Sunday, April 15, 2007

Escapar para aca

Capítulo tres



La mente profesional de Andrés se centra en los sistemas prescindiendo de los humanos. El hecho de que no haya nadie cerca para pedir ayuda es una mera casualidad. En robótica esta prescindencia es una premisa y un orgullo masónico.
No es fácil pensar viendo caer gatos uno tras otro en un vagón que no tiene más de veinte metros cuadrados. Pero Andrés empieza a hacer cálculos aproximados: están ingresando más o menos de a cien por minuto. En poco más de tres horas se habrán descargado los dieciocho mil quinientos. Si la planta del vagón tiene veinte metros cuadrados, eso significa casi mil gatos por metro cuadrado. Andrés calcula que acomodados uno al lado del otro entrarán cuarenta por metro cuadrado, sin superponerse. Pero mil es mucho más que cuarenta. Mil implica cerca de veinte capas de gatos, una sobre la otra... que a quince centímetros por capa suman dos metros y medio de alto o tres... más o menos hasta el techo del vagón.
Yo conocí a Andrés unos años después de que pasara por esta experiencia. Me la contó detalle por detalle. Lamento no haber tenido un grabador. Tan perfecta parecía ser su recolección de los hechos que me imagino su cerebro en un estado de hipersensibilidad y superactividad en la que todo era visto con lupa y resaltado. Me imagino a su sistema de memoria borrando cualquier cosa preexistente para dar prioridad a lo que estaba viviendo en ese instante. Recuerdo por ejemplo que me contó la caída de los primeros veinte gatos. No la de dos o tres al azar que recordara porque hubiesen sido llamativas... no, una por una, en el orden en que ocurrieron como si fuese Funes el memorioso. Me contaba el color de cada animal, su estado físico, su temperamento, sus distintas reacciones. Para mí, al principio del relato los gatos eran simplemente gatos, uno o mil. Pero él recordaba cada detalle y nada era igual a otra cosa. Yo he tenido momentos intensos en mi vida. Hechos que me revelaron una nueva visión de las cosas. Pero he tenido unos cuántos, y si bien los recuerdo con precisión, nada se parece a la intensidad de Andrés y su vagón de gatos. Es como si él hubiese tenido un solo hecho revelador en su vida y hubiese concentrado allí toda la energía vital que un ser humano puede acumular.
Andrés buscó soluciones. Se preguntó cómo podía frenar la cinta transportadora y probó varios caminos. Lo primero fue tratar de abrir el respirador para accionar el seguro que detendría todo movimiento. La manija rota estaba fuera de su alcance, pero quizá encontrara algún elemento para meter en esa rendija. Los bebederos y comederos eran unas canaletas largas que como zócalos recorrían los bordes del vagón. Pero no había manera (Andrés hizo un breve intento) de cortar un pedazo con las manos. Llegó a pensar en matar un gato y usar el hueso de una pata, pero prefirió buscar otras vías... Andrés nunca había matado nada y la desagradable perspectiva de usar los dientes para abrir la piel y sacar el hueso hizo que su mente se concentrara en otros intentos y olvidara ese plan.
La mayoría de los gatos llegaban con un aire de enojo y desconfianza y se mantenían alejados de él, pero el hacinamiento iba reduciendo la distancia. Los recién llegados trataban de ubicarse entre los otros pero eran recibidos con zarpazos y maullidos frenéticos. La constante llegada no daba mucho tiempo a nada. Era una macabra combinación de perfección rítmica e impersonal, con feroces enfrentamientos de desquiciados animales. Algunos, no muchos, parecían estar efectivamente enfermos. Quizás lo de la epidemia no era tan irreal después de todo. En ese contexto Andrés trataba de ser racional arrancando a patadas el comedero para ver si lo podía usar como un palo a fin de acceder al abre puertas y frenar la constante llegada de gatos. Habían soldado la chapa al piso pero sólo en cuatro puntos en forma provisoria y unas cuantas patadas soltaron el primero. A esa altura todo el piso del vagón estaba cubierto y cada recién llegado aterrizaba sobre otros pobres bichos armando unos líos interminables. Patear la chapa sin patear la masa de gato se hacía cada vez menos posible. Había heridos pero por lo menos no se veía sangre. Los heridos fueron quizá los primeros que atontados no pudieron evitar que otros se les subieran encima cuando empezó a ser inevitable apilarse en dos niveles. Finalmente Andrés logró despegar el comedero e intentó acercarlo al boquete del techo y sacarlo por allí para frenar la apertura de jaulas. El problema era que los gatos le llovían encima. Y esto se veía agravado por el instinto que tienen de no caer al vacío sino pisar en el objeto más cercano, que en este caso era la cabeza de Andrés, sus hombros o brazos. Yo he tenido gatos y sé muy bien que cuando se asustan no son muy considerados. Sus garras salen para darles mejor tracción y se clavan en lo que sea. Una vez me quedé dormido mirando televisión con el gato acostado sobre mi panza. En la pared por sobre mi cabeza había una cartelera de corcho que había pegado esa tarde con cinta adhesiva bifaz. La cinta no aguantó, el corcho se cayó haciendo ruido con los papeles que arrastraba y asustó al gato. Este pegó un salto desde mi barriga y sus garras dejaron dos profundas cicatrices en mi piel. No quiero ni pensar lo que debe ser recibir este tratamiento al ritmo de cien gatos por minuto.
Andrés decide (una decisión inevitable que toma racionalmente después de llevarla a cabo) abandonar el intento de frenar la apertura de jaulas con el bebedero, que parece imposible, y volver sobre el ventilete. Patearlo hasta que se abra y active el interruptor. La cara y las manos le sangran. Los gatos ya están montados unos sobre otros en casi toda la superficie del vagón y caminar hacia el rincón no es fácil. Es imposible no pisar una pata, una cola y hasta alguna cabeza de vez en cuando. Los quejidos frenéticos se van tornando una absurda repetición. Totalmente previsibles se suman a un coro y ya no parecen tan dramáticos.
Cuando camina hacia el rincón un gato que huye seguramente de alguna pelea se le trepa por el cuerpo y tratando de subirse a su cabeza le araña profundamente la oreja. Con la súbita ira que da el dolor lo manotea y lo lanza contra la pared. Nada cambia. El gato se pierde en el mar de gatos, su queja indistinguible del ruido general. Andrés vive la humillante experiencia de que su ira, su máxima fuerza desatada, demuestre ser insignificante como el bramido de un toro en una tormenta. El dolor persiste. La parte interna de la oreja es sin duda muy sensible y la intensidad tarda en disminuir. Mientras Andrés se acaricia la herida con la mano para darle calor, tratando de calmar la insistente puntada, su mirada está fija en el chorro intermitente de gatos que caen, cada uno a su manera. Cada uno único, aplicando con estilo propio la habilidad felina de caer siempre de pie. Cada uno siendo recibido abajo por diversas reacciones de los que están hace rato o los que acaban de llegar, ya mezclados de forma indistinguible. Apenas hay tiempo de observar la llegada del anterior que ya está llegando el siguiente, con otra curva, otro peso, otro color, otro deseo de supervivencia. En esta seguidilla dispar aparece uno muerto. Sin salto, sin elasticidad, sin felina iracundia. Su tiempo es el mismo, pero a su cuerpo inanimado le basta ese corto segundo para desnudar la geométrica tozudez del sistema robotizado.
El muerto ya ha desaparecido bajo la agitada superficie de lomos y cabezas. Quizá ya haya muchos otros muertos allá abajo, imposible saber. En algunas zonas el nivel es más alto... se está formando el tercer piso. Pero son áreas de mucho conflicto donde hay constantes erupciones. Se intuye que algunos de los de abajo pugnan por salirse de esa posición.
En el aire hay un horrible olor. No es mierda ni pis. Es el olor de la pelea. El olor de la vida, más vertical y vergonzoso, menos entregado que el olor a podrido de lo muerto.
Andrés se abre paso hasta el rincón. Las heridas de la cara y las manos y sobre todo la de la oreja, no han dejado de dolerle. Mira la realidad a través de esta máscara de dolor que siente puesta. Ya no es tan fácil pensar en los gatos como carga. Lo han arañado de arriba abajo. Se están muriendo a sus pies. No paran de caer. Seguirán llegando. Esto quizás no sea trabajo sino algo peor. Esto no debiera estar ocurriendo. Debiera tener una forma de detenerse. Pero sigue. No hay grito o golpe o renuncia que detenga lo que está ocurriendo. El tercer piso ya es un hecho. Nadie lo desea pero es inevitable. Cubre casi todo el vagón. Y genera una constante ola de recambio en todos lados. La pelea se ha generalizado, pero ninguna pelea es a fondo. Los gatos no identifican en otro individuo todo el mal, sólo un mal momentáneo. En cuanto logran estar en el tercer piso, sin alguien arriba, miran desquiciados, el pelo erizado y ojos que son a la vez de asesino y de víctima pero dejan de pelear y se concentran en afirmarse sobre la movediza masa de la segunda capa. Lo absurdo es que están todos así. El enojo, como cualquier forma de comunicación, requiere destinatarios, espectadores... aquí son todos emisores pero ningún receptor. Y siguen llegando.
La caminata de Andrés hacia el rincón del ventilete se hace muy lenta. Está muy alerta a nuevos trepadores. Ha habido varios intentos. En todas las peleas hay gatos que huyen y son mal recibidos a donde llegan, con lo cual la superficie está constantemente surcada de corridas. Frecuentemente esos ven como su salvación treparse a Andrés. Por eso él ahora camina agitando los brazos constantemente a la altura de la cintura y alrededor de su cuerpo. Para parecerse más a una amenaza que a un árbol que sirva de refugio.
Uno de estos gatos que corre hacia él, cambia súbitamente de dirección al asustarse de sus manos y sale disparado en otro sentido, justo en el sentido opuesto al que trae el gato que ingresa desde arriba en ese instante. Sus cabezas suenan, la una contra la otra, con un ruido seco en un choque perfectamente frontal. Algo que uno no imagina ver en animales tan hábiles de refinados movimientos. El que llegaba de arriba era muy blanco. El impacto lo atonta y la masa lo absorbe instantáneamente. Su llegada y su desaparición son un sólo hecho. Lo blanco ya no está.
Andrés arrastra los pies para sacar del camino tres capas de gatos y poder asentar sus plantas directamente sobre el piso libre del vagón. Pero las capas de abajo no se dejan desplazar fácilmente. Los de debajo de todo quizá estén debilitados, atontados por falta de aire o tras ser sometidos por los demás hayan perdido la voluntad de hacer nada... Esto es contradictorio con otra cosa que ha notado: en todos lados parece haber ebulliciones cuando un gato que aceptó quedar abajo súbitamente decide que ya ha sido suficiente y ahora le toca a otro. Talvez por falta de aire o porque pierden la paciencia. Esto mantiene la superficie activa y en movimiento, burbujeando como la lava de un volcán. Lo notable es que se mueven cuando ellos deciden, no tanto por un estímulo externo como pueda ser el pie de Andrés. A veces, incluso cuesta hacerlos reaccionar. Andrés había pensado que quizá toda la capa de abajo ya fuese de muertos... después de todo se suponía que había una epidemia, y si bien él nunca la tomó muy en serio, quizá tuviese algo de cierto. Pero él se resiste a pisarlos. Principalmente porque le da miedo perder pie y caer sobre esa masa de mentes histéricas al mando de crueles garras y filosos dientes. Va arrastrando los pies y pateando para abrirse paso. Y en torno a sus rodillas se arremolinan reacomodamientos de gatos como si entrando al mar una ola le pasara entre las piernas y la espuma corcoveara a su alrededor. Cuando está llegando al rincón un ruido extraño en la máquina abrepuertas le llama la atención. Por un instante no caen gatos. A Andrés se le acelera el corazón. La esperanza de que algo falle lo invade llenando de luz su alma. ¡Un error! ¡Un desperfecto! ¡Algo que no previeron! Una grieta en el sistema. Su ser entero se llena de amor al fracaso. Por el agujero del techo se oye de nuevo el ruido, un chasquido seco en lugar del sonido de la puerta abriéndose y esta vez caen unas astillas de madera. ¡Algo se ha roto! ¡Viva! ¡viva! ¡Parará este infierno insensible! El corazón de Andrés quiere salirse. Pero después de un par de segundos aparece otro gato, y luego otro, al fatídico ritmo de más de uno por segundo. Andrés enseguida ordena los elementos y produce la explicación: han sido dos cajas enganchadas entre si, que no respondieron correctamente, por lo tanto, al mecanismo espaciador. Tal vez fueran las jaulas de dos gatos de la misma familia que alguien ató para que no los separaran. Como consecuencia, quedaron mal colocadas y el dispositivo abrepuertas se enganchó en un barrote fijo de madera, en vez de en la puerta y lo rompió. Eso ocurrió dos veces seguidas... Hay dos gatos cuyo destino será otro. Quizá mueran de sed perdidos entre jaulas vacías, sin que nadie los note. Todo esto lo piensa mirando al boquete cuadrado del techo, a través del que, desde este ángulo, ve solo un pedazo de chapa del cobertizo bajo el cual se cargan los trenes. Allá afuera está la máquina que define el destino, indiferente a la voluntad o los actos de Andrés, pero él no alcanza a verla. El retorno al traqueteo rutinario y al goteo incesante de gatos pone fin al episodio. Hay que aceptar la derrota, sin embargo se ha encendido una esperanza... algo puede fallar. Andrés ha tomado conciencia de lo mucho que desea que esto no esté ocurriendo. Ese fugaz asomo de una esperanza ha destapado todo el miedo que siente. El traqueteo, los maullidos, el dolor, las peleas y corridas, la pestilencia, la falta de aire, el calor, la impotencia, la vergüenza de haber provocado esta situación... todo eso sin descanso hace difícil pensar. Pero ahora tiene claro algo que antes no se animaba a formular. Tiene miedo de morir en este vagón de tren. Cuesta sostener esa idea y a la vez ocuparse de avanzar hacia el ventilete sabiendo que no será fácil abrirlo, que los hierros del ferrocarril no ceden ante manos o pies. Que fueron diseñados por oscuros técnicos ingleses a principios del siglo veinte para que durasen varias generaciones, siempre indiferentes a lo que hicieran los usuarios, ya fueran humanos, animales, vegetales o minerales. Vivos o muertos. Conformes o desesperados.

8 Comments:

Anonymous Anonymous said...

odio ver el número de comentarios en cero asique... eso

Paf

(me operé una sílaba viste? me queda bien, no? ya sé que la pregunta es repetida pero hasta ahora nadie la contestó)

5:20 PM  
Anonymous Anonymous said...

Te hace mucho mas joven la cirujia!!! Y te da, ademas, un aire de "agresion de macho latino" (paf!!!)
Tene en cuenta la posibilidad de que tanto gato, tanto gato, nos puedan dejar mudos. Flor

7:49 AM  
Anonymous Anonymous said...

hhhhhhhheeeeeeeeeuuuuuuuuuuu. come man. pone algo algo.
taz

2:33 PM  
Anonymous Anonymous said...

DONDE ESTA MI CANCHA DE BOCHAS????
Flor

8:48 AM  
Anonymous Anonymous said...

hola pasaba a tomarle el pulso al blog. ahora mismo llamo a mi costurera para que me arregle la banda oscural

un triste taz

3:35 PM  
Anonymous Anonymous said...

esta muerto???
De alguna manera imagine que tanto gato terminaria por ser toxico...Quizas exista una esperanza...

6:32 AM  
Blogger sinonimo said...

folletines misteriosos.
esta historia ya tiene fin. o la estas escribiendo de nuevo?
buena, buena.
como lo ultimo de mat.
si.
bueno bueno.

simon

5:43 PM  
Blogger Boy said...

tiene su finm, mono.
creo que son diez capitulossss
no va a sobrevivir ni un lector

10:20 PM  

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