me siento tentado a creer que estoy viendo la realidad tal cual es y que he roto el maleficio eterno que condenó al hombre a percibir limosnas de luz en la obscuridad de su caverna. Eso me recuerda el mito de Platón y su parecido con la anatomía del ojo. Me maravillo una vez más al recordar que ese universo maravilloso que veo ahí afuera no es más que un haz de luz pegando en mi retina, transformado en impulsos eléctricos que terminan siendo interpretados por unas redes de neuronas. Y de pronto Sancho logra sacarme los anteojos. Está serio de contento con el logro. Se los mete en la boca… ¿cuánta información explota en su interior con ese contacto?

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