Partes de mi biografía: la colimba
Por suerte escribo estas cosas cuando ya tengo una carrera hecha en el ámbito de la negociación colaborativa y la resolución de conflictos. Las anécdotas de las peleas que he tenido en mi vida no son una carta de presentación muy buena si uno va a usar el criterio tan habitual de mirar cómo alguien actúa con respecto a un tema para juzgar si puede enseñarlo. Para defenderse de acusaciones relacionadas con esto es que se inventó el dicho "haz lo que digo y no lo que hago".
Mi padre había tomado clases de box y cuando yo era chico todavía estaban en casa sus grandes guantes de cuero marrón gastado. A mis amigos de la infancia, Juan y Marcos Bretón, nos enseñó a boxear en el jardín de nuestra casa en la casa de la calle Uruguay, Punta Chica. El cuadrilátero era un triángulo de una sola soga entre tres árboles. Lo que más recuerdo es que había que sacar la mano para adelante con todo el peso del cuerpo, coordinando la suma de los movimientos del brazo, el hombro y las piernas para que tuviera más fuerza el impacto. Y no había que anunciar el golpe reboleando la mano sino que debía salir recta, sin aviso y volver como el chicotazo de un látigo a la posición de defensiva de la guardia.
La colimba, en algunos aspectos es como la cárcel, dónde uno debe hacerse respetar o pierde su status. Y la mía, inexplicablemente, ocurrió en el regimiento de granaderos a Caballo General José de San Martín, donde el promedio de altura de los soldados era alrededor de un metro noventa mientras yo medía uno setenta y siete.
Para colmo, llegué tarde a la instrucción. Ya hacía una semana o más que estaban viviendo en carpas y marchando todo el día en los campos de Pablo Podestá, junto a la Escuela Militar, cerca del Palomar, donde pastaban los caballos del regimiento. Pasé allí las típicas humillaciones, el salto de rana constante, el cuerpo a tierra, el “alrededor mío carrera march!”, el cagar en público a cielo abierto, el tener que gritar todo lo que uno decía y repetir a los gritos todo lo que se nos ordenaba. Dormíamos de a diez por carpa, uno al lado del otro y el olor no es difícil de imaginar. Una noche se llevaron al de al lado mío. Apenas me desperté para verlo salir. Aparentemente estaba enfermo. Nos enseñaron a andar a caballo, a ponerle el freno, la manta, la montura, a ajustar la cincha… y dos o tres semanas después de haber llegado nos dijeron que esa noche llevaríamos los caballos hasta el regimiento de Palermo. Nos llevaron a dormir a los establos donde estaban los caballos y cientos de fardos de alfalfa. Nos acostamos a dormir sobre los fardos. Tosí todo el tiempo que estuve tirado sobre eso y creía que era alergia al polvillo, pero no, lo cierto era que me había contagiado neumonía del enfermo que se habían llevado de la carpa unas noches antes. Nos levantaron a las dos de la mañana. Me sentía mal. Recuerdo como una pesadilla las pocas ganas que tenía de ensillar mi caballo. Para colmo otro soldado ajustó demasiado la cincha y el pobre animal se puso loco: corcoveaba, pateaba y zapateaba y las herraduras golpeando los adoquines levantaban una aterradora nube de chispas. No se me ocurría cómo alguien podría detener eso ni recuerdo cómo hicieron, pero sí sé que mis ganas de subirme a un caballo en ese momento no aumentaron. Cabalgué las cuatro o cinco horas hasta Palermo con bastante malestar y con unas ganas desesperantes de fumar un cigarrillo. Cuando llegamos nos dieron de almorzar. Al terminar el almuerzo nos dejaron dormir una siesta, por primera vez en camas. Me acerqué al principal Celestino Nelson Froy, a quien veía por primera vez, y le dije que creía que tenía fiebre. Me dijo que ya se me iba a pasar, que eso era por dormir en carpa pero que ahora no iba a tener problema. Me acosté a dormir y cuando nos despertaron a los gritos como de costumbre me negué a levantarme. Pensé: “me hago el loco pero no me levanto”. Los soldados cercanos me insultaban y me decían que me levantara porque obviamente el castigo no sería para mí sino para todos. Entonces me tiré desde la cama de arriba (eran tres) y acurrucado el piso me hice el loco gritando “las piedras! las piedras!” que fue lo primero que se me ocurrió. Lo cierto es que no era pura actuación… con la fiebre que tenía es muy posible que hubiera bastante de delirio en ese acto. Me llevaron a la enfermería y el termómetro marcó cuarenta y un grados. Volví a buscar mis cosas y quedé internado. Fue una experiencia interesante. Los judíos tienen un dicho sabio: “Dios te salve de vivir tiempos interesantes”.
Usé esa experiencia en un relato en que describí tal cual lo vivido. Sólo el final es un poco diferente:
Inmortalidad
Nadie quería estar en el regimiento de Granaderos a Caballo. La idea dominante en los que hacíamos el servicio militar era irnos. De franco, de licencia, de baja… cualquier excusa que nos llevara del otro lado de esos muros era buena.
Generación tras generación, año a año, el aliento y el olor de cientos de soldados que se querían ir parecía haber penetrado las paredes de esos edificios y signado el carácter del lugar. En las grietas y las sombras de ese conjunto de edificios se juntaba la angustia colectiva como un liquen. Estaba compuesto por cinco barracas llamadas cuadras donde dormíamos los mil soldados. Un comedor y una cocina. Caballerizas para unos doscientos caballos. Casino de oficiales y de suboficiales. Talleres, oficinas y algunas otras dependencias a las que nunca tuve acceso.
En un regimiento donde nadie quería estar había diferentes zonas según las intensidades de no querer. De todos los lugares, la enfermería quizá sea el que mejor competía con el calabozo en la lucha por el primer puesto.
Quién quiere estar enfermo. Quién quiere estar enfermo en manos de gente que no quiere estar allí. Quién quiere estar enfermo en manos de soldados que no eligieron ser enfermeros pero se les ordenó que lo fueran.
Una neumonía me llevó a esa enfermería con más de cuarenta y un grados de fiebre.
Mientras la fiebre era una excitación, al principio, alcancé a hablar con un médico y le oí decir que me dieran inyecciones con un cóctel de varios antibióticos y dipirona. Le dije que no quería antibióticos pero me ignoró. Dos por día. La primera fue muy dolorosa. La segunda también. Pero la tercera y todas las que vinieron después cayeron sobre tejidos ya doloridos y fueron peores. Entre una y otra la fiebre volvía a los cuarenta grados. Y al bajar, con el efecto de los remedios, transpiraba tanto que empapaba las sabanas, la manta y el colchón y al rato estaba temblando de frío en esa trampa mojada.
A pesar del infinito dolor de cabeza y la debilidad, me las ingenié para conseguir unos diarios cada vez que me inyectaban. Los desplegaba dentro de la cama y me acostaba sobre ellos. Entonces empapaba el papel y se mojaba menos el colchón y la ropa de cama. Después tiraba esos diarios ensopados y el pijama al pie de la cama y me quedaba la maravilla de una camita seca para estar desnudo, solo, quieto y en silencio.
Una noche me despertó un mal sueño. El miedo, en medio de la noche no encuentra oposición y se hace dueño hasta que uno se despierta más y empieza a controlarlo todo lo que pueda. Finalmente junte fuerzas y busqué con los pies las chancletas para ir al baño. El baño estaba a oscuras pero llegaba la luz del cuarto donde dormía el enfermero de turno. Además uno ya se lo conocía medio de memoria. Mijitorios enfrentados a letrinas sin puertas por un lado y lavatorios por el otro.
En la segunda letrina me esperaba la muerte.
La reconocí como se reconoce a la madre, sin duda alguna. Todo el miedo que yo había logrado controlar me empezó a gritar en los oídos y sentía que no tenía fuerzas para hacerle caso a tanto terror.
Empecé a decir que no, con la misma pasión y ritmo con que los amantes repiten el sí. Me miró sin expresión hasta que entendió que estaba aterrado. Eso pareció confundirla, contrariarla o desilusionarla. Estaba vestida casi como en los dibujos. Era un hombre, feminoide pero fuerte y grande. Tenía la típica capucha negra y la cara se veía poco (creo que era un buzo negro de esos que usan los boxeadores). En medio de mi terror estaba muy atento a sus reacciones. Tenía esperanzas de convencerla. Su disgusto ante mi insistencia me angustiaba más, parecía que estaba en la naturaleza de la muerte nunca dejarse convencer y que mi insistencia demostraba ser el camino equivocado.
Vi del disgusto pasaba a la irritación y que me hablaba: “Miedo?” me dijo “Miedo!?... nadie jamás llega con miedo a este punto… ¿qué te pasa?” y ese “que te pasa” no era una pregunta sino una sentencia. Yo no le servía. Me dio la espalda, una espalda temblorosa de desilusión. Mi pesadilla de toda la vida se estaba concretando: ser el único que falle. “Nadie más” había dicho ella. Todos los otros logran entender. Nadie se queda aferrado al estúpido miedo cuando llega el momento importante de soltarlo. Y me quedé sólo en el baño recuperando mi debilidad, hasta que entendí las horribles consecuencias.
Entonces corrí tras ella. La busqué inútilmente en todo el regimiento. Semidesnudo y desoyendo las advertencias de los soldados que hacían guardia que, al no haber respondido debieran haber tirado al aire primero y ametrallarme después. Pero no me mataron ellos ni se agravó la neumonía por andar desabrigado y descalzo a esas horas de
No encuentro a quién pedirle perdón. No sé cuáles de mis excusas puedan ser valederas. Me repito, tratando que eso sea convincente, que yo no pedí nacer. Pero no tengo con quién hablar. Temo que la sentencia sea definitiva. No me vendrá a buscar nunca más. No habrá otra oportunidad. Es obvio que la muerte no perdona.
Fin del cuento.
El verdadero final es que salí con diez kilos menos y al poco tiempo tuve una recaída que me llevó de nuevo a la enfermería. Cuando me largaron decidieron ser cuidadosos y el Principal Froy, que quizás se había arrepentido de no hacerme caso la primera vez que le dije que tenía fiebre, me tomó de asistente personal. Debía limpiar su pieza y cebarle mate. Además me encomendaba que vendiera unos alfajores que mandaba a comprar en una fábrica. Supuestamente era para financiar elementos de limpieza para la cuadra pero tengo la sensación de que se ganaba más con los alfajores de lo que se gastaba en higiene. La cosa es que petizo, flaco, pálido, ojeroso, con aspecto enfermizo y exceptuado de las tareas que hacían los demás, no inspiraba mucho respeto.
Una noche, el 19 de junio, cosa inusual, el principal Froy tuvo que hacer guardia en el Puesto Uno (que era la entrada del regimiento) en vez de irse a dormir a su casa como de costumbre. Era un petiso entrerriano, gordito, con mucha experiencia a quien era raro ver enojado o levantando la voz. Ese día estaba de mal humor y parecía obvio que no le gustaba hacer guardia. Me dijo de mal modo que lo acompañara y le cebara mate justo a la hora en que los soldados nos íbamos a dormir. Me tuvo en la guardia casi dos horas. Cuando volví me apuré a acostarme porque había perdido una valiosa parte de mi tiempo de sueño. Pero el furriel, un mendocino desagradable de nombre Moran, me informó que tenía que ir a la cocina a hacer empanadas dado que al día siguiente era la jura de la bandera y había visitas. En el regimiento imperaba una regla no escrita según la cual nadie debía hacer dos servicios en la misma noche, con lo cual me negué. Morán era odiado por todo el mundo. Algo en su cara decía que era un corrupto. Y su rol de furriel, que determinaba quién hacía guardia a qué hora y en qué puesto, siempre generaba la antipatía de quienes sospechábamos injusticias y acomodos. Para colmo, un día entré en la cuadra y noté que había cierto revuelo. Morán había reclutado un par de cómplices para violar a un compañero que era un poco amanerado. Aparentemente la víctima logró soltarse y agarrar un fusil con el cual puso en fuga a los agresores. Esa noche, en que había tanta demanda de grupos de soldados yendo a la cocina, lo vi por primera vez haciendo guardia: a la primera hora de la noche y en la habitación. Es decir, el mejor horario y el mejor lugar, supuse que era una manera de eludir ir a la cocina. Como la guardia que yo había hecho con Froy no figuraba en sus planes me dijo que tenía que ir igual. Me negué de nuevo y me metí en la cama. Se sentó a mis pies a hablar con el tipo de la cama de al lado. Le pedí que se fuera que quería dormir, pero m e ignoró. Estiré mis piernas dentro de la cama con lo cual lo empujé hacia afuera. Se paró y me pegó una trompada. Me levanté para salir de la cama por el lado opuesto más para evitar los golpes que para enfrentarlo y se me vino hecho una tromba pegándome con las dos manos. Puse la guardia como me había enseñado mi padre y retrocedí recibiendo trompadas que reboleaba muy abiertas desde la izquierda y la derecha pero que no eran muy efectivas. Cuando me di cuenta de que a pesar de su tamaño era bastante inofensivo, saqué la izquierda como me enseñó mi papá. Sin avisar, con todo el peso del cuerpo, con la fuerza y la velocidad que sumaban brazo, hombro, torso, cintura y piernas. Le pegué en la boca y la nariz. Y se acabó la pelea. Como esto ocurría en las primeras horas del horario de dormir, todavía había unos cuantos que estaban despiertos. Uno de ellos era un santafesino del campo, grande y fuerte como un héroe de película. A lo largo del resto del año me dijo como diez veces "Inguviye, si yo le pegaba a Morán como le pegaste vos, todavía lo están buscando".
Al día siguiente Morán tenía la cara deformada. Hinchado hasta ser casi irreconocible, rojo como un tomate y con un polvo desinfectante amarillo que le habían puesto en la enfermería. Parecía un semáforo. A la mañana se me acercó a sugerir que dijéramos que él se había tropezado en la cuadra con una rueda de carro que había a modo de decoración. Para colmo entre las visitas que vinieron para la jura de la bandera estaban sus padres que habían viajado desde Mendoza para verlo. La mentira de la rueda de carro no prosperó porque había demasiados testigos que hablaron todo el día de la pelea. Hasta los suboficiales lo cargaban a Morán. Era el personaje menos querido del escuadrón vencido por el chiquito pálido que acababa de salir de la enfermería.
Durante el resto de mi estadía en granaderos cada vez que tenía alguna fricción con alguno de mis compañeros grandotes me miraban desafiantes y me decían invariablemente: "Mirá que yo no soy Morán, eh!" la frase era tan repetida que parecía un slogan publicitario. Ellos no se imaginaban el miedo que me metía escucharla. Yo sabía perfectamente que ninguno de ellos sería tan torpe y vulnerable como el furriel. Y no tenía ningún interés en que me lo demostraran.
Hubo una excepción que me avergüenza un poco: un tucumano bastante payaso que si bien era mucho más alto que yo no inspiraba mucho miedo. Me provocó una noche en que no estaba el horno para bollos. Era un domingo en que no tuve franco. Había recibido la visita de un amigo muy cercano que me había robado una novia unos meses antes. Yo seguía enamorado de la chica y el me visitó y me contó que ella le había hecho la vida imposible, que se drogaba, que le metía los cuernos abiertamente, que lo humillaba cada vez que podía... que era cruel y loca. Hasta llegó a decir una frase que me quedó grabada como el colmo de su estupidez: "Te hice un favor al librarte de ella".
Me fui a dormir, ni bien nos lo autorizaron, con la intención de desaparecer. Pero el tucumano, a tres camas de la mía, estaba de buen humor y gritaba payasadas en la oscuridad que eran festejadas con risotadas por parte de algunos otros. Al rato le pedí que se callara y se burló de mí. Un rato después volví a pedirle y me dijo que me callara yo. La tercera vez yo estaba acumulando impaciencia y con todo el resentimiento y la amargura que traía le dije que si no se callaba lo iba a cagar a piñas. Se burló, me desafió y como tantos otros me dijo en su tonada tucumana que él no era Morán. No recuerdo los detalles pero unos minutos después varios de nuestros compañeros estaban armando un ring con unas varillas que esperaban para ser colocadas como zócalos. El pobre tucumano se vio envuelto en una fiesta en la que se alegraba de ser protagonista y no paraba de burlarse y amenazarme. Yo estaba furioso, pero mi enojo era importado, él no tenía tanto que ver. Cuando empezó la pelea no le dejé oportunidad. Lo usé de punching ball. Le pegué a repetición sin darle una chance. Una voz más civilizada adentro de mí me decía que había algo de inmoral en pegarle a este flacucho. Durante un rato no la escuché... pero al final paré. Cuando el tucumano pudo volver a hablar vino a quejarse de que le hubiese pegado, que no tenía por qué, y otros argumentos tan incomprensibles para mi marco teórico que no he podido recordarlos. El tipo era gracioso hasta cuando hablaba en serio. Era de tez oscura, pero al día siguiente el oscuro era más intenso. Me daba un poco de vergüenza.
Guantay
Guantay era otro de los pocos suboficiales principales que había, como Froy, y compartía su habitación aunque la usaba poco. También me compartían a mí. Era un salteño petiso y bravo de orgullosos rasgos coyas y piernas combadas, que gozaba de una posición de privilegio porque era un gran jinete y profesor de salto de los oficiales de caballería. Amaba las peleas de gallos, el whisky y la noche en general. Me tocaba acompañarlo en la pista de salto mientras el daba indicaciones a los jinetes, cebándole mate. Como tomaba con azúcar yo inventé el recurso de meter el azúcar en el agua, adentro del termo. Un día un teniente coronel que estaba tomando clase con él me aceptó un mate y cuando sintió que era dulce lo miró a Guantay y le dijo "Tomás yerba dulce! Que sos, inglés?! jaja!" Guantay avergonzado me echó la culpa a mí sin dudarlo: "...el milico este!" dijo con desprecio.
Es una buena experiencia, para un tipo de clase media alta y ciertos privilegios como yo, la de ser despreciado por pertenecer a una determinada categoría, en este caso la de soldado raso. La sensación de ser moneda entre billetes. La de no merecer respeto por definición. Yo, obviamente trataba bien a mis superiores, pero no confiaba mucho en ellos porque sabía que ellos no me valoraban... yo, y todos los soldados, éramos un recurso abundante y a su disposición por el que no debían hacer ningún esfuerzo. Podían tener cierta consideración por nosotros, como el ganadero cuida sus vacas pero no mucho más. He visto a gente de clase baja con la que tuve relación por trabajo muchos años después, mirarme con una expresión que es la misma con que yo miraba a los oficiales... inspirada en una distancia insalvable. Obviamente mucho después he conocido oficiales desde mi condición de civil y la relación es otra.
Guantay tenía fama de pendenciero y se notaba como lo trataban con cierto respeto hasta sus pares. Me llegó la historia de que una vez lo paró la policía por exceso de velocidad en la ruta dos camino a Mar del Plata. Se peleó con cuatro agentes y no podían controlarlo.
Pasado el año 2000 conocí en los Esteros del Iberá al hijo de un abogado que lo defendió en esa ocasión. Me enteré también de su muerte. Aparentemente el alcohol lo ponía violento y le pegaba a su mujer hasta que, un día, su propia hija lo mató de un tiro en defensa de la madre.
Un par de meses después de salir de la enfermería dejé de tener el privilegio de no hacer las tareas que hacían los demás y me asignaron un caballo, el trece, que para hacer honor a su nombre había mandado a un soldado al hospital. Además empecé a hacer guardias al aire libre y en las caballerizas durante la noche. Fue en esa época que ocurrió la siguiente anécdota que se transformó en un cuento que escribí para Taz, el amigo de mi hijo Mateo y padrino de mi hijo Sancho, una vez que él andaba con mal de amores:
La manta sobre los hombros
El sargento primero Gil daba miedo. Medía casi dos metros y tenía un vozarrón que dejaba olor a cadáver en los rincones. Era malo. Conducir un escuadrón de Granaderos requiere ser malo, pero él no lo hacía por necesidad, le salía natural. Junto con esa maldad había una vocación por hacer las cosas bien. Quería que los caballos del Escuadrón Río Bamba fueran los mejores del regimiento y ser reconocido por ello. Entonces cuando íbamos a buscar los fardos de alfalfa al depósito, no llevaba dos o tres soldados sino diez, y teníamos instrucciones de que cuando el sargento del depósito dijera ya está, siguiéramos sacando dos o tres fardos cada uno. El sargento se enojaba, pero qué iba a hacer. El resultado era que nuestros caballos estaban mejor alimentados que los demás. Mejor rasqueteados y cepillados también, porque nos dejaba sin francos ante la menor excusa y nos ponía a limpiarlos.
Por las noches cuando hacíamos guardias en las caballerizas nos daba precisas instrucciones de agarrar fardos y meterlos en los piletones para mojarlos bien y dárselos a los caballos. Yo disfrutaba de eso. Era mejor darles de comer que ser presa del sueño y sostener esa batalla interminable con el cabeceo y el miedo a ir preso por que lo sorprendieran a uno dormido en el puesto.
En invierno era duro. Al amanecer hacía mucho frío. Nos llevábamos la manta de la cama como una especie de poncho adicional. El frío era un compañero fiel.
Yo no sabía mucho de caballos, pero allí aprendí algunas de sus costumbres. Les gusta rascarse mutuamente cruzando las cabezas y mordiéndose el cuello uno a otro, con el que tienen en el box de al lado. Luego he visto fotos y cuadros de esta posición espejada en que se masajean recíprocamente. Habiéndolos visto hacer esto muchas veces, una noche se me ocurrió ser uno de ellos. Me cubrí la espalda con la manta doblada por si mordían demasiado fuerte y empecé a rascarle el cuello a uno de los que solía prestarse a estas prácticas. No habían pasado diez segundos cuando empezó a masajear mi espalda con sus mordidas. Estaban al borde de ser dolorosas, pero eran soportables. No podía creer que lo había logrado… era uno de ellos. El masaje era realmente bueno y la sensación de logro todavía mejor. Me aceptaban. Mi idea había funcionado. Para que se entienda lo que eso significaba para mí es útil conocer algunos antecedentes: Me había enamorado de forma arrasadora de una chica, un par de meses antes de empezar el servicio militar y durante un breve viaje que me sacó de la ciudad por dos días el que consideraba mi mejor amigo la sedujo y alejó de mí. Con la vida desbaratada ingresé a la colimba. A los pocos días, en la instrucción contraje neumonía y estuve un mes en el hospital militar donde mi fiebre llegaba con frecuencia a los cuarenta y un grados para caer luego precipitosamente gracias unas dolorosísimos inyecciones y dejarme en una cama empapada tiritando de frío. En treinta días y una recaída de otros doce perdí diez kilos y el aspecto que había tenido hasta entonces.
Mi cuerpo y mi alma estaban dando los primeros e inseguros pasos cuando estos caballos me recibieron en su cofradía de masajistas sin manos… Si para algo sirve el servicio militar es para que uno se haga muchas preguntas nuevas sobre la felicidad y los factores que ayudan a lograrla o sentirla.
Se puede decir que esa noche, en la soledad que brinda la compañía de animales, yo estaba animándome a pisar un terreno firme y había recuperado algo que tentativamente podría llamarse fortaleza.
Pero de pronto ocurrió aquello.
En el medio del excelente masaje el caballo movió un poco la manta que me había puesto como una capa sobre la espalda y la tomé como de las solapas para acomodarla. Fue como si en el medio de un vuelo sereno un avión encontrase un pozo de aire demoledor. Súbitamente se desmoronó toda mi estructura y caí en un dolor y una depresión inexplicables. Me alejé de ese box y como pude seguí mi vida.
Soy del tipo de personas que pueden resistir mejor lo que les pasa si encuentran una explicación. Así es que no paré de preguntarme qué había ocurrido. Hasta que dos días más tarde mientras volvía del comedor, hacia los piletones para lavar mi plato me vino la imagen. Entendí exactamente por qué en aquél instante preciso, dos noches antes, me habían atropellado el dolor y el vacío brutalmente transformándome en una bolsa de huesos rotos sin capacidad de orden alguno.
La historia se remonta a un día en que un esta chica que aún estaba en el colegio secundario me dijo que estaba enamorada de mí. Yo era cuatro o cinco años mayor y estaba saliendo ya con otras dos, con lo cual, si bien me sentí tentado de avanzar ya que era muy linda e inteligente, me hice el héroe y con la intención de proteger su inocencia le dije que lo nuestro era imposible. La volví a ver al poco tiempo porque estuvo saliendo con un amigo mío que para colmo era mayor que yo. Y cuando eso se acabó, una noche en que debía ir a un casamiento de una compañera de facultad, la invité a ir conmigo. Era al sur de la ciudad, en un barrio totalmente desconocido para, mí a casi una hora de taxi. Tuvimos que caminar un par de cuadras porque la calle de tierra estaba empantanada y el chofer no quiso ensuciar el auto. Era invierno y ella estaba de largo así que le presté mi saco. No recuerdo qué le dije, porque el impacto de su respuesta encandiló todo el contexto y sólo recuerdo lo que dijo ella. Tenía mi saco puesto sin haber pasado los brazos por las mangas. Sus manos aparecieron por adelante para tomar las solapas desde adentro, acomodándoselo mejor sobre los hombros y evitando que se abriese. – Mirá, Boy, vos no te vas a enamorar de mí y yo no voy a volver a enamorarme de vos…. (El resto de la frase se fue por el túnel del olvido a donde va todo lo que no es de vida o muerte).
Al acomodarme la manta sobre los hombros bajo los mordiscones del caballo yo había hecho el mismo gesto.
No creo en el amor. No creo en la mujer ideal. Ni en las almas gemelas, ni en que nadie haya nacido el uno para el otro, ni en que no existen las casualidades, ni que el destino nos iba a unir, ni en absolutamente nada de esas cosas que hacen exitosas a las películas.
Pero sí se que en ese momento, fui la mariposa que un coleccionista atravesó con su alfiler para dejarla allí y cerrar el álbum.
Hoy se sabe que en el Sahara hubo bosques tropicales pletóricos de vida. La Naturaleza cruel los borró sin miramientos. Y millones de diarios apasionados de generaciones y generaciones de chicas de quince años que morían de amor terminan inexorablemente en los basurales pisoteados por topadoras, inmersos en el ácido olor a vómito de la ciudad.
Pero esa frase de Patricia iba a sobrevivir para aparecer nuevamente en el Regimiento de Granaderos a Caballo cuando abrí la canilla para lavar mi plato a las ocho menos cuarto de un martes de invierno de 1975. Cuando entendí que el gesto de acomodar la manta había desencadenado mi derrumbe.
Suárez me dijo vamos a la cantina y por no contestar, por no abrir la boca, porque no podía hacer casi nada, fui con él. Caminamos los ciento veinte metros en silencio, creo.
Nos sentamos contra la pared, frente al televisor. Yo estaba pensando cómo cuando explota la flor y vuela el polen no hay magia que valga. El noticiero mostraba a Isabel Perón recibiendo un regalo de una chica en guardapolvo. Yo pensaba que el polen era como los puñales que lanzan los asesinos pero sin asesino. Se te clava y cagaste, pensaba yo. No hay magia. Esas cosas ocurren al azar.
En ese momento se apagó el televisor porque ya era hora de dormir. Tardé en reconocer mi cara reflejada en la pantalla negra. Atrás, por encima de mí, pendía el mapa de la Argentina. Invertido como se ven las cosas en los espejos, como estaría siempre desde el momento en que me enterrasen y lo viera desde el otro lado… mi punto de vista bajo la superficie.
Fin del cuento
Los humanos tenemos algunas cosas que son obviamente perfectibles. Una de ellas es nuestra incapacidad de dominar el sueño aún en circunstancias de vida o muerte. Es ridículo que alguien se duerma al volante de un auto en la ruta y se mate, pero ocurre. Durante el servicio militar pensé mucho en ese tema: hacer guardias nocturnas con un fusil al hombro y con el riesgo de ir al calabozo por dormitar un minuto es una verdadera tortura. Una vez me tocó hacer guardia en un puesto interno en Granaderos, sobre la calle que pasaba por el frente de todas las cuadras donde dormían los soldados, bajo un árbol. Era la última guardia de la noche, la más difícil, de cuatro a seis. Empecé a quedarme dormido parado y me despertaba cuando se me doblaban las rodillas. Para despertarme hacía saltos de rana y trotes en el lugar. Pero ni bien me quedaba quieto volvía da voltearme el sueño. Ahí experimenté la primera alucinación de mi vida, que no fue otra cosa que soñar con los ojos abiertos. A diez metros de mí había unos arbustos bajos, tres o cuatro. Los vi transformarse en personas y ponerse de pie. Eso me despertó. Ya faltaba poco para que se cumplieran las dos horas. De pronto veo un soldado caminando por la vereda de las cuadras hacia mi lado. Ese era de verdad. Yo estaba bien despierto. Cumplí con mi deber: le grité "Alto! Quién vive?" pero no hizo alto ni respondió. Estaba a unos cuarenta metros y avanzando. Volví a preguntar y cargué el FAL como indica el procedimiento. Pero no se detuvo paró ni contestó. Entonces, hice lo que había que hacer: un tiro al aire. Estaba bajo un árbol asique me llovieron, unos segundos después, pedazos de ramitas sobre la cabeza. Al rato llegó corriendo el retén, un grupo de soldados de guardia liderados, casualmente, por Guantay que era el jefe de guardia esa noche. Me preguntó qué había pasado y le expliqué. Buscaron el soldado pero no lo encontraron.
Al día siguiente me hizo llamar el teniente primero Ortiz. Un oficial bastante paquete que era bueno en salto y un día nos enseño modales en la mesa a todos los soldados argumentando que un caballero se reconoce en la mesa. Estaba a cargo de inteligencia. Por primera vez accedí a las oficinas del edificio principal. Me hicieron pasar y él me esperaba del otro lado de su escritorio.
Me dijo estas exactas palabras: "Vaya pensando de dónde salió ese soldado que usted dice que vio anoche!" No esperó respuesta y me despachó. Parecía un chiste sobre la inteligencia del servicio de inteligencia. Nunca más me preguntaron nada. Pero después me enteré que sospechaban que yo había pretendido crear el caos. No olvidemos que eran tiempos en que la guerrilla atacaba regimientos y tomaba pueblos y comisarías. Unos días antes desde el cercano regimiento de Patricios se había disparado infinidad de tiros hacia un edificio en construcción cercano en lo que aparentemente fue una falsa alarma. Algunos interpretaban que había un intento de crear pánico y desorden. Creo que ese fue uno de los dos principales motivos por los cuáles unos meses después me sacaron del regimiento de Granaderos y me mandaron a la Patagonia por "sospechoso de guerrillero". El otro motivo fue el soldado Álvarez, compañero mío del escuadrón Rio Bamba. Así como yo era asistente del suboficial de mayor rango del escuadrón, él era asistente del oficial de mayor rango. Y a veces estábamos los dos por ahí sentados cuando todos los demás se habían ido a hacer alguna cosa. Cuando el escuadrón Riobamba estaba de guardia en la Casa Rosada, su jefe, el Capitán Salaberry, era quien, recibía a Isabel Perón al frente de los granaderos cada mañana. Álvarez y yo estábamos tomando mate y se me ocurrió decirle "Será peronista Salaverry? Porque imaginate si es Gorila, la poca gracia que le debe hacer tener que saludarla cada mañana..." Álvarez fue y le dijo al capitán que yo estaba preguntando por su afiliación política. Salaverry le dijo a Froy y Froy me dijo que me dejara de hablar boludeces... que él me había defendido porque sabía que yo no andaba en nada raro pero que cerrara la boca. A los pocos días me mandaron a pintar unos escudos de chapa que se usaban para decorar la pista de salto. Mientras pintaba se acercó el teniente Giribone a conversar. Me habló de una confabulación de judíos que querían tomar la Patagonia y usar la Antártida como frigorífico. La idea era tan absurda que no pude evitar decirle "¿A usted le parece, teniente? Me parece que la energía necesaria para ir hasta la Antártida y volver es más que la que requiere montar un frigorífico en otro lugar más accesible..." Tiempo después me di cuenta que estaba ahí para verificar si yo era un potencial guerrillero. Su opinión no debe haber sido muy favorable porque finalmente me incluyeron en una lista de granaderos que fueron enviados a otros destinos. Entrevistaron al portero de mi casa y no sé que más hicieron pero la cosa es que finalmente fui a parar a Comodoro Rivadavia. Mis padres quisieron saber qué pasaba y tuvieron una entrevista con el segundo jefe del regimiento. Les dijo que uno de los motivos era que yo me había peleado con Morán, el furriel, quien estaba sospechado de ser guerrillero. A él también lo relocalizaron creo que en Entre Ríos.
El teniente primero Tonellier, otro que se la pasaba saltando a caballo me dijo que no me preocupara que él iba a avisar al regimiento de Comodoro Rivadavia que yo era confiable. Nunca avisó nada. Me lo encontré un día caminando por el centro varios años después cuando yo trabajaba en una agencia de publicidad. Lo saludé con cariño y nostalgia. Nunca les guardé rencor, a ninguno de ellos. Siempre pensé que estaban tratando de cumplir su deber. Me dijo que se había retirado de las fuerzas armadas. Le pregunté qué hacía y me dijo que estaba en publicidad. Yo también! le dije. Y le pregunté qué hacía. Ahí me di cuenta que estaba mintiendo y que estaba asustado. Que quería terminar el diálogo lo antes posible y alejarse de mí. Quién sabe de qué culpas que yo no me imaginaba temía represalias.
Una inocencia rayana en la idiotez me mantuvo siempre a salvo de la paranoia. Alrededor de mí había una guerra en que participaban montoneros, ERP, FAP FAR, las fuerzas armadas, los paramilitares, la triple A… y yo apenas me enteraba. Cuando llegué al Regimiento de Infantería RI8 de Comodoro un viernes a la noche me dijeron que debía esperar al lunes para ingresar, con lo cual dormí tres noches en la guardia vestido de civil, con mi saco Harris Tweed. El lunes me pasaron a una compañía de infantería y el teniente a cargo me presentó ante todos los soldados con un discurso del que recuerdo textualmente una frase: “…Les repito los que les dije ayer sobre no poner la mano en el fuego por nadie, especialmente en el caso de este soldado que no mereció la confianza del regimiento de Granaderos a Caballo!” Yo sentía que era el protagonista de una esas películas de renegados del sur en la guerra civil en que a los protagonistas los degradan deshonrosamente (aunque injustamente) les cortan las charreteras en acto público. No me quedaba otra imagen que la ficción ya que nunca había vivido nada ni remotamente parecido en la realidad.
Terminada la ceremonia en que se expuso mi peligrosidad públicamente me informaron cuál era mi cama y me dispuse a recibir mi ropa y deshacerme de la ropa de civil que se llevaron en una bolsa blanca al depósito. Mientras ordenaba mi ropero y hacía la cama nadie se acercaba ni me hablaba. De nuevo me resultó interesante ser como un leproso durante un rato, experimentar ser alguien que no he sido nunca. Un rato después se aproximaron dos tipos: El Piojo y Miño. Se identificaban conmigo porque eran un delincuente y un transgresor. Mi mejor amigo, de ahí en más, fue el delincuente. Un tipo que medía poco más de uno sesenta, que en vez de muelas tenía unos cráteres negros en las encías donde las caries habían comido hasta el hueso. Que mostraba con orgullo una cicatriz de un balazo en el pecho por dónde había salido la bala que un amigo, también chorro, le pegara, sin querer, por la espalda en una noche de borrachera. El Piojo y yo nos hicimos inseparables. No había nada que hacer en todo el día con lo cual nos pasábamos horas conversando. En un franco lo llevé a conocer el mar, que nunca había visto en su vida. No se animó a acercarse. Le daba terror ver esa cosa que se movía con unas pequeñas olas subían y bajaban el nivel del agua pero que apenas rompían. Estábamos yendo a dedo a un pueblo cercano a bailar… Cercano en la Patagonia quiere decir ciento veinte kilómetros o quizás más. Creo que era Pico Truncado. Y un camión que nos había levantado nos dejó en medio de la ruta porque iba a juntar canto rodado de la playa. Entonces aproveché y lo llevé al Piojo a que viera de cerca el océano. Había, en medio de la nada, un viejo muelle derruido y cubierto de mejillones, absolutamente negro y brillante, que era cubierto y descubierto parcialmente por el flujo y reflujo del mar. El cielo gris le daba a todo una luminosidad intensa, y yo llevaba un ramo de margaritas que había juntado para una especie de novia que tenía en aquel pueblo. Era tal la intensidad del color negro de los mejillones en contraste con mis flores que no pude resistirme y las dejé flotando en uno de los charcos que se habían formado en el muelle. Cuando trate de empujar al Piojo para que avanzara sobre el muelle hacia el mar le agarró pánico y se puso como loco… un tipo que había robado a mano armada y quién sabe qué peligros habría enfrentado parecía un niño.
Aprendí de él todo lo que se puede saber de ser chorro sin serlo. Dominé el lunfardo a la perfección, los códigos de conducta en la cárcel y fuera de ella, el idioma de señas, a abrazar a la gente para saber si estaban armados… y a usar la cabeza para golpear sorpresivamente la cara del contrincante en una pelea.
Un día le avisaron al Piojo que tenía visita. Estábamos en medio del desierto a once kilómetros de la ciudad de Comodoro Rivadavia. Es decir a dos mil kilómetros de la villa miseria en los suburbios de Buenos Aires donde el Piojo tenía sus amigos. A él le pareció raro y me pidió que lo acompañara a la guardia. Era el Cardo, otro delincuente de apellido Cardozo que huyendo de un hecho había enfilado para la Patagonia con la intención de visitar al Piojo. Nos sentamos los tres en piso del desierto y el Cardo narró en lunfardo los acontecimientos que habían derivado en su viaje y su visita. Hablaron entre ellos un rato hasta que yo decidí participar. El Cardo me miró un instante preocupado y después lo miró al Piojo y le dijo “Se escurrió?” Que en lunfardo quiere decir “Entendió?” Y el Piojo extendió la mano con la palma para abajo para tranquilizarlo y dijo “No pasa nada” que equivalía a decir que yo era uno de ellos. Sentí que era la ceremonia de mi graduación como hampón. Sin embargo yo no era uno de ellos. Yo fantaseaba con poner en aquella villa del Piojo un club de Box o algún otro deporte que le diera a estos delincuentes juveniles otra manera de encausar sus hormonas y lograr reconocimiento sin andar robando y matando. Al salir de la colimba lo intenté, pero era sin duda una empresa que superaba ampliamente mi capacidad de realización. Fui dos o tres veces a la villa, de nuevo con mi saco Harris Tweed. Y me reuní con los amigos del piojo, una banda de delincuentes alcohólicos sin mucho margen para la recuperación. Una de las veces fuimos a ver un partido de futbol en la canchita de la villa. Al terminar el segundo tiempo el Cardo que tenía pedo agresivo caminó derecho al réferi y lo surtió de una interesante trompada en la cara. La última vez que lo vi, el Piojo estaba más aburguesado. Se había juntado con la hija de un panadero con lo cual no le faltaba plata. Leía el diario de punta a punta. Estaba enterado de todo. Después le perdí el rastro, pero alguien me dijo que a fines de los años noventa estaba de asesor del intendente de Vicente López. No me extrañaría. Creo que mi interés por él residía en que me abría un mundo que me era desconocido pero que lo hacía con inteligencia y con vocación, porque yo a mi vez le mostraba la otra cara de la moneda que le era desconocida pero sobre el cuál parecía tener curiosidad.
En aquella compañía casi todos eran de clase muy baja e inculta. Solo seis o siete de doscientos habían terminado la secundaria. Y un par estábamos en la facultad. En el 2011 a raíz de que me entrevistaron por televisión, el furriel de aquella compañía, que a diferencia de Morán, era un caballero, me buscó en internet y se puso en contacto conmigo y me dio el gusto de venir a mi casa para la gran fiesta que hice cuando mi cumpleaños ocurrió en la mágica fecha 11 del 11 del 11. Hacía más de treinta y cinco años que no nos veíamos. Él era el único judío de la compañía. El reencuentro fue un placer. Tanto él como su mujer son psicólogos y fue muy interesante charlar de aquella locura que habíamos compartido tantos años atrás en Comodoro.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home