Me hice
Me hice el boludo lo mejor que pude.
Me daba lo mismo y solo quería que me dejaran en paz.
No quería ni el esfuerzo de sonreir ante la adulación.
Me ponía las corbatas más viejas, comía en boliches de segunda, decía que si a lo que dijeran, hablaba del tiempo, del calor sobre todo, y repetía "qué va hacer" en lugar de proponer soluciones. No miraba a las minas por bien que estuvieran, llegaba sólo un poquito tarde a todos lados. Trataba de imitar a los boludos que había conocido a lo largo de mi vida, un rato a cada uno.
Pero nadie se dio cuenta del cambio.
No me dieron la espalda con desdén.
No me abandonaron los amigos ni dejaron de darme tarea los directivos.
Las mujeres, algunas (vale aclarar), se me acercaron un poco más descaradamente. Y me hice el boludo.
Una de ellas que es directora de la empresa me ofreció con indirectas un puesto por el que hasta hace poco hubiese matado. Pero en tren de hacerme el boludo lo dejé pasar. Y el presidente se debe haber enteradeo porque al dia siguiente me saludó en el ascensor, por primera vez en la vida. Me hice, allí con él, en el ascensor, el boludo, tanto, que ni le respondí el saludo... y me bajé en el piso equivocado.
Por supuesto, se corrió la bola. Obviamente, porque el ascensor estaba lleno. Y para el tiempo que llegué, por la escalera, a mi sección, me esperaban mirándome. No tuve otra que hacerme el boludo. Todos sabían que en el ascensor me había hecho el boludo. Y nada, nada que hubiese hecho antes en mi vida me había ganado tanto el respeto de mis pares. Y hasta de algunos superiores. Y de la secretaria que anda con Giacometti. La que andaba con Carlos Granja, antes.
Para hacerse bien el boludo hay que poner la lengua, adentro de la boca, en una posición medio rara, como un poco más ancha y aplastada contra los dientes, medio resignada y tensa. Nunca dispuesta a la frase rápida. Eso no es de boludo. La ironía y el sarcasmo no pueden vivir sin velocidad oportuna. El boludo prescinde del tiempo. Sabe que no puede ganar.
Y a medida que la lengua se apoltrona contra los dientes, a los ojos les pasa algo parecido, pierden esa viveza saltarina, la precisión que requiere el contexto, y sin mucha dilación, ojos y lengua contagian al pensamiento: ya no hay nada que perder.
Como una ballena moribunda, la lengua, y como piedras de casulaidad, los ojos, fabrican un pensamiento pedestre, podólogo, pediatra, pseudópodo, pedícuro, grave.
Entender eso me ayudó a hacerme el boludo.
Y empecé a recibir abrazos. Antes de subirme al taxi, al llegar algún cumpleaños, con la partida de un compañero que cambiaba de laburo, al volver de vacaciones, el día del despachante de aduana, después de escuchar por un rato a mi jefe quejarse de su mujer... y en otras ocaciones que no recuerdo porque no estaba prestando atención a los acontecimientos previos.
Si no estás muy concentrado en lo que le pasa al otro, el abrazo es una cosa abrúptamente física, una presión inoportuna, desmedida, invasiva, ilegal, entrometida, injustificada, con adjetivos por todos lados parados como pelos de loco.
No te queda otra que hacerte el boludo.
Admitamos que hacerse el boludo es más fácil que no hacerse el boludo.
Es difícil entender por qué tan poca gente se hace.
En comité ampliado me encontré con uno que obviamente se estaba haciendo. Por un instante me aterró la idea de que me iba a reconocer y desenmascararme. Acá se acaba todo pensé con terror. Tuve súbita conciencia del enorme valor de mi boludez en el momento que sopspeché que me sería arrancada por la fuerza y quemada en público.
Pero el otro, torpemente y sin disimulo se hizo el boludo, y yo, aunque podría haberlo delatado, o podría haberle agradecido, me hice el boludo.
Me daba lo mismo y solo quería que me dejaran en paz.
No quería ni el esfuerzo de sonreir ante la adulación.
Me ponía las corbatas más viejas, comía en boliches de segunda, decía que si a lo que dijeran, hablaba del tiempo, del calor sobre todo, y repetía "qué va hacer" en lugar de proponer soluciones. No miraba a las minas por bien que estuvieran, llegaba sólo un poquito tarde a todos lados. Trataba de imitar a los boludos que había conocido a lo largo de mi vida, un rato a cada uno.
Pero nadie se dio cuenta del cambio.
No me dieron la espalda con desdén.
No me abandonaron los amigos ni dejaron de darme tarea los directivos.
Las mujeres, algunas (vale aclarar), se me acercaron un poco más descaradamente. Y me hice el boludo.
Una de ellas que es directora de la empresa me ofreció con indirectas un puesto por el que hasta hace poco hubiese matado. Pero en tren de hacerme el boludo lo dejé pasar. Y el presidente se debe haber enteradeo porque al dia siguiente me saludó en el ascensor, por primera vez en la vida. Me hice, allí con él, en el ascensor, el boludo, tanto, que ni le respondí el saludo... y me bajé en el piso equivocado.
Por supuesto, se corrió la bola. Obviamente, porque el ascensor estaba lleno. Y para el tiempo que llegué, por la escalera, a mi sección, me esperaban mirándome. No tuve otra que hacerme el boludo. Todos sabían que en el ascensor me había hecho el boludo. Y nada, nada que hubiese hecho antes en mi vida me había ganado tanto el respeto de mis pares. Y hasta de algunos superiores. Y de la secretaria que anda con Giacometti. La que andaba con Carlos Granja, antes.
Para hacerse bien el boludo hay que poner la lengua, adentro de la boca, en una posición medio rara, como un poco más ancha y aplastada contra los dientes, medio resignada y tensa. Nunca dispuesta a la frase rápida. Eso no es de boludo. La ironía y el sarcasmo no pueden vivir sin velocidad oportuna. El boludo prescinde del tiempo. Sabe que no puede ganar.
Y a medida que la lengua se apoltrona contra los dientes, a los ojos les pasa algo parecido, pierden esa viveza saltarina, la precisión que requiere el contexto, y sin mucha dilación, ojos y lengua contagian al pensamiento: ya no hay nada que perder.
Como una ballena moribunda, la lengua, y como piedras de casulaidad, los ojos, fabrican un pensamiento pedestre, podólogo, pediatra, pseudópodo, pedícuro, grave.
Entender eso me ayudó a hacerme el boludo.
Y empecé a recibir abrazos. Antes de subirme al taxi, al llegar algún cumpleaños, con la partida de un compañero que cambiaba de laburo, al volver de vacaciones, el día del despachante de aduana, después de escuchar por un rato a mi jefe quejarse de su mujer... y en otras ocaciones que no recuerdo porque no estaba prestando atención a los acontecimientos previos.
Si no estás muy concentrado en lo que le pasa al otro, el abrazo es una cosa abrúptamente física, una presión inoportuna, desmedida, invasiva, ilegal, entrometida, injustificada, con adjetivos por todos lados parados como pelos de loco.
No te queda otra que hacerte el boludo.
Admitamos que hacerse el boludo es más fácil que no hacerse el boludo.
Es difícil entender por qué tan poca gente se hace.
En comité ampliado me encontré con uno que obviamente se estaba haciendo. Por un instante me aterró la idea de que me iba a reconocer y desenmascararme. Acá se acaba todo pensé con terror. Tuve súbita conciencia del enorme valor de mi boludez en el momento que sopspeché que me sería arrancada por la fuerza y quemada en público.
Pero el otro, torpemente y sin disimulo se hizo el boludo, y yo, aunque podría haberlo delatado, o podría haberle agradecido, me hice el boludo.
2 Comments:
Ah, no sos ningún boludo. Me cagué de la risa. Bien jugado!
Para hacerse el boludo seguro que no hay que serlo demasiado, ¿no?
¿Carlos Granja tiene algo que ver con Manuel?
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