Sunday, December 22, 2013

La Manta Sobre los Hombros

                                                                                                                              para Taz

El sargento primero Gil daba miedo. Medía casi dos metros y tenía un vozarrón que dejaba olor a cadáver en los rincones. Era malo. Conducir un escuadrón de Granaderos requiere  ser malo, pero él no lo hacía por necesidad, le salía natural. Junto con esa maldad había una vocación por hacer las cosas bien. Quería que los caballos del Escuadrón Río Bamba fueran los mejores del regimiento y ser reconocido por ello. Entonces cuando íbamos a  buscar los fardos de alfalfa al depósito, no llevaba dos o tres soldados sino diez, y teníamos instrucciones de que cuando el sargento del depósito dijera ya está, siguiéramos sacando dos o tres fardos cada uno. El sargento se enojaba, pero qué iba a hacer. El resultado era que nuestros caballos estaban mejor alimentados que los demás. Mejor rasqueteados y cepillados también, porque nos dejaba sin francos ante la menor excusa y nos ponía a limpiarlos.

Por las noches cuando hacíamos guardias en las caballerizas nos daba precisas instrucciones de agarrar fardos y meterlos en los piletones  para mojarlos bien y dárselos a los caballos. Yo disfrutaba de eso. Era mejor darles de comer que ser presa del sueño y sostener esa batalla interminable con el cabeceo y el miedo a ir preso por que lo sorprendieran a uno dormido en el puesto.

En invierno era duro. Al amanecer hacía mucho frío. Nos llevábamos la manta de la cama como una especie de poncho adicional. El frío era un compañero fiel.

Yo no sabía mucho de caballos, pero allí aprendí algunas de sus costumbres. Les gusta rascarse mutuamente cruzando las cabezas y mordiéndose el cuello uno a otro, con el que tienen en el box de al lado. Luego he visto fotos y cuadros de esta posición espejada en que se masajean recíprocamente.  Habiéndolos visto hacer esto muchas veces, una noche se me ocurrió ser uno de ellos. Me cubrí la espalda con la manta doblada  por si mordían  demasiado fuerte y empecé a rascarle el cuello a uno de los que solía prestarse a estas prácticas. No habían pasado diez segundos cuando empezó a masajear mi espalda con sus mordidas. Estaban al borde de ser dolorosas, pero eran soportables. No podía creer que lo había logrado… era uno de ellos. El masaje era realmente bueno y la sensación de  logro todavía mejor. Me aceptaban. Mi idea había funcionado. Para que se entienda lo que eso significaba para mí  es útil conocer algunos antecedentes: Me había enamorado de forma arrasadora de una chica, un par de meses antes de empezar el servicio militar y durante un breve viaje que me sacó de la ciudad por dos días el que consideraba mi mejor amigo la sedujo y alejó de mí. Con la vida desbaratada ingresé a la colimba. A los pocos días, en la instrucción contraje neumonía y estuve un mes en el hospital militar donde  mi fiebre llegaba con frecuencia a los cuarenta y un grados para caer  luego precipitosamente  gracias unas dolorosísimos  inyecciones y dejarme  en una cama empapada tiritando de frío. En treinta días y una recaída de otros doce perdí diez kilos y el aspecto que había tenido hasta entonces.

Mi cuerpo y mi alma estaban dando los primeros e inseguros pasos cuando estos caballos me recibieron en su cofradía de masajistas sin manos… Si para algo sirve el servicio militar es para que uno se haga muchas preguntas nuevas sobre la felicidad y los factores que ayudan a lograrla o sentirla.

Se puede decir que esa noche, en la soledad que brinda la compañía de animales, yo estaba animándome a pisar  un terreno firme y había recuperado algo que me tentativamente podría llamarse fortaleza.

Pero de pronto ocurrió aquello.

En el medio del excelente masaje el caballo movió un poco la manta que me había puesto como una capa sobre la espalda y la tomé como de las solapas para acomodarla. Fue como si en el medio de un vuelo sereno un avión encontrase un pozo de aire demoledor. Súbitamente se desmoronó toda mi estructura y caí en un dolor y una depresión inexplicables. Me alejé de ese box y como  pude seguí mi vida.

Soy del tipo de personas que pueden resistir mejor lo que les pasa si encuentran una explicación. Así es que no paré de preguntarme qué había ocurrido. Hasta que dos días más tarde mientras volvía del comedor, hacia los piletones para lavar mi plato me vino la imagen. Entendí exactamente por qué en aquél  instante preciso, dos noches antes,  me habían atropellado el dolor y el vacío brutalmente transformándome en una bolsa de huesos rotos sin capacidad de orden alguno.

 

La historia se remonta a un día en que un esta chica que aún estaba en el colegio secundario me dijo que estaba enamorada de mí. Yo era cuatro o cinco años mayor y estaba saliendo ya con otras dos, con lo cual, si bien me sentí tentado de avanzar ya que era muy linda e inteligente, me hice el héroe y con la intención de proteger su inocencia le dije que lo nuestro era imposible. La volví a ver al poco tiempo porque estuvo saliendo con un amigo mío que para colmo era mayor que yo. Y cuando eso se acabó, una noche en que debía ir a un casamiento de una compañera de facultad, la invité a ir conmigo. Era al sur de la ciudad, en un barrio totalmente desconocido para mí a casi una hora de taxi. Tuvimos que caminar un par de cuadras porque la calle de tierra estaba empantanada y el chofer no quiso ensuciar el auto. Era invierno y ella estaba de largo así que le presté  mi saco. No recuerdo qué le dije, porque el impacto de su respuesta encandiló todo el contexto y sólo recuerdo lo que dijo ella.  Tenía mi saco puesto sin haber pasado los brazos por las mangas. Sus manos aparecieron por adelante para tomar  las solapas desde adentro, acomodándoselo mejor sobre los hombros y evitando que se abriese.  – Mirá, Boy, vos no te vas a enamorar de mí y yo no voy a volver a enamorarme de vos…. (El resto de la frase se fue por el túnel del olvido a donde va todo lo que no es de vida o muerte).

Al acomodarme la manta sobre los hombros bajo los mordiscones del caballo yo había hecho el mismo gesto.

No creo en el amor. No creo en la mujer ideal. Ni en las almas gemelas, ni en que nadie haya nacido el uno para el otro, ni en que no existen las casualidades, ni que el destino nos iba a unir, ni en absolutamente nada de esas cosas que hacen exitosas a las películas.

Pero sí se que en ese momento, fui la mariposa que un coleccionista atravesó con su alfiler para dejarla allí y cerrar el álbum.

Hoy se sabe que en el Sahara hubo bosques tropicales pletóricos de vida. La Naturaleza cruel los borró sin miramientos. Y millones de diarios apasionados de generaciones  y generaciones de chicas de quince años que morían de amor terminan inexorablemente  en los basurales pisoteados por topadoras,  inmersos en el ácido olor a vómito de la ciudad.

Pero esa frase de Patricia iba a sobrevivir para aparecer nuevamente en el Regimiento de Granaderos a Caballo cuando abrí la canilla par lavar mi plato a las ocho menos cuarto de un martes de invierno de 1975. Cuando entendí que el gesto de acomodar la manta había desencadenado mi derrumbe sin darme tiempo a entender qué había pasado. 

Suárez me dijo vamos a la cantina y por no contestar, por no abrir la boca, porque no podía hacer casi nada, fui con él. Caminamos los ciento veinte metros en silencio, creo.

Nos sentamos contra la pared, frente al televisor. Yo estaba pensando cómo cuando explota la flor y vuela el polen no hay magia que valga. El noticiero mostraba a Isabel Perón recibiendo un regalo de una chica en guardapolvo. Yo pensaba que el polen era como los puñales que lanzan los asesinos pero sin asesino. Se te clava y cagaste, pensaba yo. No hay magia. Esas cosas ocurren al azar.

En ese momento se apagó el televisor porque ya era hora de dormir. Tardé en reconocer mi cara reflejada en la pantalla negra. Atrás, por encima de mí, pendía el mapa de la Argentina.  Invertido como se ven las cosas en los espejos, como estaría siempre desde el momento en que me enterrasen y lo viera desde el otro lado… mi punto de vista bajo la superficie.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3 Comments:

Anonymous Anonymous said...

impecable. un orgullo terrible que sea dedicado a mi. tus historias boy de alguna u otra manera, porque nunca se si las inventas o no, rozan las sensaciones de panico. igual que suerte que fue un recuerdo el que te sorprendio exitandote contra caballos y no el sargento primero gil.

12:29 AM  
Blogger Mateo said...

me encantó. ya conocía la parte de los caballos, pero casi como un mito. leerla tan rodeada de realidad fue como descubrir que mi maestra de primer grado tiene una vida afuera del colegio.

11:04 PM  
Anonymous Silvia Bonetti said...

Me pareció la pieza más bonita escrita en todo lo que va del año.
Además, yo también fui a ese casamiento, doy fe de que es real (en lo que al saco sobre los hombros de Patricia se refiere, lo íntimo no lo sé).
Por último, ¿porqué no me has dedicado un post alguna vez?

1:39 PM  

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