Infancia
Cuando había invitados de mis padres, a la noche, la casa quedaba tácitamente dividida en dos y los chicos, ya después de comer, no bajábamos. Veíamos como Mamá se vestía, peinaba, perfumaba y cómo daban instrucciones a la mucama. Y Papá se bañaba, se peinaba con gomina y se ponía un traje que era diferente de los que usaba para ir a trabajar. Se ocupaba del fuego y del bar. Se notaba que les gustaba mucho recibir gente. Un tono más intenso, de expectativa, daba vida a cada uno de sus actos. Hasta para hablar con nosotros… como si pensaran “ahora me voy a divertir mucho así que puedo dedicarte atención exclusiva un rato antes de que me vaya para abajo”. Después empezaba a llegar la gente. Algunos cuando todavía los chicos estábamos comiendo e invariablemente venían a saludarnos. Las mujeres con labios y ojos muy pintados, con aros que brillaban y perfumes fuertes miraban nuestros platos y siempre decían “Mmm...…Qué rico!” Después se iban al territorio de los grandes y poco a poco íbamos percibiendo como crecía el ruido, el humo, la música, las risas, la cantidad de gente.
Cuando la fiesta lograba su plenitud ya estábamos arriba, en cama. De vez en cuando la puerta que daba del living a la escalera se abría permitiendo que el murmullo de la fiesta se transformara en sonidos claros de los que se destacaba alguna risa o una palabra dicha en voz más alta. Era alguien que se metía en el toilete, o mi padre que iba a la cocina a buscar más hielo. Y una que otra vez, mi madre que subía a mostrarle sus hijos a alguna amiga que hace años no veíamos. Alguna de ellas se sentó en mi cama junto a mi madre. Mis ojos de chico se fijaban en la línea minuciosa y violenta con que el lápiz de labios marcaba el límite de la boca. En las bolas plateadas y brillantes de los aros, que sonaban al chocar entre sí. En la mezcla de olor a perfume, cigarrillo y whisky que traían del territorio de los adultos. En el brillo de las sedas multicolores que las cubrían. En las melenas que habían adquirido cierta inmovilidad en posiciones que no eran las de todos los días. En las uñas larguísimas de colores intensos. Y en una actitud que era más intensa que la de rutina. Nos miraban como buscando aprovechar su única oportunidad de demostrar que no eran tan grandes como nosotros pensábamos, que podían entender nuestro mundo y ser un poco nuestros compinches.
Alguna vez, con el paso del tiempo, tuve acceso fugaz a su territorio. En las mesitas había papas fritas, palitos, maní, cebollitas en vinagre pinchadas con escarbadientes, aceitunas, y una especie de monedas hechas de una harina amarilla con gusto a queso. Mi padre se ocupaba del tocadiscos. Había mucho humo. Alguno me tocó la cabeza. A un amigo de mi padre que era muy grandote le faltaba un dedo, ese día no pude verle la mano, pero yo sabía.
No sé para qué hacían esas fiestas.
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