Monday, May 24, 2010

You don't really need it! (3)

Y Ahora Qué?

Para llegar a Hatsun Sacha desde Quito primero hay que subir y subir (al punto que tocamos el hielo de la montaña al costado del camino) y después bajar de nuevo, viendo el obediente paisaje mutarr del resignado color piedra al verde húmedo y voraz.
Cruzamos el río Napo, afluente del Amazonas, y tomamos una ruta menor que nos dejó en un punto igual a cualquier otro, en medio de la intensa vegetación, a media hora de caminata de las cabañas de la reserva. Nos cargamos con todo el equipaje y caminamos hasta las cabañas. Tiempo total, de punta a punta, once horas. Habíamos ido en un ómnibus: veinte estudiantes yankis, cuatro ecuatorianos, los biólogos Rosario y Ed, el chofer, y yo.
Llegamos un par de horas antes de que obscureciera. Dejamos nuestras cosas en las cabañas y nos juntamos en un comedor de madera y paja, sin paredes, que era el aula donde los estudiantes se reunirían durante todo ese mes. Yo sólo pasaría con ellos un par de días. Tenía que seguir hacia Washington donde completaría mi capacitación.
Ed nos habló a todos. Como yo no era profesor me asimilé a la categoría de los estudiantes. Diez años mayor que el promedio pero feliz de pertenecer al grupo. Ed esperó que llegara el último y nos dio instrucciones para nuestro primer ejercicio de aprendizaje: debíamos adentrarnos en la selva y escribir lo que percibiéramos.
Con la misma apertura con que había visto Quito me enfrenté a la infinita interacción de la selva. Tantas veces había usado la palabra selva para definir otras cosas: la sociedad humana, el competitivo mercado publicitario, el ambiente de las organizaciones sin fines de lucro, la política… Y ahora necesitaba otras palabras para describir la selva. En la húmeda penumbra que se instala entre las bases de esos árboles altísimos la quietud era tan sorprendente como la diversidad y abundancia de formas vegetales. Una maternidad, una batalla, un cementerio, una ópera y un mercado conviven en salvaje promiscuidad desenfrenada de esos seres vivos aparentemente inmóviles. Todo ocurre a una velocidad menor de la que el ojo alcanza a percibir. La escena demostraba tanta acción que tuve la sensación de que se habían quedado quietos, pescados in fraganti, al verme llegar. ¿Qué oiría yo si pudiera percibir los sonidos de ese drama? ¿Qué alaridos, qué choques, que rugidos y estertores? ¿Qué alabanzas, qué astutos susurros, qué propuestas descaradas? ¿Qué gruñidos de dolor, qué pedidos de clemencia, qué furor de amor por el sol?
Cuando llegó la hora de leer, a los postres de nuestra primera cena, cada uno su papel, y compartí con ellos esa visión, los estudiantes de biología me miraron un tanto azorados. No esperaban encontrar mi especie en aquel ecosistema.
Al día siguiente Rosario y yo fuimos a comprar papayas a los indígenas que vivían junto al río. Cruzamos un territorio desforestado un par de días antes por los colonos para hacer agricultura. El contraste fue doloroso. El papel leído la noche anterior me dolía en el bolsillo. Ramas de árbol cortadas, unas sobre otras, hacían imposible caminar. El celeste del cielo llegaba hasta el suelo. Habían masacrado la trama de sombra, silencio y humedad. La luz lo invadía todo con sórdido descaro pornográfico. La muerte industrial no dejaba ni el gusto de la nostalgia. Hecho vergüenza, el poder de ser Hombre, me acompañó todo el camino, trepando y esquivando troncos muertos hasta llegar al río.
A la vuelta encontramos una araña del tamaño de mi mano. Negra, lenta, peluda… Con un palito, Rosario le hizo mostrar sus colmillos del largo de una tachuela. Un indígena que pasó nos explicó que esas arañas agarraban dormidas a las víboras y les robaban el veneno. Algo me dijo que ser indígena no era garantía de rigor en la observación y que el saber popular era un mito inventado por el mismo saber popular.
Llegando de vuelta, al anochecer, un par de millas antes de llegar pasamos por la cabaña de una joven entomóloga que hacía tres meses que vivía sola, allí, estudiando las hormigas. Me recibió como si me conociera de toda la vida y me ofreció quedarme a comer y pasar la noche en su choza. Rosario se apuró a decir que no había ningún problema que a la mañana siguiente podía llevar las papayas. No sé explicar lo que sentí. Es que sentí casi nada. Tenía el alma llena, no me cabía esta mujer. Seguía enamorado de la nada y tenía poco que decir. Me despedí de ella sabiendo que la recordaría siempre.
Dormí como si hubiese desaparecido.
El sol me despertó antes de asomar y me levanté de un salto.
Inexplicablemente me sentía más vivo que nunca. Parecía que todos los demás dormían. Asomé la cabeza por la ventana sin vidrio y en el silencio absoluto de un claro de la selva amazónica vi a un estudiante, Jeff, dorado por los resplandores del alba, haciendo el saludo Yoga para recibir al sol. ¿Cómo podía ser que destruyéramos así la selva si éramos tan lindos?
Aunque ahí no se veían síntomas, al día siguiente era jueves y el viernes salía mi avión para Washington. A la noche me habían dado precisas instrucciones para que tomara un transporte comunitario de esos que van llenos de frutos, plantas, gallinas, cabras y cerdos que sus dueños llevan al mercado. Pasaría, dios mediante, por la ruta, a las siete de la mañana y llegaría a la ciudad de Coca a tiempo para tomar el bus a Quito.
Agarré la mochila y sin despedirme de nadie porque dormían, me fui.
Entré en el aroma de la selva sombría una vez más. Volví a estar en mi oscura soledad sin ecos. Caminé doscientos metros por una senda serpenteante. Llegué al arroyo y al cruzarlo me encontré con dos de las estudiantes más lindas del grupo. Estaban totalmente desnudas lavándose el cuerpo con agua y jabón, metidas hasta la rodilla en el arroyito.
- Adiós - nos dijimos. En voz baja, porque parecía que algo podía romperse si no, y no nos vimos nunca más.
Tomó como cuatrocientos metros que mi mente lorgrara volver a aquella soledad sin ecos. Me ayudó un haz de luz que caprichosamente iluminaba algunos vapores, lianas y un gran árbol. Del árbol, como de cualquier cosa que crece en el Amazonas, colgaban todo tipo de epífitas y parásitos en diversas formas, helechos, lianas, raíces, telas, cáscaras… Pasando por el lugar iluminado noté que a la altura de mi mano una liana que bajaba de muy alto hacía una curva y se estiraba luego recta hasta el piso. A partir de la curva una pequeña enredadera ya desaparecida o un insecto surcando la superficie le habían dado unas formas talladas con ese buen gusto que sólo la naturaleza puede lograr.
Mientras sacaba mi cortaplumas y cortaba ese pedazo de liana gruesa, dura y rígida pensé en mi pasión por las varas de madera, en mi abuelo y su colección de bastones. En el aquel otro de palo santo que tantas veces había tratado de conseguir sin éxito. En mi vieja, que siempre había dicho que yo desde chico era fanático de palos y sombreros…
Una vez cortadas las dos puntas, comprobé que era el bastón perfecto. Y seguí con mi vida, caminando por el sendero hacia mi avión a Washington. Me sentía completo.

Me sentía Feliz.
Me sentía tan intenso que no pude evitar la pregunta:
¿Y ahora qué?


Lo malo de las preguntas es que en cuanto se las contesta pierden esa magia de la ignorancia, esa infinita riqueza de la rosa de los vientos. La respuesta suele tener una sola dirección.
Repito que nunca encontré quien valore este cuento.
El amigo suele ser más elocuente con la aprobación que con la crítica. Así que tampoco me han dicho en la cara que soy un tarado. Que la respuesta que di al “¿Y ahora que?” es una estupidez. Que soy raro. Que en vez de escribir estas cosas me debiera dedicar a algo útil.
Me pregunté “Y ahora qué” y la respuesta fue que ya había llegado y que debía volver. Que, obtenido el bastón que toda la vida había querido, debía desprenderme de él.
Tardé en responderme eso. Todo el viaje hasta Coca fue una fiesta. El transporte me dejó antes de cruzar el río. Crucé por un puente peatonal que, a cincuenta metros de altura, rebajaba el poder del Napo a una foto de turista.
Tenía tres horas hasta que saliera el bus a Quito.
No quería ver la ciudad. No necesitaba más estímulos. Quería aceptar y alabar.
Agradecer.
Quise un templo. Un lugar para recogerme. Necesitaba un big bang a la inversa.
Encontré una iglesia a tres cuadras, pero estaba cerrada.
Caminé alrededor hasta que le encontré una puerta lateral. Probé el picaporte: estaba sin llave.
Entré y apoyé el bastón y la mochila sobre un banco y me arrodillé. Y ahora qué? Instantáneamente lo supe: desapego. Desprenderme del bastón.
Traté de negarme. Amaba ese bastón. Estuve como media hora con los ojos cerrados pensando.
Pero ninguna resistencia hacía pie.
Dejé la iglesia y me fui al puente peatonal. Caminé hasta el medio, donde más se bamboleaba.
Revolié el bastón por sobre la baranda de alambre tejido que llegaba a la altura de mis ojos. Lo vi volar y lo vi clavarse en el agua como un pez y salir de nuevo entre la espuma y nadar a la deriva, hasta perderse en las curvas de la selva, a juntarse con mi sweater suavecito.
No me acuerdo qué pensé.
Hoy pienso en Jane que mira a través de otro alambre tejido.
You don’t really need it.
You don’t really need it.

2 Comments:

Anonymous Anonymous said...

buenísimo. Debés escribir y observarte, observar todo y desprenderte de la visión escribiendo.
Bravos!, aunque realmente no los necesites.
Silvia

12:46 PM  
Blogger Mateo said...

Me gusta. "rebajaba el poder del Napo a una foto de turista."

Te dejo un comentario de herzog sobre la selva (de cuando filmó "la ira de Dios") Este tipo sí que no suelta el bastón por nada.

http://www.youtube.com/watch?v=3xQyQnXrLb0

2:43 AM  

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