Wednesday, June 02, 2010

You don't really need it. (7)

Pagalo igual.

Algunas de las cosas que voy a contar ahora quizás les suenen conocidas, porque, a medida que iban ocurriendo, Jane me las contaba por mail y a veces yo las contaba, a mi vez, a amigos y parientes.
Lo primero que ocurrió fue que el polaco fue el encargado de comprar los regalos de fin de año para todos los clientes del estudio a nivel nacional y llamó a Jane. Le pidió que lo ayudara a desarrollar una idea. Ella, para no tener que pensar tanto ni equivocarse en la sugerencia propuso una tarjeta de compras con un crédito incluido en ella a fin de que el cliente eligiera su regalo de entre cinco productos promocionados. El departamento de marketing la ayudó a preparar la propuesta y negoció precios especiales por cantidad con los fabricantes. El polaco y sus jefes quedaron encantados. Pero la cosa no termina allí. El monto de las compras fue sideral ya que el estudio tenía clientes en todo Estados Unidos y en la mayoría de los casos era gente rica que se compraban dos o tres veces lo que el crédito del regalo les permitía, pagando la diferencia. El efecto sobre las ventas de la tienda fue importante. El jefe de Jane fue recompensado y Jane también y lo festejaron con una comida a la que asistió la vieja niñera de sus hijos.
Jane me lo contó con entusiasmo pero con algo de ese desapego de los místicos en su tono cuando ven señales que confirman su convicción. Ella ya se daba cuenta de que todo era parte de un plan y que ella tenía una misión. Lo que no se daba cuenta era lo contradictorio que resultaba esa señal que lejos de estar en la misma línea de You don’t really need it era un resonante éxito de ventas.
La parte buena es lo que la gente sentía cuando Jane la recibía en el segundo piso de Sears. No hay una ciencia que mida cuánto bien le pude hacer, a alguien, estar con otra persona. Si la hubiese seguramente Jane hubiese marcado un record. Los casos del polaco y la vieja de la juguera son importantes porque fueron los primeros, pero, en cuanto a lo maravilloso de su diálogo con Jane, fueron ampliamente superados por cientos de personas que vinieron después.
Jane dijo que ella siempre estuvo buscando al polaco y a la vieja en la mirada de los demás. Que aprendió de ellos a hacer más felices a los que vinieron después.
A mi entender Jane descubrió que en el momento en que uno entra a comprar una de esas cosas que se enchufan uno se está enchufando también a un importante pacto místico-social. Esas cosas cúbicas y blancas o rectangulares y negras o extrachatas, plegables, portátiles o de moderno diseño y con luces, programables, garantizadas, computarizadas, a control remoto, binorma o trinorma, adaptables, automáticas, autolimpiables, recargables, microcompuestas, reciclables, a energía solar, desmontables… tenían un valor espiritual que superaba a todo lo demás. Comprar era ofrecer un tributo. Era caminar dentro de las fauces de la deidad y entregarse. Y salir de allí con la prueba (cúbica, rectangular o extrachata) de la sumisión.
Cuando me lo dijo me hice el superado y contribuí a su análisis con varias frases en que me burlaba de los consumidores y exageraba su teoría en forma bastante cómica, al punto de comparar al sistema con los vampiros. Pasados algunos meses de aquello me da un poco de vergüenza haber reaccionado así. Fue la respuesta de un cobarde. Más valiente hubiese sido admitir con dolor y aceptación que yo había sido uno más de esos. Recuerdo con toa claridad, cada vez que entré en Frávega o Garbarino la sensación de estar en la boca de un animal mucho más grande cuyo cuerpo se extiende por pasillos subterráneos a industrias, agencias de publicidad, aduanas, embajadas, partidos políticos, grupos supranacionales de países desarrollados, agencias de inteligencia, oficinas centrales del vaticano, entidades en que se investiga cosas que el común de la gente ignora, cuartos de hoteles de siete estrellas donde se planean muertes accidentales y vidas aburridas…
Toda esa visión me la pasó en limpio Jane, para mí había sido sólo una tenue percepción que no llegaba a hacerse conciente. Le debo esa claridad... Entonces a veces dudo si su superstición, que tanto critico, no será alguna claridad un poco más elevada a la que todavía no accedo.
Hasta entonces yo temía que la echaran si seguía jodiendo. A partir de este punto empecé a preocuparme que le pasaran cosas peores.
Pero sus mails eran siempre alegres. Invariablemente me contaba de los patos a los que alimentaba durante su almuerzo. Les había puesto nombres y aparentemente los bichos eran muy inteligentes. Las anécdotas era divertidas, pero a mí me sonaban, justamente, demasiado anecdóticas. Como hablar de los caniches de Perón o que Hitler pintaba al óleo… Jane estaba convenciendo a cientos de personas de que realmente no necesitaban hacer su tributo al sistema y la gente se iba de ese negocio mejor de lo que entraba. No estoy hablando de una película de Holywood en que un tipo inventa el Hula Hula y millones de personas entran en el frenesí del consumo y el tipo es un visionario millonario. Acá estamos hablando de muchos casos de personas inteligentes, con iniciativa, personalidad, amor, estudios de postgrado, ideas independientes… estamos hablando de gente como yo o como vos, o para el caso, como Jane, cuya casa de la costa rebalsa de electrodomésticos carísimos y sofisticados. Y no estamos diciendo que Jane encontró una fórmula para el desapego del confort y la puso de moda. Jane escuchaba a cada persona y (ojalá supiera cómo) era capaz de sintonizar las motivaciones que los llevaban a comprar y hablar de ellas en vez del objeto que pedían que les vendiera. Un día me enojé y le pregunté con algo de impaciencia: Nunca nadie necesita cambiar el lavarropas por que se le rompió y punto?
No me contestó sobre eso en particular. Pero con el tiempo y sucesivas narraciones de sus aventuras por mail noté que en varios casos les vendía productos a los clientes. Quizá a dos o tres de cada diez. Un día me dijo con orgullo que las ventas de su departamento crecían mes a mes. No pedí explicaciones a eso. Conseguir que Jane conteste una pregunta es una tarea de éxito poco probable. Me trata como a sus clientes talvez… me responde a lo que ella cree que necesito. No a lo que voy a pedirle.
Los días de trabajo de Jane eran cada vez más cansadores. El boca en boca le traía muchos clientes que querían que ella, y no otra persona, los atendiera. Con el tiempo fue adoptando la práctica de recibir en un escritorio y de que la gente sacara número para ser atendida por ella. No usaba reloj ni preguntaba nunca la hora. Escuchaba a la gente y conversaba con ellos hasta que se quisieran ir. A muchos les gustaba mirar a la distancia la mímica de Jane y sus gestos y ver cómo iba cambiando la expresión de los interlocutores.
A nivel nacional la tienda de departamentos tiene contratados servicios de consultoría de una importante empresa que los asesora en marketing. Uno de los programas regulares que lleva a cabo esta empresa es el clásico “mistery shopper” o cliente incógnito. Es una persona que visita la tienda como si fuese un cliente cualquiera y evalúa la calidad de atención de los vendedores.
El comprador incógnito que visitó este departamento de la tienda de San Francisco escribió un informe especial sobre Jane. Pero nadie le prestó mucha atención. Al poco tiempo echaron a este investigador de mercado de la consultora por una denuncia de acoso sexual. La causa de la denuncia no era grave y había ocurrido durante una fiesta de oficina del tipo en que muchas cosas suelen ocurrir, pero el jefe no quería problemas ya que la denunciante era una hija del socio fundador de la consultora, así que cortó por lo sano y le pidió que se fuera. ¿Cómo sé yo tanto detalle de la vida de este tipo? Porque en el lapso de seis meses se casó con la chica que lo había denunciado y le propuso a su suegro una idea revolucionaria en el marketing del siglo XXI: No lo necesitás realmente, así que no lo lleves, pero pagalo de todas maneras. La idea involucraba directamente a Jane.

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