Monday, September 29, 2008

Fusilando al tirano


El Monchi dijo que, con esto, entre todos, podríamos armar una ametralladora para el día en que lográsemos secuestrar al tirano. Era una de esas noches junto al fuego bajo un cielo en que, por la ausencia de la luna, las estrellas y las preguntas se hacían más intensas.
A partir de ese momento su autoridad no se puso en duda nunca más. Dejaron de llegar órdenes del comandante y perdimos contacto con la Coordinadora. Pero nadie se quejó de nada. Seguíamos al Monchi disciplinados por su valentía. Nos aguantamos el hambre cuando lo hubo, los mosquitos, el calor, la diarrea, el cansancio. Había conquistado nuestra voluntad. Ni siquiera nos tomábamos el trabajo de hablar bien de él, nuestra admiración y respeto se sobreentendía. Noté, sí, que algunos imitaban su forma de llevar el FAL sobre el hombro, agarrado del caño, casi como un linyera llevando su ato de ropa. También me pareció percibir que alguno de mis compañeros se tomaba el trabajo de mencionar que había estado con el Monchi en alguna accción de los primeros tiempos, para darse importancia. Yo puse mi ahinco en las municiones.
Las habituales charlas de fogón empezaron a llamarse talleres de municiones y era el momento en que yo sentía que mi militancias tenía más sentido. Uno de nosotros sacaba yuyos indígenas y los metía en un casco con agua sobre el fuego. Al rato llenaba un vaso de ese te caliente, le agregaba azucar y lo hacía circular. Tomábamos un trago o dos, como si fuese un mate con bombilla, y se lo pasábamos al de al lado. Daban ganas de tomar más, pero había que respetar los códigos. Uno se quedaba con ansiedad por volver a saborear ese gustito amargo y dulce. Al mismo tiempo se sentía sereno y orgulloso de controlar sus deseos. Eramos como los rayos de una rueda, sosteniendo el círculo. Con esa predisposición empezaba la charla.
- Yo me pregunto por qué me gusta mirar los árboles. Me da gusto. No puedo explicarlo pero no dejo de mirarlos. Cuando camino, cuando voy en la balsa, cuando paramos a comer.¿Paso a ser otro Hermes Clorindo Funes cuando los miro? ¿Sigo siendo el mismo Hermes Clorindo Funes si no los miro? -
Al principio tomábamos nota de las balas aprobadas por consenso. Pero después dijimos que un papel podía perderse y que mejor que todos recordáramos todas. Entonces el proceso de consensuar la aprobación consistía más bien en darle una forma definitiva a la pregunta. En este caso Gaetán propuso: “¿Por qué me gusta mirar los árboles?” y quedó aprobada como munición. Entonces, como ya era litúrgia establecida, a coro repetimos todas desde el principio y agregamos esta al final.
En estos talleres el rol de Monchi pasaba inadvertido. Rara vez proponía prguntas, de vez en cuando comentaba alguna o participaba de su diseño definitivo. Funcionábamos muy democráticamente.
- Las tetas de las mujeres me gustan cuando son grandes. Y después veo unas tetas chicas y me gusta que sean chicas. – Propuso el gordo Peláez, que a esa altura ya era más flaco que ninguno de los otros.
Gaetán repitió la fórmula que le había funcionado con la anterior: “¿Por qué me gusta mirar las tetas?” Y provocó una carcajada general.
Por qué te gustan a vos que sos puto? Gritó Riso y hubo otra risa y Pereyra se atragantó con el te de yuyo. A mi no me gustaba que se divirtieran demasiado… era como malgastar energías. Pero cualquier cosa que dijera Riso era graciosa… algo en su tono de sorpresa por cualqueir asunto de la vida...Como si nada pudiera ser entendible para él.
Zapala que también quería que tomásemos el tema en serio propuso otra pregunta para sacarnos del clima de risas. Dijo: si hace falta una llegua para tener un caballo, qué caballo preñó la primera yegua? Guti que había vivido en la ciudad sintentizó: “El huevo o la gallina.” Pero algunos que eran bien del monte pensaron que era otro chiste.
“Huevo de patas largas va a tener que ser pa montarse una yegua” decía a los gritos el chaqueño. Otros gritaban barbaridades similares… Yo levanté una mano pidiendo órden. Desde que se cortara la comunicacción con el comandante la disciplina se había relajado paulatinamente. Levantar la voz hubiera sido impensable un par de años atrás, pero el Monchi no se preocupaba por esas cosas. Tratando de sacar el mayor provecho de lo ocurrido, cuando hicieron silencio dije: creo que tenemos tres propuestas posibles:
- Uno:¿Por qué si me gusta que las tetas sean grandes me gusta que las tetas sean chicas?
Dos: ¿Si el primer caballo fue hembra de donde sacó un macho para reproducirse?
Tres: ¿Qué existió primero el huevo o la gallina?
Aprobaron la del huevo y la gallina. Dijeron que lo del caballo era muy confuso y difícil de recordar o expresar. Y lo de las tetas abrió infinidad de debates paralelos. Alguien intentó proponer: ¿Por qué hay tetas que parece que se etuvieran cayendo... pero para arriba? El Monchi dijo “Nada que ver!” pero se rió. Otro dijo que todas las preguntas sobre mujeres debían descalificarse porque ninguno de nosotros podía decir a ciencia cierta si eran buenas preguntas o si estábamos calientes.
Alguien, creo que Guevarita, preguntó ¿cuántos tiros tiene que disparar un arma para que sea una ametralladora? A algunos les pareció bien la pregunta y la querían consensuar así como estaba y otros dijeron que era una moción de órden y que el menor de los Guevara quería que le dijeran hasta cuándo ibamos a seguir fabricando balas.
Se hizo un silencio. Pero un silencio un poquito incómodo. Como una grieta.
- Lo que importa no es tanto cuántas balas sino cuándo y cómo vamos a secuestrar al tirano.- dijeron entre dos o tres.
- ¡Habíamos dicho que el término era "arrestar", no "secuestrar"-, dijo Canosa.
- Perdón- aclaró el Guevara grande- pero lo que terminamos acordando fue que no se usaría ninguno de los dos términos y que no hacía falta hablar de ello.
- Ha sido tu hermano el que ha sacado el tema… - fue la lacónica respuesta del chaqueño.
- Medio hermano, dijo Gueva, lo que desató de nuevo las carcajadas porque todos sabíamos que a Guevarita le decía Medio Litro en su pueblo, por su baja estatura.
- Cuántas balas tenemos?- Preguntó Guevarita.
- Casi siete minutos tirando tranquilos.- Contestó Funes que tenía reloj de cuarzo.
Guevarita hizo un gesto como diciendo a mí con eso me alcanza.
Por diversos motivos ese fue el último taller de municiones.
A la semana tuvimos que ir a buscar víveres y elegimos la estación que aunque era más peligrosa hace tiempo que no atacábamos. La estategia fue llegar en tren. Una idea brillante de Canosa. En la parada para cargar agua subimos al tren que venía del Este haciendo la transnacional. Habíamos ido todos por si era un tren largo y venía custodia, así que eramos cincuenta y tres. No hubo resistencia. Les dijimos a los pasajeros que eramos un grupo comando del tirano para proteger el convoy ya que había rumores de que la gerrilla quería asaltarlo. Lo creyeron enseguida por que en el camarote VIP venía un alcalde extranjero. La gran sorpresa fue que lideraba un equipo de futbol para el partido internacional del dos de agosto.El señor alcalde presidía la comitiva.
Canosa de nuevo tuvo una idea de las suyas. Les pedimos a los futbolistas que por seguridad nos dieran la ropa de futbol para que si nos atacaban ellos pudieran salir ilesos. Nosotros pondríamos el pecho por ellos. Llevamos el truco hasta las últimas consecuencias: la estratagema nos sirivó para entrar a la cancha donde esperaba el tirano dispuesto a dar el puntapié inicial. Ante la mirada atónita del referí y tresmil espectadores que llenaban las gradas nos llevamos al tirano en andas. Lo metimos en una ambulancia y salimos detrás manejando el carro de bomberos y nueve taxis que esperaban fuera de la cancha. Para el tiempo que reaccionó el ejército ya estabamos en la selva. Lo pusimos de rodillas con los ojos vendados y le tiramos con la ametralladora.
Recuerdo una serenidad inmensa. Le disparamos las preguntas a coro con absoluta precisión. Una a una le fueron dando. No sentí piedad, ni pena, ni dudas.
Cuando se deshizo en el aire la última palabra salimos corriendo como monos. No volví a ver a nadie. Cada uno para su lado, desbaratada la causa que nos unía por el éxito irreversible.
Durante días caminé solo y repitiendo una de las preguntas: ¿Por qué un chiste me hace más gracia la primera vez que lo oigo?
El tirano volvió a su casa de gobierno y nunca nadie habló del tema.
Pero los que sabemos, sabemos.
Jamás hubo un revolucionario de la talla del Monchi.

Sunday, September 28, 2008

Es como arriar gatos

Conozco dos personas que no dudaría en definir como líderes interesantes. A ella la llamaré María. El, para el hombre blanco se llama Ángel Taich. Me dijo alguna vez su verdadero nombre pero era muy difícil de recordar. Conocí a Ángel en Lima. Participaba de un curso de una semana, que yo facilitaba, destinado a mejorar la forma en que negociaban entre sí los indígenas, las petroleras y los funcionarios de gobiernos. Cada vez que una petrolera ingresa en territorio tradicionalmente indígena hay infinitas oportunidades de negociar bien o mal y aquel curso apuntaba a mejorar las habilidades de los tres sectores. Ángel es un habitante de la selva amazónica peruana cercana a la frontera con Ecuador. Pertenece a la etnia achuar que los europeos incluyeron bajo la denominación general de jíbaros y comparte la fama de haber reducido las cabezas de sus enemigos. Su pasado incluye largas cerbatanas; finos dardos envenenados con curare; encarnizadas peleas entre clanes; y la ceremonia de la wayús, tradición de despertar todos los días a las dos de la mañana para llevar a cabo la ingestión en familia de un te tradicional y posteriormente vomitarlo, para después seguir durmiendo. Habla español porque durante la guerra entre Perú y Ecuador fue reclutado por el ejército peruano y sirvió como enfermero en un regimiento asentado río arriba.
Una vez se me ocurrió preguntarle cuántos años tenía:
- Creo que treinta y seis – me contestó.
Mide aproximadamente un metro con setenta, tiene el pelo muy largo, espaldas anchas y cara de indio bueno de Hollywood. Sus facciones no son la única cosa que coincide sorprendentemente con un estereotipo idealizado. Cuando le comenté que admiraba la serenidad con que se desenvolvía en las negociaciones con funcionarios de gobierno y abogados de petroleras en oficinas de la ciudad, me respondió que cada tanto volvía a la selva y se sumergía a estar solo en la espesura, un par de días, para recuperar el equilibrio. Ni un gurú californiano del New Age lo hubiese expresado mejor.


Al tercer día del curso Ángel me dijo que él conocía una argentina y que por lo tanto quería que nosotros también fuésemos a visitarlos. Ángel vivía en lo que literalmente era el medio de la selva. Le había tomado siete días llegar a Lima y le iba a tomar ocho días volver ya que río arriba se navega más lento. Su aldea estaba a cuatro o cinco días de la rueda más cercana (en la selva no hay caminos y por lo tanto no existen los rodados). Acepté la invitación y preguntando a otros líderes indígenas llegué a la conclusión de que convenía ir desde Ecuador, donde casualmente, yo debía dar un curso al mes siguiente.
Así fue que un mes más tarde lo intenté. Llegué hasta una aldea de la etnia shuar, también jíbaros y primos étnicos de los achuar. Conviví con ellos una semana durante la cual mis intentos de llegar a la aldea de Ángel fueron infructuosos. Pero él se enteró de que lo había intentado y me consideró su amigo desde entonces. Cuando llegó el día de negociar con la petrolera pidió que yo estuviese involucrado en el proceso y un colega mediador peruano me llamó un día por teléfono:


-¿Me puedes explicar por qué un indígena del medio de la remota provincia selvática de Loreto te conoce y solicita tu presencia para negociar con una petrolera? – Fue una enorme alegría.
Participé entonces en las negociaciones en que los achuar autorizaban a una petrolera multinacional a explotar su territorio a cambio de algunos beneficios. Eso me permitió pasar horas con Ángel, viajar en helicóptero a su aldea y conocer su historia:
Trabajando como enfermero del ejército, Ángel aprendió que existían los parásitos y que abundaban en el agua de la superficie que su gente bebía y que los chicos de sus aldeas padecían de graves problemas a raíz de ello. Los blancos sacaban agua de las napas con bombas y no tenían el mismo problema. Los blancos les daban remedios a sus hijos y no se morían con tanta frecuencia. Los blancos tenían lanchas veloces para llevar a los enfermos a los hospitales. Los blancos construían casas de materiales nobles que duraban más que las de ellos. Un misionero italiano, que había llegado antes que el ejercito, les había hablado mal de las petroleras: Traían alcoholismo, venéreas, conflictos, violencia, contaminación, saqueo ambiental. Por lo tanto habían rechazado el ingreso de las petroleras durante años.
- Pero yo pensé - me dijo una vez - que podríamos negociar con las petroleras una manera de salir de la pobreza extrema.
Para lograrlo Ángel recorrió las aldeas de su gente. Son pueblos muy independientes, sin una organización política fuerte. Por eso, quizás, los españoles nunca pudieron dominarlos. No se podía capturar al líder como hicieron con los incas y someter así a todo el imperio. Las aldeas necesitan estar alejadas y no soportan más de doscientas personas porque viven de la caza, la pesca, la recolección y una rudimentaria agricultura. El medio ambiente no puede soportar más… Los achuar son muy celosos y tradicionalmente si alguien aparece sin anunciarse lo matan. Por lo que los buenos modales indican que uno debe vociferar a mediada que avanza hacia la aldea o la casa de otros. Hoy en día algunos tienen escopetas y lo hacen abriéndolas y soplando en el caño como si fuese una trompeta. Después esperan a que se les de la bienvenida. Si no, no avanzan. Así recorrió Ángel ocho aldeas que están a uno o dos días de caminata entre sí. Habló, explicó, escuchó a los líderes de cada una y reunió la voluntad de todas: novecientas personas. Y se fue a Iquitos a hablar con las autoridades blancas.
- ¿Qué papeles tiene usted para probar que cuenta con el apoyo de toda su gente? - Le preguntaron.
El trabajo de años se desmoronó con esa frase. Ángel salió como mareado de esa oficina y se sentó en una plaza con la cabeza entre las manos. En la otra punta del banco había una chica argentina de veinte años, estudiante de sociología del barrio de Belgrano. También tenía la cabeza entre las manos. Acababa de pelearse con sus padres, en medio de un viaje turístico y había decidido seguir las vacaciones por su cuenta. Se encontrarían en Buenos Aires a fin de mes.
Así se conocieron María y Ángel. El le contó su drama y ella le dijo yo te ayudo.
Volvió en la canoa con él. Cuatro días hasta llegar a las cañadas del Río Morona. Y lo siguió por los senderos de la selva por semanas visitando aldeas y escribiendo declaraciones de adhesión que los indígenas firmaban con una cruz sin entender más que lo que Ángel les explicaba.
María olvidó su promesa de volver a casa a fin de mes y su padre (un cardiólogo porteño) viajó por todo Perú buscándola. La policía le dijo que estaba secuestrada por los narcotraficantes y que debía pagar treinta mil dólares. Pero esa es otra historia.
Angel y María tenían un objetivo. Sacar a los Achuar de la pobreza extrema. Era un pueblo difícil de organizar y coordinar ( es como arriar gatos me dijo una vez un peruano) pero además debían hacerlo de forma en que las autoridades peruanas, de una cultura totalmente distinta, aprobaran. Y como si eso fuera poco, lidiando con el enorme poder de las petroleras multinacionales… Lo desafiante de la situación hace que sea un caso ejemplar para cualquiera que se enfrenta con un liderazgo complicado. Angel tuvo claro lo que quería lograr. Buscó consenso con gran dedicación. Chocó con una fuerte desilusión pero no se dio por vencido. Consiguió entusiasmar a una aliada vital. Logro que se reconociera su representatividad hacia adentro y hacia fuera. Hizo una reunión de una semana (que yo facilité) con todos los líderes de su gente para decidir qué pedirían a cambio de dejar entrar a la petrolera. Y finalmente negociaron un acuerdo. Mucho tiempo después de que María hubiese sido encontrada por su padre y llevada de vuelta a casa para no volver nunca más.
En mi última participación con ellos yo ya tenía un celular y estando en la amazónica ciudad de Tarpoto con Angel, lo comuniqué a con María que estaba en Buenos Aires. Angel aceptó el teléfono y no me lo devolvió hasta que se quedeó sin batería. A medida que pasaba el tiempo y no me lo devolvía cada vez me preocupaba menos el costo y más me impactaba el honor de haber rozado tangencialemente una historia de amor y liderazgo, épica y posmoderna.
Fin