Arroz a la Zorra.
Arroz a la Zorra.
Le escribí una carta a cada uno de los diez mil. Me tomé el
trabajo de que los sobres fueran diferentes. Para ello me fui al correo central
y hablé con el gitano que habitualmente
se lleva el papel que tiran a la basura en un carro con caballo. Le compre
todos los sobres de tres días. Eran cartas viejas que no habían llegado a
destino y que después de cierto tiempo en que no son reclamadas debían ser
quemadas por el correo, pero alguien prefería dárselas furtivamente a este
gitano por unos pesos diarios.
Tuve que contratar un flete porque no me cabían en el
auto. Todo el piso garaje de mi casa quedó cubierto de cartas que me llegaban a la
rodilla. Yo había leído de adolescente, por recomendación de Zaga, el cuento
Bartleby de Herman Melville, en que un personaje gris de una deprimente apatía
respondía a casi todo con una misma frase: “preferiría no hacerlo” (I’d rather
not). Hacia el final del cuento uno se
entera que el trabajo del tipo consiste en leer las cartas que nunca llegaron a
destino, propuestas de casamiento, noticias vitales, mensajes que hubieran
cambiado la vida de otros, y sólo él lee.
Con la irreverencia que da la edad, califiqué ese cuento de
lugar común. Muy obvio. Yo aspiraba a
más innovación que el drama cotidiano.
Sentado sobre mi enorme pila de cartas viejas sentí la
diferencia entre la ficción y la
realidad. Es más fácil llorar cuando desde la distancia que da la literatura.
Me enfoqué en mi misión y quemé los contenidos, apilando en
cajas de cartón los diez mil sobres que permitirían tapar las partes escritas
con un par de etiquetas y darles nuevos destinatarios y remitentes.
La tarea era tan inmensa que nunca hice un plan con
cronogramas o fechas porque el cálculo del tiempo me hubiese desalentado. Decidí encararla paso a paso. Pero para poder dedicarme de lleno comuniqué
a mis inquilinos que por razones médicas debía hacer reposo con lo cual hasta
nuevo aviso debía depositar los pagos en el banco y que no sería yo capaz de
solucionarle, como había hecho hasta el
momento, problemas de mantenimiento ni
de ningún otro tipo. Dada la buena
relación, recibí, en la mayoría de los casos, mensajes de comprensión y deseos
de pronta recuperación.
La carta que incluí en estos sobres comenzaba pidiendo
confidencialidad. Se trataba de un concurso literario cuyos organizadores
invitaban al destinatario a ser jurado. Se incluían tres cuentos. Si aceptaba, el jurado debía subrayar con cuatro
colores diferentes todo el texto en cada uno de los casos. Un color era para
frases oraciones o párrafos que a su juicio fueran geniales, otro para buenas,
otro para regulares y otro para malas. Con las estampillas adjuntas debía devolver
los cuentos así evaluados. Entre los que
colaboraran se sortearían un televisor a transistores, una radio portátil,
una bicicleta plegable marca Aurorita y veinte entradas al Italpark.
Llegué a mandar siete mil quinientas y pico cartas. Acontecimientos personales que no vienen a cuento me llevaron a decidir que
con eso era suficiente, y que de todas
maneras procesar el resultado, si una cuarta parte de los destinatarios
aceptaba, me iba a tener ocupado mucho más de lo razonable (si algo había de
razonable en el proyecto).
La realidad fue mucho más dura. No pude procesar todo aunque
sólo respondieron unos mil quinientos. Me agoté. Perdí el entusiasmo. Y esto se agravó cuando empecé a recibir
cartas preguntando por los premios que nunca sorteé.
Mi médico clínico que era muy progresista me recomendó el psicoanálisis
porque dijo que la úlcera podía tener un origen psicosomático, una palabra que
no encontré en el diccionario. El psicoanalista me dijo en la primera
entrevista que esa “terapia” no era para locos sino para entenderse mejor y ser
más feliz. En alguna de las entrevistas subsiguientes llegué a entender que haberme
quedado huérfano tan joven me llevaba a buscar la aprobación de mis cuentos en
el resto de la humanidad. Y si… después de un rechazo inicial a esa idea, empecé
a reconocer que muchas veces caminaba por la calle Lavalle a la salida de los
cines y me preguntaba cuánta de esa gente que se movía lentamente apretados
unos contra otros como en una lata de sardinas, había conocido a mis padres, a mi hermana, a mi abuelo y tendrían algo que decirme
al respecto.
El interpretar mi intención me quitó el viento de las velas.
Cuando uno deja de estar enamorado le parece que nunca estuvo realmente
enamorado. No entiende cómo pudo haber sido. Algo así me pasó y dejé de entrar
al garaje de mi casa. El Frankenstein que estaba armando con los pedazos de los
cuentos más aprobados por los jurados
quedó sin la descarga eléctrica que lo hiciera vivir. De todas maneras la tarea
de síntesis y composición había resultado más difícil de lo que mi imaginación
propusiera. Lo que quería era la aprobación de este
lector colectivo de ultratumba que habitaba la masa humana, más
que el resultado final de un cuento compuesto por consenso.
El día en que cumplí veinte cinco años llamé un flete y se
llevaron todas las cartas que quedaban, las que había comprado al gitano, las
recibidas de los jurado y las que habían
rebotado por domicilio inexistente. Me guardé una… no sé bien por qué, pero
pensé que algún día la abriría y su contenido sería significativo. A la tarde
me fui al Italpark con una de las veinte entradas que había comprado para
sortear. Y a la noche, en canal 7, vi un
noticiero en que mostraban la computadora que Paco Manrique acababa de comprar para
procesar las tarjetas del Prode. Millones de personas opinando sobre futbol.
Ellos las procesaban en un día. Yo tenía menos de dos mil cuentos subrayados
pero no tenía computadora.
El tiempo pasó como un Tsunami. Cuando el agua se retiró la
tierra estaba plagada de computadoras, yo era gerente para Latinoamérica de la
inmobiliaria globalizada más grande del mundo y la mujer más brillante que he conocido
en mi vida repartía su tiempo entre manejar la informática de esa empresa y
meterse en mi cama. Era diez y ocho años menor que yo, uruguaya, nacida y criada en Silicon Valley. Pasamos de un milenio a otro en un velero
amarrado en el puerto de Punta del Este, mirando los fuegos artificiales
mientras ella me enseñaba a fumar un porro.
Nadamos un rato en la oscuridad confiando en que los de la prefectura no
nos verían y hacia el final de una noche completa le conté, mirando la etiqueta
de un vino croata, de marca Postup, que ella había conseguido, la historia de
los cuentos subrayados y los sobres. Sentí que contarle eso era como proponerle
matrimonio. Sentí que su atento silencio y su mirada me estaban dejando
entrar a su corazón para siempre.
El nuevo milenio tenía
un brillo de inverosímil felicidad. Perdí el apuro. Empecé a oír todo los
ruidos que hacían las pequeñas cosas. A pedir en los restaurantes platos que
nunca había probado. Saqué del altillo
los sacos de mi padre y empecé a usarlos. Las personas con que trabajaba empezaron a
tener significado y me encontré mirándolas con amor.
En los siguientes seis o siete años la Charrúa y yo consideramos
y descartamos la idea de tener o adoptar hijos. Ella empezó a pintar y yo volví
a escribir y a sacar fotos.
Hace unos meses, cuando cumplí sesenta y cinco años,
exactamente treinta años después de deshacerme de las cartas, la Charrúa me
regaló un pendrive. Nunca había tenido una cosa como esa. Al día siguiente me regaló
también una computadora porque la mía era un poco antigua. Me ayudó a instalar en la compu lo que había
en el pendrive. Era un programa que
había estado desarrollando los últimos años.
Para mí. Un programa que permitía hacer lo que yo no había logrado con
las cartas de papel.
Con la ayuda de los celulares las redes sociales y los
mensajes de voz la computadora registraba emociones de las personas que leían
en voz alta los cuentos. Sólo el seis
coma siete de las personas se prestaban a leer los cuentos en voz alta, pero el
mensaje le llegaba a millones de personas que a su vez lo reenviaban.
Simultáneamente el programa registraba los tonos de voz y detectaba las
emociones con más precisión y graduaciones que mi sistema de cuatro colores. Y yo no necesitaba
leer las respuestas, los diferentes cuentos se realimentaban y redactaban solos
usando algoritmos de la traducción y los correctores de texto y se volvían a
enviar. El experimento fue reseñado por algunos
medios especializados y una nota algo simplista salió en la BBC internacional,
en inglés. Por supuesto en el título y en el subtítulo se las ingeniaron
para mencionar los dos lugares comunes
del “no llores por mí argentina” y la mano de Dios. Recibimos infinidad de
mails de programadores y especialistas en IT que contribuyeron a mejorar el sistema
según la Charrúa. Sus quince minutos de
fama la descolocaron un poco. El
fantasma de la menopausia y la súbita notoriedad junto con mi crisis de la
tercera edad le dieron a los últimos meses un gusto amargo. En medio de ese clima leo cada mañana los
cuentos que yo lancé al mundo y que han adquirido vida propia. No termino de entender cómo fue que cambiaron
tanto. Uno de los expertos que se
comunicaron con nosotros para hacer sus aportes era un especialista en Gestalt,
psicólogo, artista y experto en sistemas radicado en Nueva York hijo de un famoso pediatra argentino. De él
fue la idea de linkear los tonos de las voces con canciones y tomar las letras
de esas melodías incluyendo algunos de sus significados en la trama de los
cuentos. Todo el asunto me supera y me cuesta entender cómo logran que eso
ocurra sólo cuando la Gestalt hace que tenga sentido.
Hoy me he decidido a abandonar todo el asunto y escribir como
escribía hace cuarenta años. Me decidí
esta mañana, cuando una de las tantas versiones que apenas reconocen el origen
en mis cuentos, me trajo las palabras que decía mi padre cuando yo era chico.
Un palíndrome: Dábale arroz a la zorra
el abad. Sentí el olor de la mejilla de mi padre cuando a la vuelta del trabajo
llegaba del frío de la calle y yo, en pijama ya, besaba su áspera piel con la barba de un día.
Sentí la tristeza de mi papá. Y, como en un perfecto cuento capicúa, me sentí
triste.
He salido volando, he vivido, he amado bien, he pegado unas
vueltas por el cielo, y he vuelto al boomerang. El boomerang nunca se movió.
6 Comments:
O es un viejo cuento, o no está escrito por vos. Igual me gustó el copy/paste delator porque obedece a el deseo de todos tus fanáticos (o por lo menos, al mío) de que escribas más seguido y nos quites la orfandad de la ausencia de tus palabras. Algo hay de raro, pero todavía no sé qué. Pegaré otra vuelta!
quien dijo que no soy yo? se olvidó de firmar...
Lamento contradecirl@ soy el de siempre, es decir, lo escribí yo.... claro que tratando de ponerme en el personaje... capaz que esté cambiando mi personalidad...ayer confundí un poema de borges con uno de neruda así que puedo estar senil y que eso afecte mi estilo.
yoBoy
Lo dije YO Y ME LA BANCO!!!!! Flor
Hola Flor! Por qué te parece que no es mi estilo? solo una vez plagié.... a Mateo y era parte de los experimentos de la ficción... y al final lo aclaraba. Lo que sospecho es que es una forma de decirme que no te gustó mucho el cuento...
Yo cambio
Lo único que no cambia es el cambio...
Nadie se baña dos veces en el mismo río.
Nadie se baña dos veces.
Nadie se baña.
Nadie.
PD:
Vieron que en el poste de abajo apareció Leo.... el instigador y protagonista?
Hola Boy! No sospeches, he dicho que me gustó, lo cual no invalida que no me encaje la pieza del rompecabezas. Es verdad que todo cambia, pero también que quien experimenta una vez lo hará nuevamente.Estoy un poco desconcentrada, pero prometo buscar una o dos frases que juraría que no eran tuyas. MIS MIL DISCULPAS. Que no se corte!!!!Flor
Me gustó tanto que pienso que debería estar en una columna del Centro Cultural Kirchner, que otrora fue el Correo Central y pronto ya nadie lo sabrá.
Tiene muchísimos sellos tuyos, un método encarajinado para conseguir algo, la sensualidad, el abandono, el agujero por el que se escurren todas las sorpresas posibles.
Gracias, estás escribiendo bien.
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