Saturday, May 05, 2007

Capitulos trocua y quiñones (empacho de letra)

Capítulo cuatro





No me preocupaba realmente que Geranio fuese un loco, pero me interesaba saber que quería decir ese asunto de la muerte que sonaba medio raro. Nos invitamos mutuamente a tomar una cerveza en el coche comedor y retomé allí el tema.

- ¿La muerte está en todos lados? ¿Qué quiere decir con eso?
- En realidad todo está en todos lados. Nosotros vemos tan poco de la realidad, pero a la vista están todas las explicaciones a todo.
- Aha...
- Yo tuve una experiencia que me ayudó a entender un poco más. Estaba en Miniápolis. En un hotel barato. Me estaba dando una ducha. Usaba el jabón del hotel, que era un jaboncito rectangular y chato. Para ser preciso: un paralelepípedo de cuatro milímetros de profundidad, siete centímetros de alto y cuatro de ancho. En un momento se me cayó el jabón. Y cuando lo fui a levantar encontré que había caído sobre un vértice y estaba parado.- Geranio hizo una pausa.- Quiero que me entienda bien: un paralelepípedo tiene ocho vértices. No había caído sobre uno de los lados de cuatro milímetros sino sobre un vértice. El vértice se había achatado levemente con el impacto (era un jabón duro) y el jaboncito estaba parado sobre esa punta como si un campo magnético lo mantuviera erizado. Mis pies y las gotas de la ducha que seguían cayendo no hacían juego con esa imagen. Yo que iba a tomarlo para seguir lavándome, me detuve. ¿Realmente podía ocurrir eso? Sentí que estaba viviendo algo especial y que debía pensar antes de seguir. Que una vez que levantara ese jabón de esa posición no podría volver atrás. Lo miraba, me asombraba, lo volvía a mirar y me volvía a asombrar. ¿Era posible? A una parte de mí todavía le cuesta creerlo.
- No es el tipo de milagro que uno fantasea que le puede ocurrir... inesperado también por eso, digamos.
- Verdad. Y no hubo ningún anuncio previo. No era en lo más mínimo previsible que algo así pudiera ocurrir. No sé por qué eso me emociona tanto. Cada vez que vuelvo a darme cuenta me impacta.
- Quizá este asociado a la posibilidad de que en cualquier momento lo absoluto puede entrar en nuestras vidas.
- Mmm...- aparentemente la idea le parecía pobre a Geranio.
- ¿No lo cree?- pregunté.
- ¡Hmf!- rió por la nariz- Me siento como un viejo a punto de dar consejo a los jóvenes... esto no puede salir bien.
- Intentémoslo igual.
- Pero recuerde que le he leído a usted sus derechos.
- Hable de una vez.- le dije riendo
- Veamos... usted dice que el absoluto puede entrar en cualquier momento. Si no me equivoco le da usted a eso un valor de salvación...
- Bueno, no sé si tanto... pero una señal...
- Por un lado debo admitir que lo que sentí, el impacto emocional que sentí, independientemente de lo que pudiera razonar, era englobable en esta idea suya: absoluto, señal, lo que sea. Sentí que algo como el dios de todo y todas las cosas estiraba su brazo desde el infinito y extendía su dedo índice para tocarme en ese instante.
- Debe ser algo digno de experimentarse.
- Pero después vienen las reflexiones de los días subsiguientes. Guardé el jabón en una bolsa de plástico y lo miro cada tanto.
- ¿Sigue emocionándose cada vez?
- Cuando le cuente cómo sigue la historia no necesitará respuesta a eso.
- A ver...
- Tuve la reflexión típica del ateo. Del que tiene fe en explicaciones no religiosas. Me iluminé con lo obvio: supe que esa posición del jabón era una de las infinitas posibles. Cualquiera que descartase la intervención divina como explicación hubiera pensado lo mismo. Lo que me marcó a mí es que de pronto sentí que todas eran igual de maravillosas que esa. Que esta sensación de ser tocado por el dios del universo estaba en cada una de las otras posibles maneras en que hubiese caído el jabón.
- Ahá.
- Sí, “ahá” es la respuesta que me merezco. Es como que un viejo le diga a los jóvenes qué hacer de sus vidas. Los consejos de la vejez son como el sol de invierno: alumbran pero no calientan. No hace falta que yo diga esto porque está en todos lados, a la vista. Como la muerte. Como el amor. Como la teoría de la relatividad... No solo es una estupidez creer que vale la pena decirlo, sino que es tautológico.
- Yo debo tener como diez años más que usted así que gracias por lo de los jóvenes. Por otro lado, hablar es incurrir en tautologías, según Borges. Pero yo soy del tipo que le gusta escuchar. Me interesa mucho lo que usted está diciendo. Es más, se me ha puesto la piel de gallina, mire.
- Bueno, bienvenido al club. Esa ha sido la mayor consecuencia de todo este asunto: kilos, de piel de gallina, o metros cuadrados o horas... no sé como se mide.
- Eso debe ser una calidad de vida superior a la anterior.
- Diría que sí. Que la ducha de Miniápolis es aconsejable.- dijo Geranio y largó una carcajada desmedida e inesperada como un jabón vertical.
Nos reímos los dos como adolescentes. Yo no tenía muy claro de qué. Con un pañuelo azul, Geranio se secó las lágrimas de la risa. Yo pregunté:
- Cuánto tiempo de la vida se puede pasar uno en estado de... digamos... de contacto con esa idea.
- Es como estar casado con una mujer sensacional, de ojos negros que llegan hasta el alma y pómulos que festejan la creación. Uno la mira y se derrite. Pero uno no puede pasarse la vida derretido. Así que uno sigue su vida y hace su trabajo. Todo el tiempo sabe de reojo que ella existe y se siente pisando en lo firme.
- Ahá
- Sí, ahá. Y le diré más: (estos ya son detalles de mi intimidad que nunca pensé que contaría, je je) Yo me afeito y me lavo los dientes en la ducha. Cuando termino de lavarme los dientes lanzo el cepillo hacia un vaso que contiene un par de otros cepillos y que está en la punta de la bañadera a un metro y medio más o menos. Siempre lo tiraba como si fuera un lanzador de cuchillos, dando vueltas. Y a veces, cada tanto, acertaba. Era una enorme satisfacción ver que el cepillo queda allí en el vaso, donde yo quería que estuviese. Pero desde que ocurrió lo del jabón, miro especialmente, como si fuera en cámara lenta, lo que hace el cepillo cuando erro. Es que ahora que he entendido que todas las opciones son únicas y maravillosas gozo del destino de cada pequeña cosa como si fuese el más creyente de los fieles y estuviese rezando... en pleno contacto.
- Impresionante.
- ¿Verdad? Tiene que probar usted lo del cepillo. Le digo que mi cepillo rojo despeinado y viejo se ha transformado en un amigo que cada mañana me dice que la vida es maravillosa y llena de profundidad en miles de sentidos inesperados.
- Sí, impresionante... pero debo admitir que sigo sin entender que tiene que ver esto con la muerte.






Capítulo cinco








Así como no se detiene el rítmico flujo de gatos entrando, no se aplaca el clima dentro del vagón. En otros casos (grupos rehenes o situaciones de ese tipo) ocurre que con el tiempo la gente se acomoda, se acostumbra, y los ánimos encuentran un remanso a pesar de la adversidad. Muchos procesos de la vida tienen sus ciclos y evolucionan pasando por etapas que ofrecen un descanso de la situación anterior. Acá en cambio siempre hay recién llegados que apenas comienzan a entender la situación. Siempre hay un grupo que todavía no se ha adaptado y que aún tiene una alta carga de adrenalina en sangre. Siempre hay un gato en el aire a punto de aterrizar.
Andrés finalmente llega al rincón. Patea y empuja gatos para hacer un claro en el que pueda ver el respirador. Lo logra provocando zonas de cuatro capas de gatos con sus respectivas peleas y corridas. ¿Y ahora qué? se pregunta. Porque el respirador tiene el invulnerable aspecto que Andrés ya suponía. Lo patea sin esperanzas durante un rato. Metódicamente. A un ritmo constante, como si él mismo fuese un congénere del abrepuertas automático. Es más probable que la fatiga de materiales produzca una rotura en el abrepuertas que en el sólido ventilete. Sin embargo sigue pateando. El también tiene su adrenalina que aplicar en algo. Ha avanzado cinco o seis metros entre esta masa repugnante para intentar algo que no tiene sentido simplemente porque no hay otra cosa que tenga más sentido que esa. Esta idea lo frustra, lo enoja y lo asusta. Por eso sigue pateando. Y por eso a veces una patada sale más fuerte que las otras, más odiosa. En el rincón el hedor es especialmente intenso. Parece que no hay aire sino solamente olor.
Mientras patea Andrés siente cierta justificación de sí mismo. Por lo menos está intentándolo. Por lo menos está moviéndose al mismo ritmo que el enemigo. Mucho peor es observar como sube la marea y no animarse a pensar. No animarse a hacer la terrible pregunta: ¿cómo se nada para no ahogarse en esta materia? Mientras patea, con la remota idea de que para algo servirá lo que está haciendo, Andrés se atreve a pensar en el futuro. “Si esto no da resultado...”, se dice, y empezar así el razonamiento le hace sentir que está barajando diferentes soluciones posibles. “Si esto no da resultado la única solución puede venir por ese boquete en el techo. De alguna manera hay que conseguir alcanzarlo. Si, en vez de ahuyentar los gatos para pisar en el suelo, pisara directamente sobre ellos estaría unos cuarenta centímetros más alto. Quizás menos...quizá se comprimirían bajo su peso. Y ni siquiera cuarenta centímetros sería suficiente. Necesitaría saltar, pero debe ser imposible saltar con ese apoyo incierto, pisando cuerpos blandos y movedizos.”
Las capas de gatos son ahora cinco. El cálculo de Andrés fue equivocado, no ocupan quince centímetros de alto cada una sino menos de diez. Pero el tiempo pasa inexorable depositando gatos que llenarán los espacios hasta que una nueva capa sea inevitable y luego otra. Aunque ninguno de ellos quiera, el tiempo pasa. La inundación le llega a Andrés a la mitad del muslo y sigue creciendo. Hace rato que se pregunta qué hacer para no quedar abajo. En este momento observa que ya es difícil mantener el claro alrededor de él. Que por más que aterrorice a los gatos, la simple ley de gravedad los desmorona hacia él. Y que muchos huyendo de otros caen a sus pies. Que de poco sirve maltratarlos de a uno para que aprendan porque ya son miles. En los estadios de fútbol ocurren tragedias donde seres pensantes y racionales mueren aplastados por otros seres pensantes y racionales que de momento sólo actúan en su carácter de cuerpos físicos sometidos a la ley de la gravedad.
De las capas inferiores se oye un quejido más grave que emiten los gatos aplastados, con la boca cerrada, aquí y allá... mezcla de queja y resignación.
El ventilete parece estar tan cerrado y firme como antes de la primera patada. Andrés está cansado y la adrenalina ya ha sido empleada. Mira las caras de los gatos que están más cerca. Desde el principio está tratando de adivinar si en caso extremo serían capaces de atacarlo. Cuando hostigaba a los gatos de su infancia ocurría que en algún momento perdían la paciencia y pegaban un zarpazo. Algunos hasta mordían. Pero sólo para librarse del agresor. La pregunta es si serían capaces de atacar coordinados, con la intención de dañarlo... porque en algún momento la lucha por el espacio se pondrá difícil. Andrés piensa que eso no es posible. Estos gatos no tienen ningún ordenamiento social. No se conocen y se rechazan tanto entre ellos como lo rechazan a él. Pero la duda es si pudiera darse una histeria colectiva en una situación dada. Si en el intento de no ser aplastado por los gatos él pisara sobre esa masa, tratando de quedarse arriba... si los pisara como pisa sus uvas un viñatero haciendo vino patero... ¿qué harían? Seguramente alguno reaccionaría arañando o mordiendo, pero el riesgo grave sería que hubiese una reacción unánime de ese tipo. Una especie de frenesí. El hecho de que arriba, por selección natural queden los más agresivos, no es muy alentador. Pero la idea de que se corran ante el riesgo de ser pisados y el pie se sumerja en capas más profundas de gatos resignados. Eso le da esperanzas. Pero después se pregunta si en lugar de resignados no estarán hartos y resentidos, listos para morder el tobillo del pie que los pise.
Por fin se le ocurre una idea. Juntar los muertos. Apilarlos en el rincón y hacer una zona de muertos sobre la que pueda apoyarse tranquilo. El plan es perfecto. Y hay algo de magnífica sencillez en esto de usar al mismo mar que te va ahogar para salvarte. Se imagina su caso siendo contado en una universidad. “A menudo somos como los peces que no ven el agua en que están inmersos”, se imagina diciendo ante los estudiantes “pero más discurre un hambriento que cien letrados. Para mi era una cuestión de vida o muerte... y si me permiten el humor negro, pisé sobre la muerte para salvar mi vida”
Ya fantaseada la gloria, Andrés tiene que ejecutar su plan. Y antes de empezar comienza a intuir que la práctica no es tan fácil como la teoría. ¿Cómo encontrará los muertos? Es de suponer que están allí abajo. Pero ya hay cinco capas de gatos sobre ellos. En algunos puntos seis. Y las capas superiores siguen muy eruptivas. Si caminar hasta el rincón fue difícil, ¿cómo hará para recorrer el vagón juntando los cadáveres? Mientras piensa sus ojos se clavan en el torrente de los que caen desprevenidos, uno tras otro, automáticamente. Vienen de un mundo donde todo sigue su curso normal. Sólo acá la realidad se ha vuelto loca. Solo acá desaparecieron la mayoría de las reglas y quedaron apenas dos o tres absurdas: caen gatos, no se puede salir, no hay ayuda. Parece mentira que en otros lugares haya gente mirando televisión, planificando vacaciones, haciendo el amor, aburriéndose... Aburriéndose sin la menor conciencia de que diez segundos significan dieciséis gatos. Un suspiro son cuatro o cinco. El almuerzo de Mirta Legrand entero, con avisos y todo, puede dar lugar a varios miles. Enfrentado a ese absurdo Andrés cree intuir que una gran verdad lo acecha. Siente que la situación es como una de las frases que usan los budistas para que sus discípulos alcancen la iluminación. Es posible, en realidad, que esto esté preparado. Que sea un experimento o una vulgar broma. Que haya cámaras ocultas. No. Andrés no cree realmente esa posibilidad, pero la idea de que alguien interrumpa todo esto y lo deje ir a casa... que lo dejen ir a dónde se pueda respirar... esa idea es tan, tan maravillosa. Tan maravillosa que se le llenan de lágrimas sus ojos. Muy inesperadamente grandes gotas bajan por sus mejillas. Quisiera poder pedirle perdón a tanta gente.
En este instante un gato recién llegado, aterriza y como si fuera una piedra haciendo patito en la superficie de un lago, salta, salta y salta hasta que en su cuarto salto se abalanza sobre él. Andrés saca un manotazo como acto reflejo de defensa y el gato cae duramente golpeado pero inmediatamente, más asustado y eléctrico, sale corriendo de nuevo a los saltos en otra dirección. ¿Por qué? Pregunta en voz alta, sus ojos todavía llorosos.
¿Hay alguien? Grita mirando al agujero del cielo. Y lo repite cada cinco segundos. ¿Hay alguien? Diez, quince veces. A los gatos, los gritos, no parecen hacerles diferencia.
Andrés no ha dejado de estar atento. Grita periódicamente, por si alguien lo oye. Pero sigue mirando atentamente la conducta de los gatos. Y ahuyenta a los que se le vienen para su lado.
Cuando pierde la esperanza de que alguien lo pueda oír se queda callado. El filo del miedo a la muerte se hunde en su ánimo. Ya la masa de gatos empieza a ser impresionante, amenazadora. Su mero volumen impone respeto. Como las montañas o el mar que emocionan a puro tamaño. Ya se intuye que esa altura puede aplastarlo a uno. Ya no tiene uno la sensación de que puede abrirse paso a través de eso. Ya el temor de que, al intentar treparla, la reacción va a ser mortal, es cada vez más claro. Entonces la idea de juntar muertos vuelve a adquirir valor. Por la simple razón de que no hay otra idea. Unida al miedo, es una razón muy poderosa, y Andrés adquiere una nueva determinación, con la cual la idea le parece mucho más realizable. Se hará lo que haya que hacer y se apilarán los muertos y se los pisará todo lo que haga falta. No hay otro remedio.
Se agacha y agarra una cola y una pata trasera que hace rato que están inmóviles, asomando, en la base de la pila de gatos, al pequeño claro que él ocupa y defiende. Tira de ellas y extrae el cuerpo inerte de un gato marrón claro cuyo pelo largo está ahora mojado y pegoteado a su cuerpo flaco. Al levantarse su cara pasa cerca de uno de los gatos de arriba, un loco, que le tira un zarpazo a la mejilla y no le da de lleno porque justo estaba girando hacia el otro lado para arrojar el muerto en el rincón. Pero el tajito que le hace en el pómulo es una buena advertencia. Agacharse sin tener las manos en posición defensiva puede ser peligroso. Al menos uno de los brazos tiene que amenazarlos y proteger la cara mientras el otro agarra muertos.
Andrés sigue gritando para pedir ayuda, ahora cada tanto, por si alguien pasa y lo oye. Quiere actuar racionalmente y tener todos los frentes posibles cubiertos: pedir socorro sistemáticamente, juntar los muertos para hacerse una plataforma firme y segura, estar atento a posibles ataques o riesgos, y seguir pensando en alguna solución que lo saque de ahí.
Para buscar muertos empieza por el método que le parece menos riesgoso y más sencillo: avanza en una dirección pateando y asustando para que dejen el paso libre. Si alguno de los gatos no se va y queda en el piso lo toma de la cola y lo lanza al rincón. Al hacer esto amplía el claro que es su territorio exclusivo, y en algún lado la marea sube a siete o quizás ocho capas de gatos. Andrés se ha acostumbrado a la pestilencia pero la falta de aire es notable. Moverse, ahuyentar, patear, juntar cuerpos... el esfuerzo no es mucho pero lo deja sin aliento. Hace mucho calor. Y cobra conciencia de que el aire puede ser el eslabón débil en esta cadena de la que cuelga su vida. La química no es su fuerte pero sospecha que cuando los litros de orín, mierda y vómito que ya hay en el piso fermenten, seguramente emitirán gases que afecten la respiración, agravando el problema. Y no puede esperarse en un vagón cerealero que haya agujeros en la pared donde poner la nariz para obtener aire fresco. ¿Cuál será el lugar mejor ventilado? Obviamente cerca del boquete, pero ahí caen gatos. De todas maneras el rincón debe ser de lo peor. Quizá tenga que rever esa ubicación para su plataforma de muertos. El problema del aire le queda en la cabeza y resta intensidad a la construcción de su plataforma. Ahora ve la masa de gatos como una gran esponja que respira. Que calienta el ambiente. Que toma buen aire y lo devuelve malo. Y que por ahora ocupa sólo un tercio de la altura del vagón. ¿Qué pasará a medida que suba el nivel?
Cuanto más tiempo pasa y más piensa en todo el asunto, más claro está que el riesgo es alto y que se agrava a cada instante. La plataforma de muertos empieza a justificarse como medio de escape, ya no como lugar de permanencia. Tendrá que ser levantada cerca del boquete. Habrá que pensar una manera de evitar el impacto de los entrantes. Siente las heridas latiendo en su cara y su cuero cabelludo. Los ojos se le han estado hinchando y le cuesta mantenerlos del todo abiertos.
Calcula que el techo está a dos metros cincuenta en los costados, pero sube hacia el centro del vagón. Allí quizá sea dos setenta. El mide uno sesenta y nueve, y con el brazo extendido, quizá unos cuarenta centímetros más, lo que da aproximadamente dos diez. La diferencia entre la punta de su mano y el borde del boquete debe ser de cincuenta centímetros Si pudiese armar, al pie del boquete, una plataforma firme de cincuenta centímetros, podría dar un pequeño saltito y agarrarse del borde del boquete. Lo que no sabe es si la fuerza le alcanzará luego para trepar. Y cómo de difícil será vencer el impacto de los gatos saliendo de las jaulas y cayendo sobre su cabeza durante ese esfuerzo. Pero, de nuevo, el no diseña las circunstancias, el sólo busca una solución, y como siempre, esa es la mejor porque no hay otra. ¿O acaso hay? En su trabajo con coreanos repetidas veces se topó con que supuestos básicos no eran compartidos, y que el doloroso proceso de abandonar un punto de vista para alcanzar otro, producía, después, una satisfacción y una paz parecida a la libertad. ¿Pero cómo podían traspolarse aquellas experiencias a este momento? Andrés está enfrentando la situación como un problema, algo a resolver. ¿Puede acaso cambiarse ese supuesto? ¿Hay quizá algo de bueno en lo que está ocurriendo? ¿Puede considerarse en cambio que él es lo malo y el resto lo bueno? No. Todo es posible sentado en la vereda de un bar tomando cerveza y mirando atardecer, pero ahora necesita ideas que lo ayudaran a salir. Andrés promete que si logra escapar de ese vagón nunca más se va a aburrir en su vida.
Una ola de olor especialmente fuerte ahuyenta los razonamientos y lo orienta a la acción. A buscar muertos! O moribundos! se dice esta vez, un pisotón y ya está. Habiendo eludido la tarea de diversas formas y habiendo vuelto al punto de partida, ahora está convencido de que es la única posibilidad que le queda. Patea, ahuyenta, pisotea. Agarra, revolea, ahuyenta, apila, acomoda.
Quiere hacer primero un stock en el rincón y después trasladarlo al centro. Tiene que calcular cuántos necesita y cuánto tiempo le tomará conseguirlos para ver si llegará a tiempo.
Empieza a darse cuenta que tarda mucho en juntarlos y que, para peor, un gato muerto y empapado en esa sopa repugnante que cubre el piso apenas ocupa cinco centímetros de espesor. O es que se mueren los más flacos. Sigue juntando, ahuyentando, manoteando, pero empieza a concebir una idea más audaz. Probar con los vivos. ¿Qué pasa si me lanzo a correr sobre la marea? ¿Tiene tiempo de reaccionar un gato si le salto encima... tiene tiempo de huir? Y si el de arriba huye a tiempo, el siguiente para abajo ¿podrá también escapar? Aunque puedan dos, me basta con pisar al tercero, piensa Andrés, si total ya están apilados en número de nueve! Mejor que huya el de arriba si está despierto y atento ya que ese podría reaccionar y morder o arañar. Mejor pisar a los que ya han sido sometidos por sus pares...
Quisiera saber cómo de sólida es la masa. Cómo de fácil es caminar sobre esa materia. ¿Será como el campo arado o como la nieve blanda? ¿Se hundirá hasta el tobillo, la rodilla o las bolas?
Habrá que hacer una prueba, dice Andrés en voz alta. Es lo primero que dice en voz alta aparte de las veces que gritó pidiendo ayuda. Está pensando en poner un pie sobre las nueve capas que tiene la multitud de gatos ahí nomás en torno suyo, alrededor del pequeño claro que él ha liberado en el rincón. Apoyar un pie como si fuese a subirse y poner algo de presión a ver qué pasa.
Si muerden y arañan los pies ... o hasta en manos y brazos pero puede escapar, es un precio que vale la pena pagar. La cosa es no perder pie y que los gatos enloquecidos por su peso lo arañen y muerdan en la cara.
La idea de caerse es terrorífica. Andrés está vestido con un pantalón, una camisa y un chaleco de lana sin mangas. Nada de eso es suficiente defensa para garras y dientes. Si cae sobre ellos, cada gato que se vea afectado por sus setenta kilos podrá tener una de dos reacciones: zafar y huir, o atacar para que sea Andrés el que se vaya. Estas dos conductas son las que se verifican en las peleas entre ellos todo el tiempo. La diferencia es que al ser aplastados, algunos de ellos quizá no tengan la opción de huir y les quede cómo única posibilidad, el ataque. Por otra parte, si logran escapar, no estarán más que contribuyendo al hundimiento de Andrés, a quitarle sustento. Cada uno que logre zafar de debajo de su cuerpo será unos centímetros más bajo que él caiga. Y lo más lógico es esperar una combinación de las dos cosas: que cada gato sobre el que él se apoye trate de huir de ese peso y en el intento, muerda y arañe hasta lograrlo. Paradójico: la mordedura es como una pinza, algo que retiene. Y las cóncavas garras también parecen diseñadas para atraer la presa más que alejarla. O sea que mordiendo y arañando como para retenerlo, se irán saliendo de debajo de él y, sin dejarlo ir, lo dejarán hundirse. Andrés se ve manoteando patéticamente como un hombre que no sabe nadar y al que el agua se niega a sostener en la superficie. ¿Llegará hasta el suelo? ¿Hasta la capa de abajo? ¿Se le desmoronarían encima las paredes de gatos de los costados como ocurre a veces en el claro que él ocupa en el rincón? ¿Se le agotarán las fuerzas de tanto patalear en ese aire enrarecido para que no lo muerdan y al quedarse eventualmente quieto lo taparán como si fuese un gato más? ¿Cómo si no existiese? ¿Lo encontrarán días después allí cuando decidan arrojar todos esos gatos muertos a un basural?
Pero esa es sin duda una visión pesimista, se dice Andrés, no hay motivos para que no pueda poner suficiente energía y mantenerse parado sobre ellos o mantenerlos a ellos a raya. Las mordeduras y arañazos son temibles, pero la pasividad es peor, porque la falta de aire y el crecimiento de la masa animal no permiten pensar en otra cosa que la muerte. Habrá que hacer una prueba, vuelve a decir Andrés, y empieza a buscar donde hacerla.

2 Comments:

Blogger Boy said...

estimada y respetable audiencia pido disculpas por las demoras... anduve estrabiao un par de semanas...
me parecía pésima idea haber empezado con esta novela que es tan larga y con capítulos de dos temas diferentes y me parecía que a nadie le interesaba y que flor ya la había leído y eso...
cada vez queempezaba apensar en el tema me daban ganas de pensar en otra cosa, mejor...
pero vino el simio a elojiarla y decidí terminar de publicarla antes de pasar a cosas mas aptas para este medio...
dicen que un solo lector ya justifica a un libro... aunque sea tu hijo... o especialmente en ese caso.

amor a la marchanta

10:12 PM  
Anonymous Anonymous said...

Me emociona la autocritica y la valoro mucho, señor mio.Que nadie interfiera en la intuicion del artista, mucho menos un simio. Volve que te perdonamos. Flor

8:21 AM  

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