Tuesday, March 03, 2009

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Estamos en el refugio de los cuatro mil metros. Todos ellos se conocen y conocen a otros que han subido el K2 y el Everest y el Fitz Roy y decenas de desafíos absolutamente fuera del alcance de personas normales. Los que subieron las más altas se hablan entre ellos como si los demás no estuviéramos del todo allí. Repasan alegremente anécdotas propias y ajenas y nosotros nos deleitamos con sus historias épicas en primera persona. A cambio de eso los novatos aceptamos ser parcialmente ignorados con una envidia resignada. Yo ni siquiera llego a la categoría novato. Es la primera vez que voy a superar los cinco mil metros. Se ríen de mi laptop pero sin alegría. Mi guía repite el chiste de que la uso para calcular el clima que se espera y sospecho que inventó eso para suavizar la vergüenza que le da llevar a un tipo que se la pasa escribiendo en una computadora.
La proeza física en sí misma me deja un tanto indiferente. Pero me atrapa la psicología de esta gente que jamás filosofa sobre los fines de lo que hace. Parecen creer que la montaña que los une pudiera desvanecerse como un espejismo si solo se la cuestionara por un segundo.
El mayor de todos es uno de los más respetados. Parece una caricatura de libro de aventuras. Tiene barba, cicatrices, le faltan dientes y dedos. Todo lo que indicaría el manual del estereotipo, y más de sesenta años. Le gusta contar cuentos de cuando ninguno de los otros estaba en circulación. Es su ventaja indiscutible.
Una de las historias que contó pasó sin pena ni gloria, prácticamente ignorada por los demás en un silencio que parecía hostil. Como si estos hombres de acción se sintieran traicionados por un cuento sin músculos heroicos.
El viejo contó que su padrino, un montañista del que todos conocían vida y obra se había perdido bajando del Kilimanjaro en una tormenta. El Kilimanjaro no es ni alto ni difícil. Tienen el pálido mérito de ser lo más elevado que hay en Africa, con sus cinco mil ochocientos y pico, metros tiene mil menos que el Aconcagua. Pero África es un continente romántico y a mediados del siglo veinte lo era mucho más. El problema era que además de estar perdido y sin más alimento el tal Gregorio, protagonista de la historia, padecía de una úlcera que estaba atravesando una de crisis y sangraba. Tuvo la suerte infinita de que un soldado desertor de algún ejercito extranjero lo encontrara en su camino y lo ayudara. Gregorio no identificaba ni una palabra de lo que decía el otro pero se entendían por que eran hábiles con las señas y porque no había mucho que decir. Pasaron juntos semanas ya que Gregorio no podía caminar y el soldado se quedó a cuidarlo y proveerle los pocos alimentos que conseguía: frutos, gusanos y otros insectos. Cuando estuvo algo mejor se dejaron ayudar por unos cazadores negros que los llevaron a su aldea. Cuando Gregorio estuvo mejor el soldado sufrió una herida en un pie que rápidamente se infectó y casi le cuesta la vida. Los roles entonces se invirtieron y Gregorio cuidó al otro hasta que paulatinamente una de las hijas del hermano del jefe de la tribu comenzó a reemplazarlo.
La chica fue buen remedio y el soldado cambió infección por amor. Con lo cual el viaje de vuelta se puso en duda nuevamente. Habían pasado meses y ambos ya habían aprendido lo básico del idioma de la tribu y hasta lo usaban para hablar entre ellos. Los dos habían estado cerca de morir en un continente lejano y esa experiencia los ponía muy filosóficos y desapegados con respecto a las cosas menores, que eran todas. Ambos habían empezado a hablar de Ruga, que en el idioma local era el que manaba la lluvia y se llevaba a los muertos y ayudaba a los guerreros a cazar antílopes y leones. Pero en charlas nocturnas acompañadas de un poco de la bebida fermentada que les conseguía la novia del soldado, cada uno hablaba nostálgicamente de su Ruga. Del Ruga que habían dejado en su país. No tenían un lenguaje común que les permitiera saber de qué país era el otro, pero hacían primitivas descripciones de la felicidad imperante en sus pueblos natales y de la bondad y enseñanzas de su Ruga. De a ratos se ponían algo competitivos y destacaban las ventajas del Ruga propio sobre las características del otro.
Ya empezaban a tramar a escondidas una vuelta a la civilización cuando llegó el cólera. Gregorio cayó primero y ante el primer síntoma que se le hizo evidente cortó la caña de las botas de cuero que había guardado y con pintura de los negros garabateó una despedida a su hermana y sobrinos en la esperanza de que alguien podría hacerla llegar algún día. En la última línea puso: estoy con Cristo ya.
Lo arrasó la fiebre pero no murió. Cuando se recuperó, vio que el soldado agonizaba y que su novia había muerto. El soldado murió al poco tiempo y Gregorio nunca supo de qué país venía. De entre las manos muertas le sacó la carta de cuero que él había escrito a su hermana y sobrinos. En el dorso el soldado había hecho un dibujo quizá sin darse cuenta que eso era una carta. La figura, pintada en amarillo, mostraba claramente un hombre de pelo largo, con una corona de espinas, clavado en una cruz.

24 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Muy emocionante!!!
Amalia

2:40 PM  
Blogger Mikel said...

Me encantó el arte de narración; estamos todos en la montaña escuchando la historia, y escuchando la historia de la historia. El final tiene algo como de modernismo de Rubén Darío, ¿no? En el mejor sentido.

12:37 AM  
Anonymous Anonymous said...

nuestro equipo se va a llamar
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taz

4:06 PM  
Anonymous Anonymous said...

por?

pf

4:46 AM  
Anonymous Anonymous said...

ah!
por que suena a Newls?

pf

4:53 PM  
Anonymous Anonymous said...

Bueno, me gustó.Flor

6:53 PM  
Anonymous Anonymous said...

Tenés que leer "El monte análogo", de René Daumal.Y, ¿dónde estás querido?
Silvia de Ongamira

6:57 AM  
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