Asfalto
Dedicado a Pedro Mairal que lo dijo primero*
No era en José León Suarez, creo, pero quizás un nombre
parecido. Una ruta, de asfalto negro sin ley, que a los costados en vez de
veredas tenía tierra hasta las puertas de las ferreterías, galpones, parillas, talleres, depósitos… las
puertas tosían sobre esa tierra de nadie un aire de caño de escape con puchos, bolsas
de plástico, boletos de colectivo, envases de yogurt desahuciados, zapatos
viudos, cámaras de bicicleta semienterradas. La típica piel enferma de los
accesos a la ciudad era presa fácil de perros
tímidamente arriesgados y el olor a quema. El poco revoque y pintura que de vez
en cuando levantaba la nariz de la orfandad, tenía un aire de nuevo rico, digno
de poca confianza.
Poco después de que empezara a circular el 619 los del
corralón le vendieron media manzana a unos que iban a construir. Al tiempo cruzaba sobre la ruta un caño de hierro gris, como una boa,
que sacaba agua de la fosa y la entregaba, inocente y cristalina, a la mala
suerte de la zanja de enfrente. Los camioneros lo pasaban, lentamente, con un
gesto de sodomía y las motos estadísticamente se repartían en violentos
frenadores, puteadores, derrapadores y accidentados. En la trampa de la noche
humilde más de uno se encontró en el piso, sangrando y llorando el retorno de
sus dolores de niño.
Ese fue el verano del calor en que la gente sacaba el catre para
dormir en la vereda y los chicos se bañaban en la zanja. Las gomas de los camiones amasaban contra el
caño el asfalto como una teta de negra vieja. Y del otro lado, con mueca de
asombro, empezó el primer hundimiento. Hijos de acostumbrados, los de ahí, no
decían nada y los de afuera sacaban número sin preguntar. El destino que es
indiferente a casi todo, se ensañó con ese desaire y, parado en la ocasión que hace al ladrón,
empezó a repetir la cosa, haciendo arcadas profundas por doquier y robándole
protagonismo al caño original. La piel negra perdió su humildad superficial y
se lanzó a profundidades y picos como un delfín rabioso. Una caravana resignada
avanzaba, en primera, raspando la panza en las jorobas del asfalto y a veces
pasaba largos ratos esperando que destrabaran a algún boludo o que las olas se
adormecieran un poco con la salida del sol. De a pie y con gorras de colores,
los vendedores de bebidas y cubanitos picoteaban ese gigante ciempiés como
hormigas. El de los boletos de lotería, frustrado, pasó a vender pantallas para abanicarse: la gente
había dejado de creer en los números o quizás en el futuro. Con el movimiento,
el asfalto se puso más negro. Como una ameba, digería los papeles y la tierra que el viento ponía a
su merced.
A los que venían de allá, lo de acá los llamaban
“los que vienen” y a los que llegaban del otro lado les decían los “los
que van” pero cuando el movimiento del asfalto pasó de la velocidad
de la aguja chica a la de los minutos, dejaron de hablar de la gente. Y cuando
el movimiento fue perceptible a simple vista como el segundero, volvieron a
hablar, pero con más nerviosismo, y nadie se fijaba mucho en qué decía y
perdieron el registro de lo que era ir y lo que era venir.
En esa época Dalia me pidió que fuésemos a ver si sus padres
estaban bien.
Pensé en el frasco de berenjenas en escabeche que me daba
siempre mi suegra al despedirse, apoyándome en la mejilla unos pelos ralos pero duros del bigote y unas
arrugas que se fruncían destilando hacia sus labios, como una lapicera, unas
microgotas de sudor y saliva, con las que sellaba en mi mejilla el formulario
de visita realizada.
Avanzábamos lentamente detrás del 619 cuando el chofer paró
y abrió la puerta de la izquierda para hablar con uno de la misma línea que venía
saliendo. “Parece que viene rosca” le dijo el que salía. La miré a Dalia pero
parecía no haber escuchado. O quizá no sabía que los navegantes le dicen rosca
a la tormenta fuerte.
Al rato estaba vomitando su inocencia y llenando la
camioneta de un olor que no era mucho peor que el de afuera. Mi cinturón de
seguridad estaba roto y a pesar de que me agarraba del volante con todas mis
fuerzas a veces la salida de una ola coincidía con la entrada de otra y me daba
la cabeza contra el techo. No pude ver bien qué nos pegó de atrás porque estaba
mirando cómo nos íbamos a dar inevitablemente contra la cola del 619 y el
impacto fue casi simultáneo: adelante y atrás. Ahora había algo de sangre sobre
el vómito del piso. Del codo de Dalia y de mi nariz. Y se estaba levantando un
viento fuerte que venía con arena de gusto a ciénaga y cementerio. En eso me
pegó en la oreja algo alado y me di cuenta que el impacto de atrás se había
llevado todos los vidrios y que había que hacer algo porque estábamos a la
merced de la intemperie. Le pedí a Dalia que pasara al volante pensando en
sacar el asiento de atrás y tapar con él la ventana trasera. Tirado en el piso
de atrás encontré, moviéndose agónicamente con el viento, lo que me había
pegado en la oreja: un cuaderno azul de tercer grado. La letra esforzándose por
mantenerse en el renglón, luchando contra la soledad de la infancia.
Una nueva corcoveada del asfalto me tiró a Dalia encima, que
en su susto desesperado parecía luchar contra mí. Los sacudones nos pusieron en
tres posiciones sucesivas como amantes desesperados, y en la cuarta me encontré
sosteniendo su cabellera, viendo su cuerpo fuera del auto, a merced de un nuevo
abismo que la reclamaba. Cerré mi mano y tiré, para que no se fuera, porque no
estaba yo preparado. Pero me quedaron en
la mano, las extensiones de la peluquería y algo de su pelo natural. Llegué a
ver su cuerpo, envase de yogurt desahuciado, entre las ruedas del de atrás, un
mionca que parecía vacío, una masa de hierro indiferente. Le cayó como un sello
de la burocracia, y a otra cosa.
Ha llegado la fresca y ya nada cruje. Estoy tratando de
separar los pelos de verdad de las extensiones. Los voy poniendo, en
mechoncitos, entre las hojas del cuaderno. Los que tienen raíz, son sin duda
originales… algunos traen algo de sangre que queda escrita en el cuaderno. Viva
la patria! Dice una página… y pienso que quizás nos salvemos con las próximas
elecciones.
* "El año del desierto" la mejor novela que he leído
0 Comments:
Post a Comment
<< Home