Lajas Blancas
Tengo 57 años.
Hoy visité la casa de mi infancia.
Viví en ella desde los tres y medio hasta los once.
Nunca había vuelto.
Tiene algunas modificaciones.
Yo también, sin duda, tengo un aspecto distinto al de entonces.
Pero nos reconocimos.
Nada ha cambiado entre nosotros.
Y cuando digo nada quiero decir que si bien no está la biblioteca de madera contra la pared y no está el sofá en que mi padre intentó sentarme en sus rodillas para decirme que Nora había muerto, yo sé, y siento que ella sabe, el lugar exacto en que me solté de los brazos de mi padre con un apurado “ya sé lo que me querés decir” y salí corriendo al jardín y pisé las lajas blancas que ya no están y el pasto desprolijo que ahora es abundante, homogéneo y parejo, corriendo a conocer con espanto como era el mundo sin Nora.
Hoy en día reconozco que Nora no era suficiente, que no me quería tanto.
Pero me quería, y un poco de amor incompleto es suficiente para sobrevivir, si uno se agarra fuerte.
Ella había tenido cáncer y había perdido a su marido y yo era un recién llegado. Ella estaba pensando en otra cosa pero me trataba bien y me enseñaba a lavarme las manos al volver de la calle y me hacía arroz con leche y me explicaba que no debía hacerme pis en la cama. Ella lloraba si yo le preguntaba por Atilio y a mi eso me daba curiosidad. Apenas me acordaba de Atilio. Su única hija, mi madre, los enterró jóvenes a los dos en pocos años. Y se salvó por poco de su propio cáncer en esa casa.
Yo pude querer a mis hijos mucho más de lo que fui querido.
Con ese amor volví a la casa que ha sido usurpada durante cuarenta y seis años.
La casa no habló.
Fue un soliloquio mío.
Como siempre, desde aquellos días.
Hoy visité la casa de mi infancia.
Viví en ella desde los tres y medio hasta los once.
Nunca había vuelto.
Tiene algunas modificaciones.
Yo también, sin duda, tengo un aspecto distinto al de entonces.
Pero nos reconocimos.
Nada ha cambiado entre nosotros.
Y cuando digo nada quiero decir que si bien no está la biblioteca de madera contra la pared y no está el sofá en que mi padre intentó sentarme en sus rodillas para decirme que Nora había muerto, yo sé, y siento que ella sabe, el lugar exacto en que me solté de los brazos de mi padre con un apurado “ya sé lo que me querés decir” y salí corriendo al jardín y pisé las lajas blancas que ya no están y el pasto desprolijo que ahora es abundante, homogéneo y parejo, corriendo a conocer con espanto como era el mundo sin Nora.
Hoy en día reconozco que Nora no era suficiente, que no me quería tanto.
Pero me quería, y un poco de amor incompleto es suficiente para sobrevivir, si uno se agarra fuerte.
Ella había tenido cáncer y había perdido a su marido y yo era un recién llegado. Ella estaba pensando en otra cosa pero me trataba bien y me enseñaba a lavarme las manos al volver de la calle y me hacía arroz con leche y me explicaba que no debía hacerme pis en la cama. Ella lloraba si yo le preguntaba por Atilio y a mi eso me daba curiosidad. Apenas me acordaba de Atilio. Su única hija, mi madre, los enterró jóvenes a los dos en pocos años. Y se salvó por poco de su propio cáncer en esa casa.
Yo pude querer a mis hijos mucho más de lo que fui querido.
Con ese amor volví a la casa que ha sido usurpada durante cuarenta y seis años.
La casa no habló.
Fue un soliloquio mío.
Como siempre, desde aquellos días.
2 Comments:
Me emocioné, viejof. Yo también te quiero.
Cuantos otros nombres pasaron por esa casa durante todo este tiempo???El tuyo se repitió con esta nueva visita...
Yo
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