Tuesday, August 02, 2016

Asfalto


                                                     Dedicado a Pedro Mairal que lo dijo primero*


No era en José León Suarez, creo, pero quizás un nombre parecido. Una ruta, de asfalto negro sin ley, que a los costados en vez de veredas tenía tierra hasta las puertas de las ferreterías,  galpones, parillas, talleres, depósitos… las puertas tosían sobre esa tierra de nadie un aire de caño de escape con puchos, bolsas de plástico, boletos de colectivo, envases de yogurt desahuciados, zapatos viudos, cámaras de bicicleta semienterradas. La típica piel enferma de los accesos a la ciudad era presa fácil de  perros tímidamente arriesgados y el olor a quema. El poco revoque y pintura que de vez en cuando levantaba la nariz de la orfandad, tenía un aire de nuevo rico, digno de poca confianza. 

Poco después de que empezara a circular el 619 los del corralón le vendieron media manzana a unos que iban  a construir. Al tiempo cruzaba sobre  la ruta un caño de hierro gris, como una boa, que sacaba agua de la fosa y la entregaba, inocente y cristalina, a la mala suerte de la zanja de enfrente. Los camioneros lo pasaban, lentamente, con un gesto de sodomía y las motos estadísticamente se repartían en violentos frenadores, puteadores, derrapadores y accidentados. En la trampa de la noche humilde más de uno se encontró en el piso, sangrando y llorando el retorno de sus dolores de niño.

Ese fue el verano del calor en que la gente sacaba el catre para dormir en la vereda y los chicos se bañaban en la zanja.  Las gomas de los camiones amasaban contra el caño el asfalto como una teta de negra vieja. Y del otro lado, con mueca de asombro, empezó el primer hundimiento. Hijos de acostumbrados, los de ahí, no decían nada y los de afuera sacaban número sin preguntar. El destino que es indiferente a casi todo, se ensañó con ese desaire y,  parado en la ocasión que hace al ladrón, empezó a repetir la cosa, haciendo arcadas profundas por doquier y robándole protagonismo al caño original. La piel negra perdió su humildad superficial y se lanzó a profundidades y picos como un delfín rabioso. Una caravana resignada avanzaba, en primera, raspando la panza en las jorobas del asfalto y a veces pasaba largos ratos esperando que destrabaran a algún boludo o que las olas se adormecieran un poco con la salida del sol. De a pie y con gorras de colores, los vendedores de bebidas y cubanitos picoteaban ese gigante ciempiés como hormigas. El de los boletos de lotería, frustrado, pasó  a vender pantallas para abanicarse: la gente había dejado de creer en los números o quizás en el futuro. Con el movimiento, el asfalto se puso más negro. Como una ameba, digería  los papeles y la tierra que el viento ponía a su merced.

A los que venían de allá, lo de acá  los llamaban  “los que vienen” y a los que llegaban del otro lado les decían los “los que van” pero cuando el movimiento del asfalto pasó de la velocidad de la aguja chica a la de los minutos, dejaron de hablar de la gente. Y cuando el movimiento fue perceptible a simple vista como el segundero, volvieron a hablar, pero con más nerviosismo, y nadie se fijaba mucho en qué decía y perdieron el registro de lo que era ir y lo que era venir.

En esa época Dalia me pidió que fuésemos a ver si sus padres estaban bien.

Pensé en el frasco de berenjenas en escabeche que me daba siempre mi suegra al despedirse, apoyándome en la mejilla unos  pelos ralos pero duros del bigote y unas arrugas que se fruncían destilando hacia sus labios, como una lapicera, unas microgotas de sudor y saliva, con las que sellaba en mi mejilla el formulario de visita realizada.

Avanzábamos  lentamente detrás del 619 cuando el chofer paró y abrió la puerta de la izquierda  para hablar con uno de la misma línea que venía saliendo. “Parece que viene rosca” le dijo el que salía. La miré a Dalia pero parecía no haber escuchado. O quizá no sabía que los navegantes le dicen rosca a la tormenta fuerte.

Al rato estaba vomitando su inocencia y llenando la camioneta de un olor que no era mucho peor que el de afuera. Mi cinturón de seguridad estaba roto y a pesar de que me agarraba del volante con todas mis fuerzas a veces la salida de una ola coincidía con la entrada de otra y me daba la cabeza contra el techo. No pude ver bien qué nos pegó de atrás porque estaba mirando cómo nos íbamos a dar inevitablemente contra la cola del 619 y el impacto fue casi simultáneo: adelante y atrás. Ahora había algo de sangre sobre el vómito del piso. Del codo de Dalia y de mi nariz. Y se estaba levantando un viento fuerte que venía con arena de gusto a ciénaga y cementerio. En eso me pegó en la oreja algo alado y me di cuenta que el impacto de atrás se había llevado todos los vidrios y que había que hacer algo porque estábamos a la merced de la intemperie. Le pedí a Dalia que pasara al volante pensando en sacar el asiento de atrás y tapar con él la ventana trasera. Tirado en el piso de atrás encontré, moviéndose agónicamente con el viento, lo que me había pegado en la oreja: un cuaderno azul de tercer grado. La letra esforzándose por mantenerse en el renglón, luchando contra la soledad de la infancia.

Una nueva corcoveada del asfalto me tiró a Dalia encima, que en su susto desesperado parecía luchar contra mí. Los sacudones nos pusieron en tres posiciones sucesivas como amantes desesperados, y en la cuarta me encontré sosteniendo su cabellera, viendo su cuerpo fuera del auto, a merced de un nuevo abismo que la reclamaba. Cerré mi mano y tiré, para que no se fuera, porque no estaba yo preparado. Pero me quedaron  en la mano, las extensiones de la peluquería y algo de su pelo natural. Llegué a ver su cuerpo, envase de yogurt desahuciado, entre las ruedas del de atrás, un mionca que parecía vacío, una masa de hierro indiferente. Le cayó como un sello de la burocracia, y a otra cosa.

Ha llegado la fresca y ya nada cruje. Estoy tratando de separar los pelos de verdad de las extensiones. Los voy poniendo, en mechoncitos, entre las hojas del cuaderno. Los que tienen raíz, son sin duda originales… algunos traen algo de sangre que queda escrita en el cuaderno. Viva la patria! Dice una página… y pienso que quizás nos salvemos con las próximas elecciones.

* "El año del desierto" la mejor novela que he leído

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