Sunday, November 11, 2012

You dont really need it (completo)

(A esta altura y casi sin lectores, uso este blog como archivo de lo que voy escribiendo para tener un back up por si pierdo la compu. En este caso se trata de la version corrugada y corregida de una serie de posts que conformaron una novelita en el 2010.)



Me escribió Jane, hace un mes.

 

Una carta de papel que tardó más de diez días en llegar.

 

Desde la cárcel. Está presa en el Norte de California, a cuarenta y cinco minutos de auto de su fantástica casa sobre los acantilados donde se aparean las focas (o los elefantes marinos, no me acuerdo bien).

 

Es un buen capítulo para su vida. Hacía rato que no pasaba nada y en alguna parte de los comandos generales del universo debe haber sonado una alarma. La vida de Jane no podía terminar totalmente aburguesada.

 

Nos conocimos en el Monte Vista Highschool de Danville, Cerca de San Francisco. Ella era gorda y no muy linda pero tenía una personalidad fascinante, escribía poesía y a los diez y siete años declaraba haber intentado suicidarse más de una vez. Yo era un estudiante argentino de intercambio, proveniente de un colegio de todos varones, que aterrizaba en un highschool con setecientas chicas de entre catorce y dieciocho. En esos seis meses tuve muchas novias y cosas parecidas, pero Jane, sin ser novia ni cosa parecida, fue la más importante de todas. Estaba en mi clase de arte, en la que la profesora nos daba mucha libertad y el colegio proveía de todo tipo de materiales de dibujo, pintura, papeles, telas, cerámica y demás. Recuerdo que ella, una vez, construyó una caja y la forró con fotos de manos. Eran fotos en blanco y negro sacadas de avisos de diarios. Esa ensalada gris de manos, recubriendo una especie de pequeño ataúd, tenía un aspecto sorprendente. Sin duda era algo diferente a la suma aritmética de caja y manos.

 

Me la dio. Yo le había despertado un metejón instantáneo con mis frases surrealistas, mi acento extranjero, mi actitud de latino y mis sweaters suavecitos (lo de los sweaters es la única causa confirmada ya que me lo dijo ella). Así que me regaló la caja ni bien la terminó. La tomé en mis manos. La miré. Pregunté si era mía y si podía hacer lo que yo quisiera con ella y ni bien asintió con la cabeza la destruí a puñaladas con una tijera. Pagaría por volver a ver la expresión de su cara. Lo primero fue dolor, que reprimió como pudo para que no asomara en su cara, pero después, de inmediato, le encontró una explicación genial a mi conducta y se sintió orgullosa de ser ella la protagonista de esa situación y de entender. Entonces el chispazo de odio que afloró en sus ojos se transformó en sonrisa, también reprimida, porque a un son of a bitch que rompe el regalo tampoco le vas a festejar el chiste.

 

En cuanto me contó por qué estaba presa recordé esa anécdota. La conexión no es obvia pero al terminar la carta me encontré con una posdata que decía: Vos sabías que no necesitabas realmente la caja. Todo esto que me está pasando debe ser culpa tuya.

 

Esa posdata me hizo reír en voz alta pero antes de terminar de reír estaba llorando. Creo que vale la pena vivir para recibir esas estocadas. Habían pasado treinta y ocho años desde aquella tarde, y nunca la habíamos mencionado. Me da un poco avergüenza contarlo porque parece inventado.

 

Terminado el colegio Jane se vino a visitarme a Buenos Aires. Tenía casi veinte, un año y medio después de que nos conociéramos. Lo interesante es que se vino por tierra. Estamos hablando de hace treinta y cinco años... principios de la década de los setenta. Desde San Francisco a Buenos Aires por tierra, una rubia de diecinueve que no hablaba castellano. Apenas recuerdo un par de cosas de su viaje. Que encontró una rata ahogada en el inodoro de su hotel en Honduras, que un militar brasilero la hizo arrestar porque ella salió en defensa de unos artesanos a quienes el milico les pagaba de menos y que traía para mí "uno de esos sweaters suavecitos que te gustan a vos" en una valija que le robaron. Cuando leía su carta pensé que iba a mencionar el sweater, pero se ve que no lo tiene tan presente como yo. A pesar de que le dije una vez que, de todos los sweater del mundo, ese siempre ha sido el que más he recordado y quizás el que más quiero. (Recién ahora se me ocurre pensar que ni sé de qué color era). Cada vez que pienso en ese sweater pienso en el bastón de Hatsun Sacha. He contado la historia de ese bastón un par de veces y nadie pareció valorarla. Por qué será que sigo pensando que es un gran cuento?

 

 

El Bastón de Hatsun Sacha.

A fines de los ochenta hice mi primer viaje a Ecuador.
La idea era capacitarme en la fundación Altura para poder, después, enseñar management a los líderes de organizaciones ambientalistas, como parte de mi trabajo voluntario en otra fundación de Buenos Aires.
Para ello tenía una larga agenda de entrevistas con muchos de los funcionarios de esta ONG quienes me enseñarían como la manejaban. Cuando estuvo listo el acuerdo de todo lo que yo haría y las fechas, mandé un fax confirmando que iba para allá, y (típico de mi optimismo e irresponsabilidad de aquella época) fui sin verificar que el fax hubiese llegado.
De hecho el fax fue a un número viejo y nadie lo recibió. Y yo llegué al aeropuerto de Quito y nadie me recibió. Me fui al hotel y tampoco había nadie para mí. Ni mensajes.
Me habían dicho que tuviera mucho cuidado con la altura, que no hiciese esfuerzos, no subiera escaleras, no comiera pesado. Así que me metí en mi cuarto y medité, cosa que no era frecuente en mí, repitiendo un mantra que me habían enseñado unos cuantos años antes en una ceremonia de iniciación budista. Sabía que ya llegarían a buscarme y tenía que llenar el tiempo con algo. Terminada la meditación me di un largo baño y después comí un almuerzo liviano tratando de alargar lo más posible cada cosa que hacía porque no tenía ninguna otra actividad en qué ocuparme. Esa lentitud era absolutamente nueva para mí, un emprendedor publicitario cuentapropista que tomaba tres grandes tazas de café negro

a lo largo de cada mañana y vivía, acelerado, tratando de conquistar clientes y de presentar campañas publicitarias siempre urgentes. En Quito, en cambio, tenía la absoluta certeza de no conocer a nadie. No había nada que pudiera involucrarme. Nadie tenía nada que decirme. Nadie me necesitaba... ni sabía que yo existía. Y el tiempo pasaba sin que eso cambiara en lo más mínimo.
Al segundo día salí a caminar y mirando el enorme valle cubierto de techos desde un balcón natural entablé diálogo con otro ser inexistente. Un hombre de enorme barba negra y pelo largo con capucha y sotana que hablaba mal inglés y nada de castellano. Había ido a Quito a un encuentro de curas ortodoxos griegos. De qué podemos haber hablado? Ese y yo.
Cuando volví al hotel y comprobé una vez más que no había mensajes decidí entrar en acción. Llamé, una vez más, a pesar de que era domingo, al número que tenía de la Fundación Altura. Para mi gran sorpresa una voz ronca dijo: "Seguridad" Era el sereno de la fundación. El wachimán como les dicen en Quito. Y cuando le expliqué mi situación se limitó a informarme que hasta el martes no parecería nadie por que el lunes era feriado.
Al tercer día tomé un tour de la ciudad. Cuando miramos una ciudad pasa algo que depende tanto de la persona como de la ciudad. Yo nunca lo había pensado. Pero es así: sujeto y objeto. Y el sujeto en que me había convertido yo, después de dos días de no existir, era varias veces más sensible a la realidad que el que tomaba tres tasas de café negro por día. La imagen que me viene a la mente es de un agua turbulenta y barrosa de un río agitado que es vertida en un botellón de cristal donde se la deja reposar y se decanta y se pone tan transparente que es casi luminosa.
Con esa mirada vi Quito. Vi a los hombres y mujeres de Quito. Vi el fenómeno humano … Vi la diversidad étnica empujando contra sus pieles en un impulso milenario creador de formas en pómulos, narices, espaldas curvas y piernas combas. Manos arrugadas y voces huecas y secas. En colores y cantos. En abrazos y humedades. En obras de adobe y de textil. En el olor a pis de los rincones y el sabor instantáneo del ceviche. Vi el poder de las iglesias, las calles gastadas, los perros sucios, los niños callados. Cada tanto miré al cielo atrapado entre volcanes. Y vi escalones por todos lados. Y vendedores de cualquier cosa y gente sin hacer nada. Y vi las miradas del turismo y sus camisas floreadas tras sus cámaras compradas.
Sin hablar. Porque se me había dormido la boca de mirar. Y porque de pura transparencia me había quedado sin nada que decir.
Al volver al hotel me di cuenta de que estaba enamorado. No me quedó otra que entender  que el amor no necesita objeto. Cuando me senté, fue obvio, se sentó un enamorado. Y cuando sonó el teléfono fue la mano del enamorado que levantó el auricular y a todas luces se notó que era un enamorado el que dijo hola.
La que llamaba era una bióloga: Rosario Albaúl. Se había enterado por el wachimán de que yo había llegado. Lamentaba muchísimo el malentendido y se ofrecía a llevarme al bosque protector Pasochoa al día siguiente. Esa era una de las actividades previstas en mi agenda para el jueves pero dado que el lunes era feriado ella podía adelantarla.
No quiero aburrirme contando la actitud de un enamorado mirando un bosque protector (que lo que hace es evitar la erosión de la ladera y suministrar agua ya que la contiene y la libera lentamente) así que voy a ir directamente al momento en que la bióloga, al final del paseo, me contó que el sábado siguiente partiría con 20 estudiantes universitarios de biología y un profesor, todos  estadounidenses, a la selva.  A una reserva llamada Hatsun Sacha. No sé que cara puse pero sé que ella me dijo " Bueno, si querés podés venir." era un sueño hecho realidad. La selva. Yo nunca había estado en una selva en mi vida. Una selva de verdad.
Que te digan que podés provoca un aprendizaje menos sutil, menos sabio y refinado, que sentir durante tres días que no existís…

 pero más fálico.
Fue un viaje intenso, desmedido, y signado por el hecho de que encontré allí el bastón que había estado buscando desde chico.

 

3

 

 

 

Para llegar a Hatsun Sacha desde Quito primero hay que subir y subir (al punto que tocamos el hielo de la montaña al costado del camino) y después bajar de nuevo, viendo el obediente paisaje pasar del resignado color piedra al verde húmedo y voraz.  Cruzamos el río Napo, afluente del Amazonas, y tomamos una ruta menor que nos dejó en un punto igual a cualquier otro, en medio de la intensa vegetación,  a media hora de caminata de las cabañas de la reserva. Nos cargamos con todo el equipaje y caminamos hasta las cabañas.  Tiempo total, de punta a punta, once horas. Habíamos ido en un ómnibus: veinte estudiantes yankis,  cuatro ecuatorianos, los biólogos  Rosario y Ed, el chofer, y yo.

Llegamos un par de horas  antes de que oscureciera.  Dejamos nuestras cosas en las cabañas y nos juntamos en un comedor de madera y paja, sin paredes, que era el aula donde los estudiantes se reunirían durante todo ese mes. Yo sólo pasaría con ellos un par de días. Tenía que seguir hacia Washington donde completaría  mi capacitación.

Ed nos habló a todos. Como yo no era profesor me asimilé a la categoría de los estudiantes. Diez años mayor que el promedio pero feliz de pertenecer al grupo. Ed esperó que llegara el último y nos dio instrucciones para nuestro primer ejercicio de aprendizaje: Debíamos  adentrarnos en la selva y escribir lo que percibiéramos.

Con la misma apertura con que había visto Quito me enfrenté a la infinita interacción de la selva. Tantas veces había usado la palabra selva para definir otras cosas: la sociedad humana, el competitivo mercado publicitario, el ambiente de las organizaciones sin fines de lucro, la política… Y ahora necesitaba otras palabras para describir la selva. En la húmeda penumbra que se instala entre las raíces de esos árboles altísimos la quietud era tan sorprendente como la diversidad y abundancia de formas vegetales. Una maternidad, una batalla, un cementerio, una ópera y un mercado conviven en salvaje promiscuidad desenfrenada de esos seres vivos aparentemente inmóviles. Todo ocurre a una velocidad  menor de la que el ojo alcanza a percibir. La escena demostraba tanta acción que tuve la sensación de que  se habían quedado quietos, pescados in fraganti, al verme llegar. ¿Qué oiría yo si pudiera percibir los sonidos de ese drama? ¿Qué alaridos, qué choques, que rugidos y estertores? ¿Qué alabanzas, qué astutos susurros, que propuestas descaradas? ¿Qué gruñidos  de dolor, qué pedidos de clemencia, qué furor de amor por el sol?

Cuando llegó la hora de leer, a los postres de nuestra primera cena,  cada uno su papel, y compartí con ellos esa visión, los estudiantes de biología me miraron un tanto azorados. No esperaban encontrar mi especie en aquel ecosistema.

Al día siguiente Rosario y yo fuimos a comprar papayas a los indígenas que vivían junto al río. Cruzamos un territorio desforestado, un par de días antes, por los colonos, para hacer agricultura. El contraste fue doloroso. El papel leído la noche anterior me dolía en el bolsillo. Ramas de árbol cortadas,  unas sobre otras, hacían imposible caminar. El celeste del cielo llegaba hasta el suelo. Habían masacrado la trama de sombra, aroma y humedad. La luz lo invadía todo con sordidez  pornográfica. La muerte industrial no dejaba ni el gusto de la nostalgia. Hecho vergüenza,  el poder de ser Hombre, me acompañó todo el camino, trepando y esquivando troncos muertos hasta llegar al río.

A la vuelta encontramos una araña del tamaño de mi mano. Negra, lenta, peluda…Con un palito, Rosario le hizo mostrar sus colmillos del largo de un clavo mediano.  Un indígena que pasó nos dijo que esas arañas agarraban dormidas a las víboras y les robaban el veneno. Algo me dijo que ser indígena no era garantía de rigor en la observación y que la sabiduría del saber popular era un mito inventado por el  saber popular.

Llegando de vuelta, al anochecer,  un par de millas antes de llegar pasamos por la cabaña de una joven entomóloga que hacía tres meses que vivía sola, allí, estudiando las hormigas.  Me recibió como si me conociera de toda la vida y me ofreció quedarme a comer y pasar la noche en su choza. Rosario se apuró a decir que no había ningún problema que a la mañana siguiente podía llevar las papayas. No sé explicar lo que sentí. Es que sentí casi nada. Tenía el alma llena, no me cabía esta mujer. Seguía enamorado de la nada y tenía poco que decir. Me despedí de ella sabiendo que la recordaría siempre.

Dormí como si hubiese desaparecido.

El sol me despertó antes de asomar y me levanté de un salto.

Inexplicablemente me sentía más vivo que nunca. Parecía que todos los demás dormían. Asomé la cabeza por la ventana sin vidrio y en el silencio absoluto de un claro de la selva amazónica vi a uno de los estudiantes, Jeff, dorado por los resplandores del alba,  haciendo el saludo Yoga para recibir al sol. ¿Cómo podía ser que destruyéramos así la selva si éramos tan lindos?

Aunque ahí no se veían síntomas, al día siguiente era jueves y el viernes salía mi avión para Washington. A la noche me habían dado precisas instrucciones para que tomara un transporte comunitario de esos que van llenos de frutos, plantas,  gallinas, cabras y cerdos que sus dueños llevan al mercado. Pasaría, dios mediante,  por la ruta, a las siete de la mañana y llegaría a la ciudad de Coca a tiempo para tomar el bus a Quito.

Agarré la mochila y sin despedirme de nadie porque dormían, me fui.

Entré en el aroma de la selva sombría,  una vez más. Volví a estar en mi oscura soledad sin ecos. Caminé doscientos metros por una senda serpenteante. Llegué al arroyo y al cruzarlo me encontré con dos de las estudiantes más lindas del grupo. Estaban totalmente desnudas lavándose el cuerpo con agua y jabón, metidas hasta la rodilla en el arroyito.

-          Adiós  - nos dijimos.  En voz baja, porque parecía que algo podía romperse si no,    y no nos vimos nunca más.

Tomó como cuatrocientos metros volver a aquella soledad sin ecos. Me ayudó un haz de luz que caprichosamente iluminaba unos vapores y un gran árbol. Del árbol, como de cualquier cosa que crece en el Amazonas, colgaban todo tipo de epifitas y parásitos en diversas formas, helechos, lianas, raíces, telas, cáscaras…Pasando por el lugar iluminado noté que  a la altura de mi mano una liana que bajaba de muy alto hacía una curva y se estiraba luego recta hasta el piso. A partir de la curva una pequeña enredadera ya desaparecida o un insecto surcando la superficie le habían dado  unas formas talladas que sólo el buen gusto de la naturaleza puede hacer con tanta sencillez  y gracia. Mientras sacaba mi cortaplumas y cortaba ese pedazo de liana dura y rígida pensé en mi abuelo y su colección de bastones. En el bastón de palo santo que tantas veces había tratado de conseguir sin éxito. En mi vieja, que siempre había dicho que yo desde chico era fanático de palos y sombreros…

Una vez cortadas las dos puntas,  comprobé que era el bastón perfecto. Y seguí con mi vida, caminando por el sendero hacia mi avión a Washington. Me sentía completo.

 

Me sentía Feliz.

Me sentía tan intenso que no pude evitar la pregunta:

¿Y ahora qué?

……

 

 

Lo malo de las preguntas es que en cuanto se las contesta pierden esa magia de la aventura, esa infinita riqueza de la rosa de los vientos. La respuesta suele tener una sola dirección.

Repito que nunca encontré quien valore este cuento.

El amigo suele ser más elocuente con la aprobación que con la crítica. Así que tampoco me han dicho en la cara que soy un tarado. Que la respuesta que di al “¿Y ahora que?” es una estupidez. Que soy raro. Que en vez de escribir estas cosas me debiera dedicar a algo útil.

Me pregunté “Y ahora qué” y la respuesta fue que ya había llegado y que debía volver. Que, obtenido el bastón que toda la vida había querido, debía desprenderme de él.

Tardé en responderme eso. Todo el viaje hasta Coca fue una fiesta. El transporte me dejó antes de cruzar el río. Crucé por un puente peatonal que, a cincuenta metros de altura,  rebajaba el poder del Napo a una foto de turista.

Tenía tres horas hasta que saliera el bus a Quito.

No quería ver la ciudad. No necesitaba más estímulos. Quería aceptar y alabar.

Agradecer.

Quise un templo. Un lugar para recogerme. Necesitaba un big bang a la inversa.

Encontré una iglesia a tres cuadras,  pero estaba cerrada.

Caminé alrededor hasta que le encontré una puerta lateral. Probé el picaporte: estaba sin llave.

Entré y apoyé el bastón y la mochila sobre un banco y me arrodillé. Y ahora qué? Instantáneamente lo supe: desapego. Desprenderme del bastón.

Traté de negarme. Amaba ese bastón.

Pero ninguna resistencia hacía pie.

Dejé la iglesia y me fui al puente peatonal.

Revolié el bastón por sobre la baranda de alambre tejido que llegaba a la altura de mis ojos. Lo vi volar y lo vi clavarse en el agua como un pez y salir de nuevo entre la espuma y nadar a la deriva, hasta perderse en las curvas de la selva, con mi sweater suavecito.

No me acuerdo qué pensé.

Hoy pienso en Jane que mira a través de otro alambre tejido.

You don’t really need it.

You don’t really need it.

 

4

 

 

 

 

 

 

 

 

La vida de Jane es digna de una biografía, y ojalá algún día alguien la escriba. Yo no tengo suficiente información ni memoria, pero me causa gran gusto contar algunos episodios. He tomado la precaución de cambiarle el nombre y algunos datos comprometedores.

Lo que me movió a empezar fue que cayera presa. Hablé con algunos amigos en común y una cuñada. Quise ayudar, pero ¿qué puede hacer uno desde Buenos Aires contra la justicia de los Estados Unidos de Norteamérica? Al final llegué a la conclusión de que “zapatero a tus zapatos”: había que escribir, y si eso no la sacaba de la cárcel, al menos la metía en la literatura.

Vuelta de su viaje a Sudamérica,  Jane se enamoró del primo de uno del grupo The Greatful Dead que andaba con la banda cumpliendo algunas funciones de administrador, aunque tocaba también de vez en cuando por las suyas. Ella viajó con él y la banda por todos lados y terminó  ocupándose de la relación con el estudio de Hollywood que filmaba un documental sobre la banda. Lo hizo tan bien que el estudio terminó ofreciéndole trabajo. Para ese tiempo se había aburrido del músico administrador y lo dejó con la excusa del puesto en Hollywood. Él compuso el tema “Espejo roto” para hacer el duelo y se juntó con unos mangos porque fue el tema de amor de una película que vi pero cuyo nombre no recuerdo. Jane me lo contó con tono entre irónico y sarcástico. No lo decía explícitamente pero quería insinuar la pregunta  “¿Salió ganando?” Siempre le gustó contrastar la plata y el amor en busca de sensaciones raras.

En el estudio hizo una carrera meteórica. Fue amiga de Clint Eastwood y de otros tantos que llamaba por el nombre de pila como Liza (Minelli), Peter (Fonda), los hermanos Cohen (que yo llamaba los hermanos incesto “porque cohen y son hermanos”, y Jane se reía pero creo que no entendía mi traducción del chiste).

Un día encontró en el basurero de la vereda del estudio, al levantar la tapa para tirar una lata de coca, un informe que le había pasado a su jefe sobre un proyecto que ella recomendaba. Renunció en ese mismo momento sin darle a nadie la oportunidad de explicaciones ni darse a ella misma el gusto de ver la cara del culpable arrepentido. Puso un puesto de flores en un mercado. Yo me enteré, porque como no la encontré en el estudio llamé a su madre, y, en un viaje a Los Ángeles, por laburo, me aparecí a comprarle un ramo de “Nomeolvides” sin avisarle. Hacía doce años que no nos  veíamos y varios años que no nos escribíamos. Pero no se desmayó ni nada por el estilo. Me reconoció inmediatamente y me dijo “Francisco!” solamente. No preguntó nada ni expresó más sorpresa que esa. Cerró el kiosco y nos fuimos a tomar café. Se había casado con un psiquiatra que era celoso, según ella, así que no me invitó a la casa. Habían adoptado dos hijos de ojos rasgados de los que vi fotos. Ya eran grandes porque los habían adoptado cuando tenían siete y nueve, tras alguna invasión yanqui a algún país que necesitaba democracia. Nos despedimos un poco desilusionados. Quizá extrañando la  intensidad de la adolescencia  Yo tampoco tenía mucho tiempo. Eran mis épocas de cafeína y publicidad. Pasaron otros diez años sin saber mucho de ella. Una vez vi su nombre en los créditos de una película, otra vez  me mandó una revista New Yorker en que había escrito una nota sobre la industria del cine en la que mencionaba (solo para hacerme un chiste, supongo, porque no parecía indispensable) una película llamada “Nomeolvides”.

Cuando estuve en Harvard la llamé a algunos números que encontré gracias a la entonces novedosa herramienta de Internet. Había vuelto a tener un crecimiento meteórico en la industria cinematográfica y cuando se enteró de que yo ya no era publicitario sino mediador, asesor en negociaciones, profesor y escritor,  me ofreció hacer un documental sobre el conflicto. Le dije que sí pero todavía estoy esperando. Allí fue cuando supe que se había construido una mansión sobre la costa y que las olas pegaban contra las rocas y que manadas de ruidosos mamíferos acuáticos se encontraban estacionalmente para procrear mientras ella regaba los malvones del jardín, unos metros más arriba. El psiquiatra seguía celoso.

Lo siguiente que supe fue que era la máxima responsable del equipo de producción que hacía  una de estas series tipo “Lost”  o “Prision Brake”. Su cuñada me contó que contrataba a cinco directores que filmaban simultáneamente varios episodios. Recuerdo que lo que más me llamó la atención, entonces, fue que la coordinación de las agendas de los actores que figuraban en varios de los episodios era una proeza del cálculo y sus ajustes por imprevistos demandaban complejas negociaciones asistidas por mediadores profesionales imparciales. En medio de la producción el estudio se vendió y le pusieron un jefe por encima. Las relaciones no funcionaron bien y a pocos meses la tensión entre hacer las cosas bien y bajar costos se transformó en una guerra. El directorio nuevo interpretó como un hecho “posiblemente intencional” un tarro de pintura que cayó sobre el jefe, desde un andamio y la situación se hizo insostenible. Durante las negociaciones para establecer una situación “operable”, dos días después del tarro, Jane tuvo un accidente automovilístico y la tuvieron que internar por tres semanas. Nunca volvió al estudio. El accidente dejó un caballo muerto y una jineta con un brazo roto. Los informes médicos sobre las sustancias que se encontraron en la sangre de Jane le costaron perder un juicio millonario y el registro de conductor por cinco años. Para ese tiempo el psiquiatra estaba en Nueva York celando a otra y le pareció oportuno pedirle el divorcio.

Jane descubrió que no necesitaba ni el registro, ni el psiquiatra ni su mansión. La alquiló y se mudó a un departamento de dos ambientes en San Francisco. Se consiguió un trabajo de vendedora en la sección electrodomésticos de una “tienda de departamentos”, como las llaman los traductores mexicanos. No tenía experiencia, pero el marido de la niñera  salvadoreña que había cuidado a sus hijos adoptivos era el gerente.

Jane, que no quería pensar en otras cosas,  puso todo su cerebro en la tarea. Lo que equivale a decir que lo hizo muy bien. En sus ratos libres se ocupaba de su juicio y su divorcio y hablaba con los hijos que estudiaban en Boston. Su madre había muerto un par de años antes. Creo que ese fue el acontecimiento más importante de su vida. Su hermano, muy querido, y su cuñada, estaban viviendo en Hong Kong, sin hijos. Caminaba hasta el trabajo todos los días. Almorzaba en el parque compartiendo sus sándwiches con los patos del lago. Y empezó a escribirme.

Ya no eran las cartas en papel hecho a mano de la adolescencia. Ahora eran mails que llegaban demasiado rápido. Y jugábamos a conocernos de toda la vida pero lo cierto es que éramos extraños.

Me contaba cosas muy profundas. Ideas sobre la vida, la muerte, el destino extraño de esos dos hijos que cayeron en sus manos, la agonía de su madre, el dolor físico y el miedo que sintió antes de morir y me contaba también sobre su sueldo y las comisiones que ganaba y los impuestos que pagaba y cómo el pequeño  departamento que había comprado como inversión hacía diez años valía el doble.

Tenía anécdotas sobre la gente a la que le vendía heladeras de diez mil dólares con pantallas de televisor en la puerta. Una vez le vendió a una vieja clienta de la florería una heladera para que guardara las flores cuando se iba los fines de semana al country club.

La anécdota más importante de todas, como quizás ya pueda adivinarse, está relacionada con el hecho de que terminara presa.

El apellido de Jane era Niven, pero su origen era ruso judío. Su padre había optado por el cambio de apellido al emigrar a los Estados Unidos. Esto se relaciona con el hecho de que un día atendió a un joven abogado y contador de apellido polaco y obvio origen judío a quien acaban de contratar por una cifra record dado que sus calificaciones eran las más altas de la historia de la universidad, en un importante estudio de auditores.

El tipo quería equipar su casa. Había elegido esa tienda porque era cara y brindaba servicio de asesoramiento. Jane era el servicio de asesoramiento. Y ese día había finalizado su juicio de divorcio. Veía el mundo como un cuaderno nuevo.

Jane tiene una manera muy especial de demostrar, unos minutos más tarde, que ha escuchado profundamente. Al principio parece hosca. Por eso cuando demuestra haberte calado perfectamente y haber leído entre líneas y te da la respuesta que ni soñabas que te podía dar, te impacta el doble. En este caso Jane había  oído un par de cosas que le habían hecho especial efecto. El chico había nacido en Polonia y quedado huérfano. Por su aptitud sobrenatural para las matemáticas lo habían mandado a un colegio especial donde un joven profesor norteamericano y su mujer lo conocieron y adoptaron. A la muerte del padre adoptivo cobraron un seguro de vida muy importante pero  la madre cayó en el alcoholismo. Solo Jane podría haber obtenido tanta información íntima de una persona cuyas habilidades comunicacionales para lo personal habían sufrido de una historia con tanta mala suerte y  mala educación.

Jane se imaginó que era la reencarnación de su padre, que era el hijo biológico que no había tenido. Compartieron un café mientras lo asesoraba. Hicieron una larga lista de producto y sacaron un precio total. Cuando Jane notó que el tipo esperaba que ella aprobara su decisión de comprar todo eso, le dijo sin bajar la voz: You don’t really need it.

La explicación de Jane debe haber sido brillante. Si la conozco algo, su fuerte es la elocuencia. Es capaz de hablar de las cosas más nimias conectándolas con lo que a uno el importa y poniendo poesía en la forma de hacerlo. Pero además Jane sentía que era él. Estaba convencida de que algo los unía y le daba derecho a ella a hablarle de esa forma.

La convicción, en algunas tareas es más de la mitad del éxito. Para nutrir los argumentos ella había pasado más de un año conociendo a fondo los electrodomésticos, mientras vivía en un departamento donde no había ni una décima parte de los que había usado en su mansión de la costa. Su sobria calidez, su amor profundo, su mirada ineludible, su inteligencia sorprendente, transportaron al polaco a otro nivel de teoría de las decisiones.

Lo conectaron con las cosas importantes.

 

El polaco aceptó que ella le vendiera no comprar. Le agradeció. Le dio su tarjeta y le contó que se iba a su casa a pensar un rato. Le confesó que había entendido  por qué se aburría cuando no estaba trabajando… y eso fue más que suficiente.

 

5

El polaco le mandó un ramo de rosas a Jane.

“Negras! Negras!” gritaba Jane en el mail que me lo contó.

Es parte de su superstición. Jane es atea pero se aferra a símbolos y fetiches. De adolescente escribía poemas que firmaba con el pseudónimo “The Rose Black”.

No me lo dijo porque sabe lo crítico que soy de su dependencia al pensamiento mágico, pero sé que piensa que hay algo de reencarnación o de astros siameses.  Jane es de esas personas que me asombran por su capacidad de pasar a ser absolutamente racional después de ser absolutamente irracional y viceversa. Siempre sin avisar.

Por suerte la única parte del cerebro humano que hace esas piruetas es la que usamos para pensar. La parte que se ocupa de coordinar la digestión, por ejemplo, se atiene bastante más a la realidad, gracias a dios, la virgen y a las reencarnaciones.

Yo creo que ese ramo de rosas es lo que llevó a Jane a la cárcel. Tal vez Jane hubiese olvidado al polaco y el brillante discurso con que ella lo había hecho un poco más humano y aterrizado. El maldito ramo de rosas rojas le dijo: esto no es casualidad, Jane, acá hay algo, quizás el mismo accidente fue parte de un plan superior, nada es casualidad.

 

El virus tardó en incubar.  

Dos semanas después llegó una vieja a comprar el aparato que vende Mario Barakus en TV. Jane dice que tuvo una especie de visión de la vieja metida en la cama con cofia y control remoto, una gata durmiendo a su lado, la bandeja con los restos de la comida en la mes a de luz, y sus ojos celestes tan claritos abrillantados por el reflejo de la tele en sus anteojos, clavados en el aviso en que un Mario Baracus que ya no tiene nada de magnífico hablando de las virtudes de la juguera automática. 

“No le dije que no lo necesitaba, me escribió Jane. La escuché hablar y mostré interés por todo lo que me decía. Entre otras cosas te puedo informar que su gata Miracle es la nieta de la nieta de su primera gata y que todas vivieron con ella hasta morir (nunca más de cuatro a la vez y todas murieron en perfecto orden de aparición. First in first out, dijo la vieja con toda seriedad.).”

Jane intuyó que la señora  tenía mucho para contar y no se equivocaba. Tenía y quería contar. Jane dice que se quedó dos horas y no es de las personas que exagera con el tiempo porque le es un tanto indiferente. Que lloró tres veces. Que se tomó una aspirina y un te. Que le mostró una foto de su marido, muerto veinte años antes,  con otra mujer. Que le regaló una gorra plástica para la lluvia. Que habló de sus trabajos, de la máquina de tejer, del crucero a Cuba que hizo con sus padres antes de Fidel, de una vez que se cayó de la escalera. De una noche en el carnaval de New Orleáns que no sabe lo que hizo porque estaba tan borracha que olvidó todo.  De un negro que le propuso casamiento cuando estaban en la universidad. De lo diferente que hubiese sido su vida si se hubiese recibido. De un dentista que le apoyaba la rodilla y no le cobraba. Del número de lotería que compró durante treinta y dos años, porque su padre lo compraba, y cómo un día decidió no comprarlo más. De que no sabía si su hermano estaba vivo o no. De lo que tardan las ambulancias en llegar a su casa cuando tiene problemas de salud. De la madre de Miracle que se llamaba, Music, y que una noche dijo una palabra. Del veterinario que había inseminado artificialmente a todas sus gatas y se había llevado todos los cachorros menos una hembrita en cada ocasión.

Jane recordaba esos temas y supongo que otros los habrá olvidado, pero la cuestión es que finalmente la señora se despidió y se fue sin comprar. Dos horas es algo que Jane puede permitirse porque es amiga del gerente y porque los demás vendedores la respetan. Pero cuando me lo contó pensé que la iban a echar si se repetía de una u otra  forma. 

Mario Baracus es parte de un sistema que tiene todo controlado.

 

6

 

 

 

 

 

Nunca me resultó fácil entender precisamente qué motivaba a Jane. Creo que no conozco a otra persona que hubiese reaccionado de aquella forma cuando destruí la caja de las manos que me acababa de regalar. ¿Quién otra hubiese renunciado al trabajo sin darle al jefe una oportunidad de pedirle perdón y ofrecerle el oro y el moro para que se quedara? ¿Qué  motivaba su empeño  en la cruzada del “You don’t really need it”? Es difícil de explicar.

Su cuñada Carmel (casada con su hermano menor, Olaf), tras algunas cervezas,  esbozó su teoría en una charla que tuvimos por teléfono. Dijo que el recuerdo de su padre,  comunista,  anarquista y difunto, había sido para Jane, una contradicción subyacente, como una espina  en su espíritu, durante su carrera en la industria cinematográfica. El conflicto de su salida del estudio la había enojado con el sistema y al mismo tiempo la había colocado en el puesto del peón al servicio de la ideología capitalista: vendedora de electrodomésticos, portaestandarte de la sociedad de consumo. Al principio Jane lo había aceptado como una ironía, con ese  gusto suyo por los contrastes absurdos. Pero, según su cuñada, eventualmente tenía que aparecer la oportunidad de dejar actuar el mandato izquierdista paterno. No es casual que ella viera en el polaco a la imagen de su padre.

La teoría no estaba mal pensada. Solo me pareció que  la impulsaba ese resabio de celos de la cuñada, que a pesar de respetar y querer a Jane, siempre la vio como la hermana adorada por su marido, con la cual, en el corazón de Olaf, era imposible competir. No digo que Carmel la estuviese criticando, pero interpretar a alguien da siempre una sensación de superioridad que en ese caso parecía una pequeña revancha  largamente esperada.

Yo tengo otra teoría. Que no contradice a esta pero tiene énfasis en otros puntos. Para mí, Jane es atea para que Dios la venga a buscar. Qué quiero decir con eso… No es que no quisiera ver a su jefe pidiéndole perdón  arrepentido cuando abandonó el estudio, es que no quería que ese placer acabara. No quería que la potencia se transformara en acto. El sufrimiento de su jefe quedó congelado para siempre como un mamut en un glaciar. Y ella lleva esa noción en su pecho cual relicario. Es no querer gastarse la plata para que siga teniendo intacto su mágico poder de satisfacer deseos. Este patrón de conducta hace que Jane no acepte con facilidad la adulación. Cualquier felicitación humana es prematura. Para Jane, sólo si alguien sufre enormemente o muere por una causa ha puesto su moneda en la alcancía de esa causa. Mi sacrificio de su caja de manos fue una estocada de amor en su corazón. Yo la hice inmortal. Si no sacrificábamos esa caja en 1971, hubiera muerto de vieja en algún estante  o aplastada por una pila de otras “cosas para tirar” en alguna mudanza o limpieza profunda. La caja, el sweater, el bastón, los electrodomésticos del polaco, la juguera de Mario Baracus, las disculpas del jefe, el amor expresado en “Espejo Roto”… muertes prematuras que en su alarido de dolor fijaban un precio. La carrera de Jane en el cine tuvo indicadores de que la querían: el sueldo que le pagaban, la recaudación que indicaba el éxito de sus producciones, el raiting de sus series… pero eran precios de mercado. Transacciones estándar. Gotas de agua en el océano del sistema. Olas, quizá, pero agua en el agua.

El instante en que la vieja sonrió al despedirse, sin mencionar siquiera que no llevaría la juguera  que había pedido en primera instancia, eso no era agua en el agua. Eso era una adulación que requería un sacrificio. Implicaba arrancar una porción del mapa del sistema y dejar el agujero. Creo que si damos a elegir a Jane entre dos millones de personas más viendo su serie en la cadena televisiva o la sonrisa de esa vieja al despedirse, elije esta última. Los números han muerto. Se tambalea el sistema. La China tiembla.

 

7

 

Pagalo igual.

 

Algunas de las cosas que voy a contar ahora quizás les suenen conocidas, porque, a medida que iban ocurriendo, Jane me las contaba por mail y a veces yo las contaba, a mi vez, a amigos y parientes.

Lo primero que ocurrió fue que el polaco fue el encargado de comprar los regalos  de fin de año para todos los clientes del estudio a nivel nacional y recurrió a Jane. Le pidió que lo ayudara a pensar una idea. Ella,  para no tener que pensar tanto ni equivocarse en la sugerencia propuso una tarjeta de compras con un crédito incluido en ella a fin de que el cliente eligiera su regalo de entre cinco productos. El departamento de marketing la ayudó a desarrollar la propuesta y negoció precios especiales por cantidad con los fabricantes. El polaco y sus jefes quedaron encantados. Pero la cosa no termina allí. El monto de las compras fue sideral ya que el estudio tenía clientes en todo Estados Unidos y en la mayoría de los casos era gente rica que se compraban dos o tres veces lo que el crédito del regalo les permitía, pagando la diferencia. El efecto sobre las ventas de la tienda fue importante. El jefe de Jane fue recompensado y Jane también y lo festejaron con una comida a la que asistió la vieja niñera de sus hijos.

Jane me lo contó con entusiasmo pero con algo de ese desapego de los místicos en su tono cuando ven señales que confirman su convicción. Ella ya se daba cuenta de que todo era parte de un plan y que ella tenía una misión. Lo que no se daba cuenta era lo contradictorio que resultaba esa señal que lejos de estar en la misma línea de You don’t really need it era un resonante éxito de ventas.

La parte buena es lo que la gente sentía cuando  Jane la recibía en el segundo piso de la tienda. No hay una ciencia que mida cuánto bien le pude hacer a alguien estar con otra persona. Si la hubiese seguramente Jane hubiese marcado un record. Los casos del polaco y la vieja de la juguera son importantes porque fueron los primeros, pero en cuanto a contenidos fueron ampliamente superados por cientos de personas que vinieron después.

Jane dijo que ella siempre estuvo buscando al polaco y a la vieja en la mirada de los demás. Que aprendió de ellos a hacer más felices a los que vinieron después.

Jane descubrió que el momento en que uno entra a comprar una de esas cosas que se enchufan uno se está enchufando también a un importante pacto social. Esas cosas cúbicas y blancas o rectangulares y negras o extrachatas, plegables, portátiles o de moderno diseño y con luces, programables, garantizadas, computarizadas, a control remoto, bi o tri norma, automáticas, autolimpiables, recargables, microcompuestas,  reciclables, a energía solar, desmontables… tenían un valor espiritual que superaba a todo lo demás. Comprar era ofrecer un tributo. Era caminar dentro de las fauces de la deidad y entregarse. Y salir de allí con la prueba (cúbica, rectangular o extrachata) de la sumisión.

Cuando me lo dijo me hice el superado y contribuí a su análisis con varias frases en que me burlaba de los consumidores y exageraba su teoría en forma bastante cómica, al punto de comparar al sistema con los vampiros. Pasados algunos meses de aquello me da un poco de vergüenza haber reaccionado así. Fue la respuesta de un cobarde. Más valiente hubiese sido admitir con dolor y aceptación que yo había sido uno más de esos. Recuerdo con toda claridad, cada vez que entré en Frávega o Garbarino  la sensación de estar en la boca de un animal mucho más grande cuyo cuerpo se extiende por pasillos subterráneos a  industrias, agencias de publicidad, aduanas, embajadas, agencias de inteligencia, partidos políticos, grupos supranacionales de países desarrollados, oficinas centrales del vaticano,  entidades en que se investiga cosas que el común de la gente ignora, cuartos de hoteles de siete estrellas donde se planean muertes accidentales y vidas estandarizadas…

Toda esa es la claridad que me  pasó Jane, entonces a veces dudo si su superstición, que tanto critico,  no será alguna claridad un poco más elevada a la que todavía no accedo.

Yo temía que la echaran si seguía jodiendo. A partir de este punto empezó a preocuparme que le pasaran cosas peores.

Pero sus mails eran siempre alegres. Invariablemente me contaba de los patos a los que alimentaba durante su almuerzo. Les había puesto nombres y aparentemente los bichos eran muy inteligentes. Las anécdotas era divertidas, pero a mí me sonaban, justamente, demasiado anecdóticas. Como hablar de los caniches de Perón o que Hitler pintaba al óleo… Jane estaba convenciendo a cientos de personas de que realmente no necesitaban hacer su tributo al sistema y la gente se iba de ese negocio mejor de lo que entraba. No estoy hablando de una película de Holywood en que un tipo inventa el Hula Hula y millones de personas entran en el frenesí del  consumo y el tipo es un visionario que nada en plata. Acá estamos hablando de muchos casos de personas inteligentes, con iniciativa, personalidad, amor, estudios de postgrado, ideas independientes… estamos hablando de gente como yo o como vos, o para el caso, como Jane, cuya casa de la costa rebalsa de electrodomésticos carísimos y sofisticados. Y no estamos diciendo que Jane encontró una fórmula para el desapego del confort y la puso de moda. Jane escuchaba a cada persona y, (ojalá supiera cómo) era capaz de sintonizar las motivaciones que los llevaban a comprar y hablar de ellas en vez de del objeto que pedían que les vendiera. Un día me enojé y le pregunté con algo de impaciencia: Nunca nadie necesita cambiar el lavarropas por que se le rompió y punto?

No me contestó sobre eso en particular. Pero con el tiempo y sucesivas narraciones de sus aventuras por mail  noté que en varios casos les vendía productos a los clientes. Quizá a dos o tres de cada diez. Un día me dijo con orgullo que las ventas de su departamento crecían mes a mes. No pedí explicaciones a eso. Conseguir que Jane conteste una pregunta es una tarea de éxito poco probable. Me trata como a sus clientes talvez… me responde a lo que ella cree que necesito. No a lo que voy a pedirle.

Los días de trabajo de Jane eran cada vez más cansadores. El boca en boca le traía muchos clientes que querían que ella, y no otra persona, los atendiera.  Con  el tiempo fue adoptando la práctica  de recibir en un escritorio y de que la gente sacara número para ser atendida por ella. No usaba reloj ni preguntaba nunca la hora. Escuchaba a la gente y conversaba con ella hasta que se quisieran ir. A muchos les gustaba mirar a la distancia la mímica de Jane y sus gestos y ver cómo iba cambiando la expresión de los interlocutores.

 

A nivel nacional la tienda de departamentos tiene contratados servicios de consultoría de una importante empresa que los asesora en marketing. Uno de los programas regulares que lleva a cabo esta empresa es el clásico “mistery shopper” o cliente incógnito. Es una persona que visita la tienda como un cliente cualquiera y evalúa la calidad de atención de los vendedores.

El comprador incógnito que visitó este departamento de la tienda de San Francisco escribió un informe especial sobre Jane. Pero nadie le prestó mucha atención. Al poco tiempo echaron a este investigador de mercado de la consultora  por una denuncia de acoso sexual. La causa de la denuncia  no era grave y había ocurrido durante una fiesta de oficina del tipo en que muchas cosas suelen ocurrir, pero el jefe no quería problemas ya que la denunciante era una hija del socio fundador de la consultora, así que cortó por lo sano y le pidió que se fuera.  ¿Cómo sé yo tanto detalle de la vida de este tipo? Porque en el lapso de seis meses se casó con la chica que lo había denunciado y le propuso a su suegro una idea revolucionaria en el marketing del siglo XXI: No lo necesitás realmente, así que no lo lleves,  pero pagalo de todas maneras. La idea involucraba directamente a Jane.

 

 

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Algún día quizás revele cómo tuve acceso a información sobre cómo ocurrieron las cosas del otro lado, antes de que le ofrecieran el proyecto a Jane.

Alex Midas era el joven investigador de mercado que le propuso a Paul, su suegro, encarar este proyecto que se basaba en el “fenómeno Jane Niven” cómo el lo había titulado y que a grandes rasgos consistía en Usted no necesita este producto así que no lo lleve, pero páguelo de todas maneras.

Alex es un tipo ambicioso que mira la moral desde afuera como a un objeto intelectual interesante  del cual no ve motivos para formar parte. Tiene un gran sentido del humor, a veces bastante ácido, que lo hace pasar por una persona sociable y hasta simpática. A diferencia de esos  hombres que ven a algunas mujeres como objetos, él ve a todos los seres humanos como objetos. Juega un gran partido de ajedrez usando a las personas como fichas. Sabe que las fichas humanas se mueven sobre el tablero de manera mucho más compleja que las del damero milenario, y ha dedicado su vida a entender cómo moverlas. Genera en los demás una atracción importante, posiblemente basada en su éxito y en la habilidad con que se relaciona… pero lo que más le llama la atención a la mayoría de la gente es que siempre parece a punto de revelar que es humano y que es capaz de sufrir por amor o llorar de emoción… hecho que nunca ocurre. A Alex lo envuelve la fascinación de la ola que está a punto de romper.

Releo el último párrafo y siento que estoy ante una novela de hace dos siglos... ¿cómo puede alguien usar un adjetivo tan antiguo y que no dice nada como “ambicioso”?  Si bien me avergüenzo de usarlo, porque creo que hoy en día habría que explicar las causas y el sentido de esa ambición para comprender mejor la psicología de la persona,  debo confesar que no conocí al personaje y que me estoy guiando por algunos comentarios y referencias. Es decir, que no puedo dar una explicación más radical de su conducta o más profunda de su personalidad. Vayamos a los hechos que de por sí son suficientemente interesantes:

Alex convenció a su suegro de montar una empresa que vendiera lo mismo que estaba haciendo millonarios  a centenares de predicadores religiosos en todo Estados Unidos: aire caliente. Cabe aclara que la expresión “hot air” es de uso común en inglés para referirse peyorativamente a la palabra hablada, es decir, mero aire caliente. Alex veía una importante oportunidad en el mercado para una iglesia sin Dios que operara en una cadena de negocios de artículos para el hogar. “Yo he visto” le dijo a Paul “personas sensatas e inteligentes entrar al templo del consumo a hablar con Jane y reorientar ese impulso… transformarlo en otra cosa… Salir de esa conversación sintiéndose mejor que si hubiesen comprado… ¿Cuánto hubiesen pagado por sentirse mejor que invirtiendo miles de dólares en una heladera con televisor? Y, más importante aún, ¿cuál sería el costo de brindar ese servicio?”

El suegro le respondió que el sentido común norteamericano destruiría a cualquiera que intentase cobrar a cambio de nada. Dicen que Alex no respondió y cambió de tema. Se tomaron unas cervezas y miraron béisbol por TV. Los White Sox iban ganando y Paul estaba muy contento. Alex le apostó una comida que perderían ese partido. Pero ganaron.

Y diligentemente Alex abrió su agenda para anotar cuándo lo llevaría a comer. Quedaron para el jueves y Alex lo pasó a buscar en un espectacular auto deportivo que alquiló para la ocasión. Lo llevó a comer a una carpa montada en un pequeño pueblo a cien kilómetros donde hablaba un pastor itinerante. La carpa estaba llena. El cubierto costaba cien dólares, la comida no valía más de veinte. Pero más importante que eso, las contribuciones que los comensales hicieron a la iglesia al final de la cena cuadruplicaban el valor del

 

 

cubierto y  dejaron al suegro de Alex convencido de dos cosas: Alex sabía persuadir, y tenía razón. El sentido común norteamericano había perdido una gran batalla.

Se pusieron a  trabajar en el proyecto. Dicen que lo más difícil fue definir con qué excusa le cobrarían a la gente. Las iglesias tienen el objetivo muy loable y tradicionalmente aceptado de llevar la palabra de Dios a más personas y en última instancia le estamos dando la plata al mismísimo creador para que se cumpla su voluntad. El argumento de Alex era sencillo: Ese impulso está en todas las personas pero algunas son ateas y no pueden encausarlo en una iglesia o son creyentes y contribuyen en alguna iglesia pero les sigue sobrando impulso y de hecho entran en las tiendas a comprar objetos enchufables. Para ellos hay una necesidad insatisfecha: la posibilidad de gastar esa plata sin comprar esos objetos que en realidad no necesitan. Todos necesitan pagar para pertenecer. Cobrémosles. Jane les está dando lo que quieren gratis. Aprendamos de ella el oficio y cobremos por ejercerlo. 

Jane me contó en uno de sus mails que a veces le proponía a la persona que entrevistaba en la tienda que caminara hasta la calle y volviera y le contara que sentía en pisar la vereda sin el objeto que había venido a comprar. Ese truco le daba enorme resultado.

Fuera lo que fuera que la persona sintiera era un tema fascinante para conversar y desactivar la adicción a los enchufables.

Alex había sido uno de estos clientes enviados hasta la vereda cuando hacía de comprador incógnito y dos cosas habían quedado en su alma grabadas a fuego:

La idea de que Jane podía ser una mina de oro si el la manejaba bien.

Y la horrible sensación de haber sido despojado de su personalidad  de comprador misterioso… Jane le había abierto una puertita, se había comunicado con el verdadero Alex, no el comprador incógnito y  Alex se había sentido vulnerable ante ella como nunca en su vida se sintiera ante nadie.

No es descabellada la teoría de que la cárcel de Jane fuera una venganza de Alex Midas por ese instante de vulnerabilidad.

 

 

 

9

A alguien le tiene que tocar.

 

Es difícil imaginar en qué pensaba Jane día a día. Yo lo comparo con lo que pasa por mi mente cuando pienso en mi trabajo, mi empresa. A la noche generalmente tengo ratos en que trato de ver las cosas desde arriba: olvidar la problemática diaria de ejecución de tareas y ver hacia donde estamos yendo con una perspectiva algo más amplia. Salir del corto plazo para pensar en el significado trascendental de nuestro trabajo. En mi caso es bastante sencillo. En el corto plazo está brindar los cursos de negociación colaborativa para que la gente se entienda mejor y pueda tomar decisiones en equipo que beneficien el bien común en vez de caer en conflictos destructivos. En el mediano plazo la idea incluye crecer en cantidad y calidad de consultores, en cantidad de clientes y países en que operamos,  y estar dispuestos para tareas más importantes incluyendo a gobiernos y problemas internacionales. En el largo plazo queremos influir en la cultura del planeta para que haya suficientes personas en posición de tomar decisiones que sepan negociar colaborativamente como para que el manejo de los problemas ambientales globales no sea tan malo como viene siendo hasta ahora  y podamos sostener la civilización sin una tremenda catástrofe. En resumen, crecer para difundir un estilo de negociación que  permita la supervivencia.

Pero el caso de Jane es bien diferente en varios aspectos. Yo trato de adoptar una actitud de estratega y pensar la visión amplia y  el largo plazo, ella elije lo inmediato. Mira a los ojos de la persona que tiene en frente y se olvida de la hora. Es un soldado que se concentra en su espada y hace temblar la China.

Pero me cuesta creer que lo extraordinario de la historia en que está inmersa no la haga reflexionar… no le cambie el carácter…

Un día llega una consultora multinacional con un proyecto para el que han conseguido inversores y le dice “Hemos pensado en esto. Vos sos el centro. Seleccionarías y capacitarías  a ochocientas  personas para empezar. Se ubicarían de a dos en cada una de las cuatrocientas casas de artículos para el hogar de la cadena Equis. Será una especie de iglesia laica o asociación de alcohólicos anónimos. Gente que quiere abrazar la nueva causa de desenchufarse. Tendrás el 20 % de las ganancias. Estimamos que el primer año eso podría ser cuarenta millones, alrededor de veintiocho millones libres de impuestos.”

Es difícil imaginar qué piensa Jane día a día y más aún imaginar qué piensa ese día. Quizás haya calculado cuántos electrodomésticos de primera línea se podía comprar con esa plata.  Quizás pensó en que estaba bueno multiplicar la cantidad de Janes que escucharan y desenchufaran a los enchufados.

Tal vez la sedujo ese siseo que tiene Midas al hablar o ese estar a punto de desmoronarse y quedar hecho  algo humano.

O a lo mejor pensó que ella podía ser el Mesías. Generaciones y generaciones han recibido o esperado a Mesías. A alguien le tiene que  tocar serlo. La cuestión es que aceptó. Creo que lo que más me dolió fue que no me consultara. Que ni siquiera me lo contara antes de decidir. Tal vez en el fondo yo siempre había creído que era la razón de su vida. Se que suena alo ridículo… pero a solas, sin contarle a nadie, uno puede creerse las cosas mas absurdas. Basta que lo hagan sentir bien a uno.

 

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Después de aceptar:

La vida de Jane cambia aunque el contrato que firmó sigue idéntico.
Las palabras escritas se alejan de las personas que las escriben como un barco del puerto ni bien se cortan las serpentinas que arrojaron los pasajeros en la despedida.
El papel picado se humedece sobre las piedras del puerto e inicia su democrático camino hacia la podredumbre pero las palabras escritas conservan intacta la tipografía, la semántica, la sintaxis.
Jane firmó (sospecho que mirando con especial emoción ese 20% de las ganancias que se mencionaba en la cláusula séptima).
Y la vida siguió adelante como un carruaje de ocho caballos que pasa por encima de un transeúnte distraído.
Al día siguiente le mostraron un plan de entrevistas de personal a contratar. Los avisos de búsqueda ya estaban redactados por una agencia de selección y serían publicados cada dos días en las cuarenta plazas principales de los Estados Unidos. Ella iniciaría un tour de sesenta días entrevistando a los diez preclasificados de cada plaza para elegir a dos de esos diez. Un grupo de analistas especialmente capacitados identificarían los parámetros intuitivos que guiaren la conducta de Jane en esas selecciones para asilarlos, cuantificarlos, estandarizarlos y multiplicarlos. Ese marco lógico sería trasladado a seis selectoras experimentadas que elegirían otras ciento veinte personas cada una. En la selección de las personas estaba la mitad del éxito habían acordado Alex Midas y su suegro. Las restantes setecientas veinte personas debían ser elegidas " con la misma intuición" había subrayado Alex en su mail a la agencia de selección. Y se había quedado pensando que no podía haber nada en el universo que no pudiera ser entendido y replicado. Que quizás los humanos fuésemos imperfectos y por lo tanto incapaces de hacerlo a la con exactitud, pero que una buena imitación era suficiente para ganar unos doscientos millones el primer año y arriba de trescientos cincuenta en los años sucesivos.
La lectura de ese plan de acción y de los avisos que se publicarían en los diarios causaron en Jane un impacto importante.
Tengo en mi mente la imagen de un techo a dos aguas y una persona tratando de empujar un tronco barranca arriba por ese techo. Si logra llevarlo hasta arriba y empujarlo sobre el la cima, el tronco seguirá solo barranca abajo. Pero llegar arriba no es fácil. Con esa imagen quiero decir que ese plan tiene que haber sido un trago difícil de pasar para Jane. Es decir, cómo digerir la idea de que van a clonarlo a uno y prácticamente reemplazarlo. Pero, una vez pasado eso, todo lo demás debe haber sido fácil. Me pregunto si el maldito Midas, este, no lo planeó difícil de digerir especialmente para ponerla a prueba y descartarla en caso de que no pudiera hacerlo. Si Jane se dio cuenta de que todo eso le jodía... si tomó conciencia de que tenía un ego debe haber pensado: You dont really need it... porque siguió adelante. Mi mujer acaba de decirme  que es justamente al revés. Que el ego fue lo que la llevó a aceptar la idea de multiplicarse por todo el país. Pero le tengo dicho a mi mujer que no lea sobre mi hombro mientras escribo.
Y yo me sigo preguntando. ¿Se puede pasar de ese idealismo individual, del contacto personal, del desapego Zen, del mirar a los ojos, del escuchar la historia íntima, del festejar un triunfo único e irrepetible... a la producción en serie? Y me contesto que por supuesto que se puede y por eso existe MC Donald y sus infinitas atomizaciones de la vaca muerta, descuartizada, picada y recalentada. El Franchising es la alegría de muchos. O sea que ese obstáculo lo supero.
Lo que no logro contestarme es qué le hace eso a la mente de Jane. Intuyo que no se puede seguir igual. Y planteo el problema de que si cambia la líder posiblemente se tambalee la pirámide construida sobre ella, o surja algún conflicto.
Una solución para que la pirámide no se vea alterada es momificar al líder.
No sería el primer caso.
Cinco mil años de historia nos contemplan.

 

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Hablemos de Celos.

Si bien Jane es un personaje bastante interesante debo admitir que es producto de su tiempo. Y que es posible rastrear sus influencias, estilos y patologías y cometer la atrocidad de definirla como los biólogos definen a una especie de escarabajo. Me viene a la mente aquella frase "definir el humor es como clavar una mariposa con un poste de telégrafo". Y aquí vengo, al galope, con mi poste. Tratemos de definirla.

Qué le pasa a Jane cuando tiene que elegir a personas diferentes a ella para que hagan esa cosa singular que ella ha estado haciendo? Pensemos, antes de contestar, que Jane venía en caída libre: había perdido el registro, el marido y el trabajo y tenía algo más de cincuenta. De su propio seno sacó una idea que fue como la liana que salva a Tarzán en la escena más dramática de la película. Y esa idea no era una avivada egoísta sino todo lo contrario: era escuchar al prójimo y dejarlo ser lo que realmente quería ser. No había posibilidad de cuestionar la idea ni acusarla a ella de nada incorrecto. Si alguien hubiera intentado decir que todo su proceder era desleal al empleador ya que proponía no comprar en un negocio que vivía de la venta, hubiera sido insostenible, puesto que las ventas seguían subiendo. Ampliar el operativo y montar toda una empresa alrededor de esa idea que a ella le nació espontáneamente fue, como dijo mi mujer, un big bang para su ego. Pero ese big bang puede haber disimulado otros efectos secundarios y la consideración de contradicciones notables que hubieran, de otra manera, aflorado mucho antes. Un hombre cercano a la presidencia me dijo hace unos años "No se puede manejar un partido sin dinero negro" y con esas simples palabras me ayudó a entender que un interés vital satisfecho para todo el mundo produce armonía y orden. Podría haber sido un enemigo común, un fanatismo religioso o un mundial de futbol. En el caso de Jane fue este asunto de encontrar un lugar en el mundo que no era el que el mundo le daba como una limosna sino el que ella con sus propias convicciones encontraba. Hay que sumarle a esto que eran los ideales de su padre y que habían causado un impresionante impacto positivo en muchas personas.

Volvamos ahora a la pregunta: Qué le pasa a Jane cuando necesita hacer el paso inverosímil de clonarse, reproducirse y multiplicarse mediante la selección y capacitación de desconocidos?

Lo que le pasa es que se resigna en pro de un bien superior: el hecho de que muchas personas tengan la oportunidad desenchufarse. Pero dejar de ser única equivale a morir. Y Jane muere cada día de este proceso en que seleccionan y capacitan gente para que sean como ella. Si ellos pueden ella no es única.

En la desierta tierra de nadie que dejan los soldados cuando termina la batalla del desapego hay muchos cadáveres. Pero es posible que alguno no esté del todo muerto. Y que al tercer día se arrastre hasta una cantimplora para iniciar su nueva vida. En el pecho está escrito su nombre: Celos.

 

 

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Se menciona a la biblia tangencialmente.

Uno de los workshops que Jane facilitó para los nuevos empleados que debian aprender a ser ella fue en la afueras de Boston. Jane se hospedó en un hotel cerca de Tufts University, y finalizado el entrenamiento, se fue a quedar con su hijo, que estudiaba en esa universidad y tenía un pequeño departamento en un barrio cercano.

Es común que, cuando uno quiere tener una profunda conversación con su hijo, él no esté dispuesto. Y que, cuando uno realmente no quisiera tenerla, algo lo atraiga, al hijo de puta, a acercarsce y buscar la conversación íntima. Es un clásico que cuando esto último ocurre, los padres no sabemos rechazar la oportunidad. Jane se dejó arrastrar a un diálogo con vino y fuego en el hogar y queso camambert y velas. Fue muy raro contarle a alguien que nunca había comprado un electrodoméstico todo el asunto en que estaba metida. Cómo explicarle el sexo a un robot? Pero el vino ayudó.

Contarle el sexo al robot nos expone a lo ridículo de esa práctica: frotar partes húmedas y malolientes. Tocar (como si el tacto no fuera el más bajo de los sentidos) Chupar. Repetir espasmódica e irracionalmente el mismo movimiento. Endiosar cosas menores. Perder la objetividad. Admirar partes que son habitualmente relegadas a las últimas posiciones de la escala de valor. Transformar los buenos modales en algo vergonzoso y valorar los excesos y extremismos. Hacer de nuevo lo que no tiene novedad fingiendo de común acuerdo que es maravillosa la repetición. Gozar sin excusas, reir y suspirar, relajarse y dormitar con una sonrisa como si todo estuviese resuelto. "Paren de mentir! "gritaría el robot "Paren de mentir!!!".

El hijo de Jane no gritó porque sintió que la madre estaba un poco loca y que prefería no alterarla para no tener que ocuparse de ella justo en el fin de semana que pensaba irse a esquiar con una compañera de facultad.

Jane me contó que su hijo y ella se excedieron con el vino y él le habló de sus recuerdos de la huerta de la abuela (incluyendo las peras) y ella recordó aquellas tardes en que metían de todo en la licuadora: duraznos, peras, ciruelas, naranjas, tomates, hierbas picantes, hielo, leche, manteca de maní, mermelada, azúcar y gin.

Jane recuerda que, estando embriagada por esos menjunjes, el atardecer junto al río y los hijos tenían olor a campo, a piel sana, a lluvia recién llegada y a felicidad.

Uno no se imagina a los judíos haciendo vida tan sana. Es culpa de Hollywood. Se han cansado de mostrárnoslos amenazados por nazis perversos en escenas mal iluminadas y sórdidas... tenemos amigos judíos, hoy, pero los interpretamos a la luz de esas películas. Y a veces hasta ellos parecen sentirse obligados a cumplir ese papel de supervivientes afortunados y resentidos. No pretendo juzgar si tienen razón o no. Pero contrasta con aquella hermosa imagen de licuadoras llenas de frutas, azúcar y gin... y atardeceres de festejo. Me pregunto si, en el caso de los Niven, el cambio de apellido se los autorizó. Y también quisiera saber, para mi propio beneficio, si será cierto que la fruta (que en última instancia es un producto del sexo vegetal) licuada, endulzada y alcoholizada, no es mucho mejor que la biblia para orientarse en la vida.

 

13

 

El chofer

La limusina que pasó a buscar a Jane por el departamento de su hijo estaba conducida por un paralítico en una silla de ruedas. El tipo pudo haberla llamado al celular para avisarle que bajara, pero optó por descender del auto en su silla a motor eléctrico y tocar el interno. Jane, sintiéndose culpable, le dijo disculpe que no bajé antes... me hubiese llamado al celular... El tipo contestó en tono de jugador de fútbol: ahw... me gusta bajar a estirar las piernas cada vez que puedo. Me imagino a Jane poniendo la misma cara que puso cuando destruí su caja forrada en manos. Esa que demuestra que está controlando su primera reacción y entendiendo que debajo de la superficie hay algo más interesante. Me la imagino dispuesta a usar su nueva manera de relacionarse con la gente para dejarlos decir lo que subyace.

Pero la simpatía del chofer era formal, mecánica. No le interesaba ser escuchado por Jane ni un centímetro más allá de la superficie. Después de varios intentos fracasados Jane empezó a tomarlo como un desafío personal. Sabía que no debía insistir tontamente porque eso podía empacar al otro como una mula, así que hacía largos silencios durante los cuales no tenía más remedio que preguntarse cosas sobre sí misma, en ese lugar, intentando hacer hablar a alguien, mientras su trabajo diario era armar a un ejército para que hiciera lo mismo. El viaje a Nueva York toma unas cuatro horas, con lo cual pasaron unas cuantas cosas por la cabeza de Jane. La más obvia fue: ¿me irrita que no quiera hablar, que no caiga ante mis técnicas de escucha, porque eso demuestra que no soy tan buena en lo que estoy haciendo y no merezco el puesto en que estoy? Pero algo de ese planteo le sonaba demasiado simple. ¿Será el miedo al fracaso de toda esta empresa? No, no… no soy una chica tan simple. La explicación que Jane intuía se refería más a la impotencia de la incomunicación. Sin embargo, ella misma no estaba dispuesta a aceptarla como respuesta total. Era demasiado romántica y la ponía en un lugar de heroína en la lucha contra la incomprensión que sonaba demasiado melodramático y empalagoso como para ser cierta.

Hacia la mitad del viaje la idea apareció claramente en su cabeza: a los seis años le hubiese gustado que alguien no se rindiera intentando escucharla. Que en aquella época podría haber sido un tipo como este, paralítico y en silla de ruedas o cualquier otra persona del mundo. Lo pensó durante diez minutos sin que otra idea pasara por su mente. Hasta que empezó a llorar. Fue un profundo llanto de encuentro. De paz. Se había acostado sobre el asiento de atrás como para dormir y, fuera del ángulo en que podía verla el chofer había enterrado su cara entre los brazos y las grandes solapas de su sacón. El pelo rubio sobre la franela negra.

Una hora más tarde pararon a tomar un café. Bajaron sin intercambiar más que monosílabos. Se sentaron frente a frente en un café de autoservicio casi vacío.

Eran cerca de las tres de la mañana. Ella se llevó dos tazas de café a la mesa. El un té con leche grande. Cuando terminó la primera tasa abrió la segunda y rompió el silencio: Nunca volví a querer como cuando tenía seis años.

El hombre no dijo nada. Ni siquiera el gruñido tipo aja que había largado un par de veces al inicio del viaje.

Subieron al auto y partieron sin una palabra. Todas las maniobras para subir tras el volante con la silla automática y los ruidos de los motores eléctricos y las palancas de ajuste y de freno subrayaron el silencio sin piedad.

-          Yo fui piloto de helicóptero en Nam.- dijo él a los diez minutos. – Primero de helicóptero y después de avión.

 

14*

 

Oh!... dijo Jane

 

- Oh!... dijo Jane… A eso se debe la silla de ruedas…

- No. De la guerra salí ileso. La silla me la gané pulverizando herbicidas.

- No entiendo… ¿una intoxicación?

- No, el suelo. El viejo suelo que tantas veces miré desde arriba… Me estaba fallando feo el motor y cuando quise aterrizar en la ruta me llevé por delante unos cables y pegué contra el suelo. - El tono del chofer había cambiado. Parecía describir las imágenes que venían a su memoria más que repetir frases que hubiese dicho ya otras veces.

- Qué ironía… - dijo Jane – salir ileso de la guerra y accidentarse en casa.

- Un lugar común, dijo el chofer y Jane se puso colorada, porque toda su vida se había burlado de los lugares comunes y acababa de caer en uno con la misma inocencia con que se pisa un sorete  de perro

Lo malo del lugar común es que le falta pensamiento lateral-  dijo el chofer –  el lugar común da por sentadas ciertas verdades y las declara  obvias e incuestionables…  es como un  valle, el cañón del colorado, un desfiladero…  nos lleva hacia lo que todos dan por sentado sin dejarnos ver otras cosas por más obvias que sean.

Era muy tarde para que Jane se declarara enemiga eterna de los lugares comunes, hubiese sonado ridículo. A esa altura lo mejor era  quedarse callada  y esperar su oportunidad para darse a conocer.

En cuanto pudo siguió adelante.

-¿Perdió la conciencia por mucho tiempo en el accidente? – preguntó

- Ni un segundo dijo el chofer.

- Mmm… habrá sido muy doloroso!

- No tanto… yo siempre  llevaba unas jeringas de Nam conmigo.  Me clavé una ni bien pude encontrarla.

- ¿Y lo socorrieron de inmediato?

- En un par de horas… cuando se dieron cuenta de que no volvía ni contestaba la radio.

-Mmm… dos horas! Que hizo todo ese tiempo?-

- Me dediqué a limpiar mi cerebro de ideas malas…

- Uau! Suena interesante…  pensaba que se iba a morir? Quería pasar limpio por esa barrera?

- No! Ni se me cruzó la idea! No! Simplemente me di cuenta …quizás por la morfina, quizás por el golpe, quizás porque deje de sentirme culpable… de que  volar no significa ser más elevado, jaja!

- Usted se sentía más elevado que el resto de la gente?

- No, pero  sentía que si  no era más elevado era por culpa mía. –

-Por qué sentía usted eso…?

- Bah… no era que lo sintiera… ni que lo pensara… lo suponía… lo daba por un hecho. Quizás si me lo hubiesen preguntado lo hubiese negado… pero puesto por debajo, es decir “su - puesto”,  estaba todo esa  visión de la vida y de mi mismo.

- Y sabe usted por qué?

- Creo que sí…

Jane hizo una calculada pausa antes de sugerir:

-Cuénteme-

-Usted sabe que la gente está sufriendo ahora?-

- No entiendo…qué gente?-

- La que sufre,  justamente.

- Me imagino que sí.

- Usted sabe que está usted en un automóvil?-

- Si – dijo Jane a secas prestándose al juego.

- Ve la diferencia? – dijo el chofer y sonrió con una expresión que quería parecer astuta pero era algo tonta-  Usted se imagina que la gente sufre pero sabe que usted está en un auto. Simplemente porque una cosa la ve y la otra no. Los que volamos vemos todo. Vemos que se está destruyendo la selva amazónica. Vemos que las fronteras no existen. Vemos que el sol sigue brillando cuando las nubes tapan la ciudad y todos dicen ¨hoy no hay sol¨. Nosotros vemos la contaminación del agua en las ciudades costeras. Nosotros vemos la distancia entre una ciudad y otra y la lentitud de las ambulancias y la sequía de los campos – el chofer se quedó callado como si eso explicara todo.

Al rato Jane se atrevió a decir cautelosa:

- No entiendo la relación. ¿son esos los malos pensamientos que usted tuvo que limpiar de su mente con la morfina? –

El chofer no contestó.

Jane estaba casi segura de que había oído y entendido la pregunta.

Se siente con derecho a no contestar, pensó Jane, la silla le da esa libertad.

 

15

Hubo una de las personas que Jane entrevistó (cuando ya terminaba de seleccionar a la gente para la estructura del proyecto) que recibió un llamado en medio de la entrevista y pidió disculpas diciendo que tenía una emergencia y que debía partir de inmediato. Jane, mucho después, supo que era una mentira. Una falsa emergencia destinada a establecer con Jane otro tipo de relación, y estafarla. Esta mujer, Gertrude, mulata de facciones exageradas pero conjunto bastante armonioso, era una estafadora semiprofesional. Es decir que conseguía trabajos más o menos duraderos pero en sus ratos libres se dedicaba al cuento del tío. Se lamentó de interrumpir la entrevista y Jane la disculpó enfáticamente dado lo dramático de su excusa, y le dio su tarjeta.

Gertrude llamó a la noche y se juntaron en un bar. La “emergencia” estaba superada: el arma que habían relacionado con su hijo adolescente no estaba dentro de su armario del colegio sinodebajo del armario y ahora se suponía que quedaría libre de toda acusación ya que nada probaba que fuera suya.

Jane escuchó con su estilo de siempre a esta mujer que de a ratos parecía una pequeña búfala de río y de a ratos un gran roedor, pero cuya dinámica facial nunca dejaba de fascinarla al punto que a veces se dio cuenta de que había dejado de prestar atención a lo que decía. Tiempo después Jane sabría que la fascinante conversación que tuvieron esa noche con narraciones de su paso por cárceles y hospitales psiquiátricos, viajes a Marruecos y a Centro América, trabajos en minas, barcos pesqueros, subterráneos de Chicago, y en vestuarios de clubs y la Iglesias del Pastor Morris, era un entretejido de ficción, historias ajenas y autobiografía que nadie, ni Gertrude, podría ya desenmarañar para separar verdadero de falso.

A Jane no le importaba mucho la verdad. Su padre se había pasado la vida mintiendo. En los cimientos de su vida estaba su apellido cambiado y su actividad política clandestina. Todo lo construido después tenía el emparche sobre emparche de la novela de ficción. En la industria cinematográfica y aledaños la impostura es materia prima de las relaciones interpersonales. Nunca en mi vida la oí acusar a alguien de mentiroso ni descalificar lo que alguien dijera con la típica frase “bull shit” que los americanos usan cada dos minutos para declarar que no creen en algo. Nunca la vi preguntarse si algo era verdadero o falso. Quizás por eso le sentaba tan bien trabajar en la fábrica de fantasías de Holywood. Pero más aún le sentaba todo este asunto de escuchar a la gente. Es difícil escuchar si uno está juzgando la veracidad de lo que oye. Y si uno prescinde de ese rol de juez (Jane lo demostró) puede taladrar un túnel en las palabras y acercarse a le esencia de la persona y quizás a algunas otras cosas que quienes nos sabemos escuchar sin juzgar nos perdemos.

A todo esto cabe aclarar que el proyecto empresario siguió adelante y que tuvo éxito durante un tiempo y ganaron mucha plata. Jane contrató a Gertrude quien se transformó en su mejor amiga y prácticamente su mano derecha. La que mejor la interpretaba, y transmitía a los nuevos cuadros de escuchadoras su estilo. Hasta que estafó a la empresa en una cifra interesante usando a Jane. Aunque eso no terminó con la amistad, el escándalo cambió una vez más la vida de Jane. Lo paradójico fue que si bien la consultora que detectó el fraude señaló a ambas como culpables, Alex Midas y su equipo estaban seguros de que Jane era más una víctima por confiar en Gertrude y no querían incriminarla. El problema fue que la abogada defensora de Gertrude se dio cuenta de eso y clavó allí su palanca para obtener beneficios. La empresa quiso ponerle un buen abogado a Jane porque se daba cuenta de que todo lo que perdiera Jane lo perdería el proyecto de la empresa. Pero Jane no aceptó el abogado. Y este es para mí el punto de inflexión. Este es el final de la novela. Jane no tenía problema en acompañar a Gertrude en su condena.

Yo pensaba, al principio, que Jane finalmente había ido muy lejos en sus acciones idealistas contra el sistema y el establishment y que poderes obscuros, desde las telarañas del poder, habían movido sus piolines para que Jane cayera en una trampa y fuera presa. Hoy creo que es más simple que eso. Jane contrata a Gertrude. Gertrude comete el ilícito en que Jane queda pegada. Pero lo más interesante es que Jane no hace nada por defenderse.

No hay fotos del juicio, pero su hermano dijo (según la cuñada) que Jane estaba de fantástico humor y no se hacía ningún problema con quedar presa.

Estas, que son noticias más recientes, me llevan a replantear algunas teorías.

Jane ha sido rica y supo que eso lo podía perder. Ha sido poderosa y vio el piolín de las caretas en el mundo del poder. Ha amado. Ha coqueteado con el suicidio. Mi teoría final es que encontró el secreto de la felicidad del que habla Anthony de Mello: el desapego.

Pero su camino fue este túnel que hace para acercarse a la gente escuchando la música más que el contenido de sus palabras. El conductor paralítico fue un baldazo de agua fría para Jane pero lo capitalizó. Hay gente que tiene anécdotas que no salen con la voz. Hay gente cuyo silencio es su mensaje. Hay cosas que no se dicen. Y el reino donde esa idea puede llegar a su máxima expresión es el de las reclusas: la cárcel.

La felicidad de que la caja haya ya muerto bajo las puñaladas de la tijera, de que el bastón pretencioso se hunda en el río y se lo trague el horizonte. La suerte de que, al haber sido robado, el sweater sea una idea, solo una idea, eterna. La bendición de que me encierren. Que no me dejen ni la libertad. You don’t really need it! Yo voy a enseñarles quien soy. Aún más: Voy a ser.

Aparentemente, ahora, la vida de Jane se justifica en no ocupar lugar. Durante un tiempo quiso que le demostraran que se merecía su lugar con sueldos, con celos, con éxito sin precedentes, con cambios de conducta como cuando escuchando a la gente la convencía de no comprar…finalmente se ha dado cuenta de que realmente no necesita que le paguen ninguno de esos tributos, que basta con encontrar el lugar en que la estadía es gratis, el nicho que nadie quiere, el de oír al que no habla. El no necesitar nada. ¿Quién puede pretender que un preso esté agradecido? ¿A quién le debe algo? Nadie es más rico.

Hace poco Jane volvió a escribirme. Supongo que por algunas cosas de nuestros mails ha percibido que estoy entendiendo algo más de su vida (quién sabe cuánto hay para entender…). Entonces hace una alusión que creo que puede servir de final a todo esto que quería escribir sobre ella. Dice así:

“Una tarde de primavera, en la casa de la costa, me puse mi overall de jardinera, el sombrero de paja, los guantes, y salí a carpir y regar mi cantero preferido: uno que está contra las rocas, al límite del barranco, donde empieza la reserva. Desde allí se ven, se oyen y se huelen las focas. Suelo hablar con las plantas, como esas viejas locas de las películas de misterio, mientras con la cuchara voy rompiendo el suelo alrededor de sus tallos, con cuidado para no lastimar las raíces. Mientras lo hacía miraba, entre las hojas y las flores de distintos colores, hacia las focas y el mar y oía de vez en cuando algunos alborotos de esa especie de ladridos que hacen, y me preguntaba de qué estarían hablando y cuán diferente sería ese sonido del que hicieron sus antepasados, en este mismo lugar, treinta mil años atrás. Quizás ellas ven mis malvones que antes no estaban acá… que vienen de una semilla que estaba en un sobre, en un supermercado. Francisco, vos sabés que no soy ultra conservacionista ni nada de eso, no estoy hablando de ecología… es que tuve la visión de un peine y me hice esta pregunta: Si un peine gigante lo peinara todo y desenredara todo y ordenara el universo: las focas quedarían, ¿mi casa y los malvones…? Quizás el peine debiera llevarlas… ¿Entendés lo que digo? Si peinamos el universo… los sabios dicen que todo está como debe ser…pero hay cosas que se resisten a esa misma idea! Entres mis flores y las focas, entre hablar y escuchar, entre hacer o dejar que sea… Mi felicidad en ese momento, carpiendo la tierra con el viento en la cara, el sol a pleno, los gritos de las focas, el olor del mar y de las flores… hubiera querido que el momento durara para siempre… pero a la vez tuve la sensación de que se me abría una puerta. De que debía aspirar a algo más. Aspirar a no aspirar. No sé decirlo sin que suene cursi, Francisco, pero supe que había algo que no sabía y que tenía que aprender. Algo que me estaba esperando. Después me olvidé. Pero cuando Gertrude cayó presa y vi que policías, abogados y jueces abrían unas grandes puertas para salir del sistema y entrar en el más bajo de los mundos, sorpresivamente me acordé de los malvones y las focas. ¿Cuántos huérfanos callados, cuántos paralíticos de Vietnam, cuántas ilusionistas del dolor, como Gertrude, me estarán haciendo un lugar para que yo llegue nadando a tirarme sobre su arena, al pie del acantilado, bajo el sol, como las focas?

Los demás definen la cárcel como el  peor lugar. Pero yo,  la definición de los demás… no la necesito.

 

 

 

 

 

 

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