Tuesday, May 25, 2010

You don't really need it. (4)

Jane lo dice.

La vida de Jane es digna de una biografía, y ojalá algún día alguien la escriba. Yo no tengo suficiente información ni memoria, pero me causa gran gusto contar algunos episodios. He tomado la precaución de cambiarle el nombre y algunos datos comprometedores.
Lo que me movió a empezar fue que cayera presa. Hablé con algunos amigos en común y una cuñada. Quise ayudar, pero ¿qué puede hacer uno desde Buenos Aires contra la justicia de los Estados Unidos de Norteamérica? Al final llegué a la conclusión de que “zapatero a tus zapatos”: había que escribir, y si eso no la sacaba de la cárcel, al menos la metía en la literatura.
Vuelta de su viaje a Sudamérica, Jane se enamoró del primo de uno del grupo The Greatful Dead que andaba con la banda cumpliendo algunas funciones de administrador, aunque tocaba también de vez en cuando por las suyas. Ella viajó (con él y la banda) por todos lados y terminó ocupándose de la relación con el estudio de Hollywood que filmaba un documental sobre los músicos. Lo hizo tan bien que el estudio terminó ofreciéndole trabajo. Para ese tiempo se había aburrido del músico administrador y lo dejó con la excusa del puesto en Hollywood. Él compuso el tema “Espejo roto” para hacer el duelo y se juntó con unos mangos porque fue el tema de amor de una película (que vi pero cuyo nombre no recuerdo). Jane me lo contó con tono entre irónico y sarcástico. No lo decía explícitamente pero quería insinuar la pregunta “¿Salió ganando?” Siempre le gustó contrastar la plata y el amor en busca de sensaciones raras.
En el estudio hizo una carrera meteórica. Fue amiga de Clint Eastwood y de otros tantos que llamaba por el nombre de pila como Liza (Minelli), Peter (Fonda), los hermanos Cohen (que yo llamaba los hermanos incesto “porque cohen y son hermanos”, y Jane se reía pero creo que no entendía mi traducción del chiste).
Un día encontró en el basurero de la vereda del estudio, al levantar la tapa para tirar una lata de coca, un informe que le había pasado a su jefe sobre un proyecto que ella recomendaba. Renunció en ese mismo momento sin darle a nadie la oportunidad de explicaciones ni darse a ella misma el gusto de ver la cara del culpable arrepentido. Puso un puesto de flores en un mercado. Yo me enteré, porque como no la encontré en el estudio llamé a su madre. En un viaje a Los Ángeles, por laburo, me aparecí a comprarle un ramo de “Nomeolvides” sin avisarle. Hacía doce años que no nos veíamos y varios años que no nos escribíamos. Pero no se desmayó ni nada por el estilo. Me reconoció inmediatamente y me dijo “Francisco!” solamente. No preguntó nada ni expresó más sorpresa que esa. Cerró el kiosco y nos fuimos a tomar café. Se había casado con un psiquiatra que era celoso, según ella, así que no me invitó a la casa. Habían adoptado dos hijos de ojos rasgados de los que vi fotos. Ya eran grandes porque los habían adoptado cuando tenían siete y nueve, tras alguna invasión yanqui a algún país que necesitaba democracia. Nos despedimos un poco desilusionados. Quizá extrañando la intensidad de la adolescencia. Yo tampoco tenía mucho tiempo. Eran mis épocas de cafeína y publicidad. Pasaron otros diez años sin saber mucho de ella. Una vez vi su nombre en los créditos de una película, otra vez me mandó una revista New Yorker en que había escrito una nota sobre la industria del cine en la que mencionaba al pasar (solo para hacerme un chiste, supongo, porque no parecía indispensable) una película llamada “Nomeolvides”.
Cuando estuve en Harvard la llamé a algunos números que encontré gracias a la entonces novedosa herramienta de Internet. Había vuelto a tener un crecimiento meteórico en la industria cinematográfica y cuando se enteró de que yo ya no era publicitario sino mediador, asesor en negociaciones, profesor y escritor, me ofreció hacer un documental sobre el conflicto. Le dije que sí pero todavía estoy esperando. Allí fue cuando supe que se había construido una mansión sobre la costa y que las olas pegaban contra las rocas y que manadas de ruidosos mamíferos acuáticos se encontraban estacionalmente para procrear mientras ella regaba los malvones del jardín, unos metros más arriba. El psiquiatra seguía celoso.
Lo siguiente que supe fue que era la máxima responsable del equipo de producción que hacía una de estas series tipo “Lost” o “Prision Brake”. Su cuñada me contó que Jane contrataba a cinco directores que filmaban simultáneamente varios episodios. Recuerdo que lo que más me llamó la atención, entonces, fue que la coordinación de las agendas de los actores que figuraban en varios de los episodios era una proeza del cálculo y sus ajustes por imprevistos demandaban complejas negociaciones asistidas por mediadores profesionales imparciales. En medio de la producción el estudio se vendió y le pusieron un jefe por encima. Las relaciones no funcionaron bien y a pocos meses la tensión entre hacer las cosas bien y bajar costos se transformó en una guerra. El directorio nuevo interpretó como un hecho “posiblemente intencional” un tarro de pintura que cayó sobre el jefe desde un andamio, y la situación se hizo insostenible. Durante las negociaciones para establecer una situación “operable”, dos días después del tarro de pintura, Jane tuvo un accidente automovilístico y la tuvieron que internar por tres semanas. Nunca volvió al estudio. El accidente dejó un caballo muerto y una jineta con un brazo roto. Los informes médicos sobre las sustancias que se encontraron en la sangre de Jane le costaron perder un juicio millonario y el registro de conductor por cinco años. Para ese tiempo el psiquiatra estaba en Nueva York celando a otra y le pareció oportuno pedirle el divorcio.
Jane descubrió que no necesitaba ni el registro, ni el psiquiatra, ni su mansión. La alquiló y se mudó a un departamento de dos ambientes en San Francisco. Se consiguió un trabajo de vendedora en la sección electrodomésticos de una “tienda de departamentos”, como las llaman los traductores mexicanos. No tenía experiencia, pero el yerno de la niñera salvadoreña que había cuidado a sus hijos adoptivos era el gerente del área.
Jane, que no quería pensar en otras cosas, puso todo su cerebro en la tarea. Lo que equivale a decir que lo hizo muy bien. En sus ratos libres se ocupaba de las consecuencias de su juicio y de su divorcio y hablaba con los hijos que estudiaban en Boston. Su madre había muerto un par de años antes. Creo que ese fue el acontecimiento más importante de su vida. Su hermano, muy querido, y su cuñada, estaban viviendo en Hong Kong, sin hijos. Caminaba hasta el trabajo todos los días. Almorzaba en el parque compartiendo sus sándwiches con los patos del lago. Y empezó a escribirme.
Ya no eran las cartas en papel reciclado hecho a mano de la adolescencia. Ahora eran mails que llegaban demasiado rápido. Y jugábamos a conocernos de toda la vida pero lo cierto es que éramos extraños.
Me contaba cosas muy profundas. Ideas sobre la vida, la muerte, el destino extraño de esos dos hijos que cayeron en sus manos, la agonía de su madre, el dolor físico y el miedo que sintió antes de morir y me contaba también sobre su sueldo y las comisiones que ganaba y los impuestos que pagaba y cómo el pequeño departamento que había comprado como inversión hacía diez años valía el doble.
Tenía anécdotas sobre la gente a la que le vendía heladeras de diez mil dólares con pantallas de televisor en la puerta. Una vez le vendió a una vieja clienta de la florería una heladera para que guardara las flores cuando se iba los fines de semana al country club.
La anécdota más importante de todas, como quizás ya pueda adivinarse, está relacionada con el hecho de que terminara presa.
El apellido de Jane era Niven, pero su origen era ruso judío. Su padre había optado por el cambio de apellido al emigrar a los Estados Unidos. Cuento eso por que se relaciona con el hecho de que un día atendió a un joven abogado y contador de apellido polaco y obvio origen judío. Lo acaban de contratar por una cifra record en un importante estudio de auditores, dado que sus calificaciones eran las más altas de la historia de la universidad. El tipo quería equipar su casa. Había elegido esa tienda porque era cara y brindaba servicio de asesoramiento. Jane era el servicio de asesoramiento. Y ese día había finalizado su juicio de divorcio. Veía el mundo como un cuaderno nuevo.
Jane tiene una manera muy especial de demostrar, unos minutos más tarde, que ha escuchado profundamente. Al principio parece hosca. Por eso cuando demuestra haberte calado perfectamente y haber leído entre líneas y te da la respuesta que ni soñabas que te podía dar, te impacta el doble. En este caso Jane había oído un par de cosas que le habían hecho especial efecto. El chico había nacido en Polonia y quedado huérfano. Por su aptitud sobrenatural para las matemáticas lo habían mandado a un colegio especial donde un joven profesor norteamericano y su mujer lo conocieron y adoptaron. A la muerte del padre adoptivo cobraron un seguro de vida muy importante pero la madre cayó en el alcoholismo. Solo Jane podría haber obtenido tanta información íntima de una persona cuyas habilidades comunicacionales para lo personal habían sufrido de una historia con tanta mala suerte.
Jane se imaginó que era la reencarnación de su padre, que era el hijo biológico que no había tenido. Compartieron un café mientras lo asesoraba. Hicieron una larga lista de productos y sacaron un precio total. Cuando Jane notó que el tipo esperaba que ella aprobara su decisión de comprar todo eso, le dijo sin bajar la voz: You don’t really need it.
La explicación de Jane debe haber sido brillante. Si la conozco algo, su fuerte es la elocuencia. Es capaz de hablar de las cosas más nimias conectándolas con lo que a uno el importa y poniendo poesía en la forma de hacerlo. Pero además Jane sentía que era él. Estaba convencida de que algo los unía y le daba derecho a ella a hablarle de esa forma. La convicción, en algunas tareas es más de la mitad del éxito.
Para nutrir los argumentos ella había pasado más de un año conociendo a fondo los electrodomésticos, mientras vivía en un departamento donde no había ni una décima parte de los que había usado en su mansión de la costa. Su sobria calidez, su amor profundo, su mirada ineludible, su inteligencia sorprendente, transportaron al polaco a otro nivel de teoría de las decisiones.
Lo conectaron con las cosas importantes.

El polaco aceptó que ella le vendiera no comprar. Le agradeció. Le dio su tarjeta y le contó que se iba a su casa a pensar un rato. Le confesó que había entendido por qué se aburría cuando no estaba trabajando… y eso fue más que suficiente.
Jane sintió una paz digna de ser la última sensación de su vida.
Pero después las cosas se complicarían.

3 Comments:

Blogger Boy said...

Nuez la primera bestia que me pasa esto: escribo un coso en capítulos y los lectores se van muriendo.
Salgo a contratar extras para que abulten y vitoreen pero algunos se equivocan y gritan "Cristina! Cristina al Gobierno y Nestor al Perón" entonces me arremango de haberles pagado por adelantado pero ya es tarde y después de la tarde bien la noche y macana será otro día.

Papaf
El autor de esos días.

7:53 PM  
Anonymous Anonymous said...

Boy, esta buenisimo.... seguilo q no estamos muertos ni nada parecido...
A

10:41 AM  
Anonymous Anonymous said...

Siempre quise tener una lectora viva clase A... Aunque haya personajes que insinuan que "I don't really need it" !

Papaf

1:52 PM  

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