Las manos en las rodillas
Cualquier palabra significa todo.
Talvez con la excepción de la palabra todo que por pretenciosa se queda flotando en el mar de no seas boludo.
El doctor de la casa baja hace terapia con eso.
No cura las palabras porque de ellas se ocupan los pájaros cuando se ponen de acuerdo.
Cura a los caídos en la gravedad.
Se inspira en la curva de los espaguetis y habla con la sabiduría inasible de una vieja con lentes de contacto.
Cualquier objeto es fruto del amor universal. Menos, quizás, el corazón, un converso asustado de la familia de los semáforos que se la pasa disimulando hasta que explota.
Objetos y palabras establecen relaciones inesperadas.
No quiero discutir el caso de la palabra catapulta que tuvo por objeto primero a la fama y luego una complicada máquina de guerra de la edad media. Se la nota aún incómoda en esta nueva función. Hay que oír su sonido, dicha al atardecer en la planicie que se estira hasta los cerros, apoyándose uno de espaldas en los muros de la ciudad. ¡Catapulta! Hay que deletrearla como si un caballo rodara riendo por la ladera bruta. Tanta poesía, tanto sonido, y la máquina, sin conciencia de su nombre, que solo se interesa en arrojar piedras.
No quiero discutirlo porque terminaré despanzurrado sobre la mesa. Y me identifico más con el que va al velorio que con el muerto. No quiero saber el color de mis tripas. Prefiero ser el árbol que cae cuando alguien escucha de lejos y que a esa persona le quede la duda de si realmente hubo un ruido o lo imaginó. Prefiero ser curiosidad, una vez muerto, que dejar la mesa del bodegón manchada y arañada de agónicos estertores en la escala de los carmines, morados y púrpuras.
En una palabra cualquiera está el universo. El infinito de ida y vuelta. Porque quien dice catapulta ya no se detiene, y la sangría es eterna. Con una buena palabra cualquiera yo avanzo atravesando los páramos verticales y de frente como cortinas de voile de esas que usan los fantasmas. Como neblinas camino al cementerio.
De vez en cuando, me destierro, sin embargo. Tras despedirme de sonidos y de cosas parto como un poeta decapitado hacia el desierto. Me siento en la soledad de mi respiración y poniendo las manos sobre las rodillas espero que se acabe el tiempo.
Talvez con la excepción de la palabra todo que por pretenciosa se queda flotando en el mar de no seas boludo.
El doctor de la casa baja hace terapia con eso.
No cura las palabras porque de ellas se ocupan los pájaros cuando se ponen de acuerdo.
Cura a los caídos en la gravedad.
Se inspira en la curva de los espaguetis y habla con la sabiduría inasible de una vieja con lentes de contacto.
Cualquier objeto es fruto del amor universal. Menos, quizás, el corazón, un converso asustado de la familia de los semáforos que se la pasa disimulando hasta que explota.
Objetos y palabras establecen relaciones inesperadas.
No quiero discutir el caso de la palabra catapulta que tuvo por objeto primero a la fama y luego una complicada máquina de guerra de la edad media. Se la nota aún incómoda en esta nueva función. Hay que oír su sonido, dicha al atardecer en la planicie que se estira hasta los cerros, apoyándose uno de espaldas en los muros de la ciudad. ¡Catapulta! Hay que deletrearla como si un caballo rodara riendo por la ladera bruta. Tanta poesía, tanto sonido, y la máquina, sin conciencia de su nombre, que solo se interesa en arrojar piedras.
No quiero discutirlo porque terminaré despanzurrado sobre la mesa. Y me identifico más con el que va al velorio que con el muerto. No quiero saber el color de mis tripas. Prefiero ser el árbol que cae cuando alguien escucha de lejos y que a esa persona le quede la duda de si realmente hubo un ruido o lo imaginó. Prefiero ser curiosidad, una vez muerto, que dejar la mesa del bodegón manchada y arañada de agónicos estertores en la escala de los carmines, morados y púrpuras.
En una palabra cualquiera está el universo. El infinito de ida y vuelta. Porque quien dice catapulta ya no se detiene, y la sangría es eterna. Con una buena palabra cualquiera yo avanzo atravesando los páramos verticales y de frente como cortinas de voile de esas que usan los fantasmas. Como neblinas camino al cementerio.
De vez en cuando, me destierro, sin embargo. Tras despedirme de sonidos y de cosas parto como un poeta decapitado hacia el desierto. Me siento en la soledad de mi respiración y poniendo las manos sobre las rodillas espero que se acabe el tiempo.
3 Comments:
Sos un ludópata de la palabra.
el poeta decapitado que parte hacia el desierto tiene la fuerza de un volcán...
Hasta las palabras se preguntan un día ¿para qué están en este mundo? en un rapto de consciencia..
lindo
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