Hablemos de Otra Cosa
La voz que no me abandona desde que empezó el soliloquio de
mi vida ha llegado a un callejón sin salida. Me he cansado de hablarme de mí
mismo. De lo que hago, de lo que logro, de lo que soy, de lo que me pasa.
Entonces voy a contar mi vida y cuando ponga el punto final espero
que nazca otro. Y que hablemos de otra cosa. No sé de qué. Como no saben algunos futbolistas qué harán
cuando cuelguen los botines. La sola perspectiva de que sea otra cosa me entusiasma.
Cabe aclarar que no tengo intenciones de decir la verdad sino abrir el dique de mi
memoria y dejar que fluya lo que quedó ahí, como yo lo recuerdo, o como me
guste contarlo, aunque diste de la realidad. Con esto libero de culpas a las
personas que mencione que sin duda tendrán versiones diferentes de las cosas
que cuente. Me pasa a menudo con los que fueron mis compañeros de colegio: recordamos
algunos hechos de la infancia de forma
muy diferente y no hay manera de saber qué es verdad y qué no.
Mi recuerdo más
lejano es de los tres años de edad. Estoy gateando a escondidas junto a mi
hermano Luis, cinco años mayor que yo, para atacar a mi padre que está leyendo
el diario en un sillón del living de nuestro departamento de Callao y Libertador.
Mi hermano lleva un revolver construido con
un broche de colgar ropa, una ballenita de cuello de camisa y una gomita. El arma
es capaz
de lanzar un grano de arroz unos dos o tres metros. Me parece recordar que mi padre sabe que
lo estamos acechando pero disimula. Esa sonrisa reprimida, que todavía estoy viendo en su cara, no puede
ser un recuerdo real. Sería raro que a esa edad yo percibiera eso. Picasso dijo
“no pinto lo que veo, pinto lo que sé”. Mi memoria pinta lo que le da la gana.
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