Thursday, August 20, 2009

oso

Con la cortadora de pasto todavía andando, empecé a recoger el cable para dedicarme a la parte más cercana al enchufe, donde había dos canteros de flores. En ese estado en que la conciencia se despoja de plumas y neblinas y se hace una con la realidad como un puñal con su víctima, sentí el golpe y como instantánea explicación tuve frente a mis ojos las fauces del oso.
Mi ser se llenó de no. Puramente supe mi rol: huir o morir. No pensé entonces lo que tantas veces apareció en conversaciones posteriores: “Cómo podía un oso aventurarse cuatro cuadras dentro del pueblo”. No llegué a considerar que el oso era más pesado, más fuerte, más veloz y que todo intento de sobrevivir sería inútil.
Se enfrentaban elementalmente dos absolutos excluyentes: matar y vivir.
Vi los dientes hundirse y desgarrar mi carne, mi mano hecha comida ajena. El dolor se sentiría mas tarde.
Me pregunté donde convenía pegarle pero no llegué a una respuesta… con la mano derecha que no había tenido tiempo de soltar el cable le martillaba apuntando a los ojos y el hocico, pero con la velocidad de un tarascón de perro me mordió esta mano. Hasta el momento el dolor había estado ausente de estos apuros, aunque uno podía imaginarlo como el sonido en una película muda. Pero se presentó de golpe y fue atroz. Nació en la mano y recorrió el brazo, la nuca la espalda la lengua y los ojos. Pensé que era la muerte que había decidido aterrizar en mi cuerpo y que ya anunciaba una vida peor. Mi confusión y aturdimiento era total. Mi voz me dio la pauta de que había cesado lo peor, mis quejidos y llantos. Noté que el oso también aullaba y que se revolcaba tratando de pararse y a la vez alejarse de mí. Quizá solo había querido asustarme, amenazarme… quizá mis gritos y forcejeos lo habían disuadido de persistir.
Cuando pude me levanté, me metí en la casa y llamé a la policía que era el número que me acordaba. Les explique que estaba sangrando mucho y que necesitaba una ambulancia.
Quería esperarla en la calle para que me encontraran rápido, pero no me animaba a salir de la casa. Por la ventana miré el lugar de la escena, donde el pasto estaba recién cortado y todo parecía tan rutinario e inocente.
La cortadora de pasto estaba en su pose típica, como tantos otros días, sugiriendo con cruel indiferencia que nada había ocurrido. El cable en, el piso apenas desordenado. Recién en ese instante comprendí lo que había ocurrido, la infinita suerte que me había salvado la vida: el oso en su agresión había mordido el cable, y tanto él como yo habíamos recibido una descarga de 110 voltios. Por eso se había ido.
Mi estado de shock fue empeorando a medida que pasaban los minutos y revivía lo que no había tenido tiempo de pensar mientras el oso me atacaba. El aliento, el olor, la fuerza, la presión, la velocidad de la muerte.
Seguramente mi estado psicológico era visible porque antes de subirme a la ambulancia el paramédico me inyectó un sedante.
Cuando los vecinos de cama o los pocos amigos que fueron a verme al hospital se preguntaban cómo había podido llegar allí el oso, yo sufría. Literalmente sufría de muerte, porque comprendía con todos los sentidos que esa fuerza de muerte estaba destinada a mí. El dolor en las heridas de mis manos me lo recordaba. Las heridas de la mordedura, me explicó el cirujano, son triplemente malas. Porque en la dinámica de las fauces del oso hay corte, hay desgarro y hay golpe. Y son heridas sucias, explicó, por lo cual antes de cerrar hay que trabajar arduamente en su limpieza. Es por eso que te van a doler por un tiempo bastante largo, me había explicado.
Pero para mi fue un dolor visual, auditivo, olfativo, que replicaba en imágenes el remolino mortal en que había caído súbitamente una tranquila mañana de verano.
Me tomó más de dos meses salir del shock y lograr desempeñarme con cierta normalidad a la vista de los otros. El tiempo que lleva aceptar que la muerte es lo verdadero y que la vida es un mero desequilibrio que no puede perdurar.

(Escrito en el año 2003 en un pequeño pueblo de Francia llamado Bellefontaine, veinticinco casas sobre una calle que no va ningún lado)

Thursday, August 13, 2009

El picaporte de la lápida

En ultima instancia, después de salvar al mundo, el héroe se queda solo, y en su cuarto del hotel o mirando el semáforo (es decir, en cualquier intervalo) lo que importa no es lo que hizo sino como se siente.
Este héroe de mi historia cumplió con su tarea del día y se está masajeando los dedos de los pies por primera vez en la vida porque leyó en un diario que reparten, sin cargo, en los trenes, que después de los sesenta la sangre ya no llega regularmente y los pies se atrofian, dejando la base del ser humano con menos estabilidad. Y menos de cualquier cosa, a los sesenta años, significa que la muerte avanza.
Antes los héroes eran mas jóvenes y los espectadores no nos enfrentábamos con este tipo de atrocidades.

Sunday, August 09, 2009

Púrpura

Suena el timbre.
El Papa abre la puerta.
El exterior se conecta con el interior.
El exterior devora al Papa.
Donde estaba él, ahora está Gumersindo, que es bastante parecido: está en calzoncillos, mal afeitado, con algo de lumbalgia, aliento de viejo, pelo gris despeinado y un poco de caspa.
Donde estaba el ama de llaves ahora está Ema, que se parece bastante al ama de llaves. Tantos años de sexo rutinario con Gumersindo la han desdibujado un poco y no tiene contornos tan prolijos como tenía el ama de llaves.
Por la escalera baja el primer hombre que salió de la panza de Ema, vestido de uniforme porque es oficial del departamento de emisión de documentos de la burocracia.
Se dirige al exterior a verificar que los documentos documenten la realidad.
Toca el timbre de mi casa.
Abro y el documentalista hijo de Ema vestido de uniforme intenta devorarme.
Le pego con mi máquina de escribir en la cabeza y las letras f, g, y p quedan trabadas aunque solo la f alcanza a marcar el papel.
Las destrabo y vuelvo a pegar en la cabeza del uniformado. Una y otra vez repito el movimiento y sobre el papel se va escribiendo la frase. No puedo reproducirla por que es del orden de lo sagrado.
Se la leo al oficial burócrata documentalista de uniforme pero es obvio que con el cerebro nadando en un charco de sangre desparramado por el piso será incapaz de entender lo sagrado. Evalúo lo tedioso que será cargar el cadáver, limpiar el piso, descuartizar al hombre, meterlo en bolsas de residuos y entregarlo al basurero en interminables cuotas. Me pongo mi uniforme de policía y paso al bando que tiene más probabilidades de éxito: comienzo la investigación.
Inmediatamente (por que ya lo sabía de antes) descubro quién es el asesino y lo informo a las autoridades, mis superiores en el área de investigaciones. Se me ordena atrapar al sospechoso. Se hace omnipresente un obvio dilema ético.
Con fondos de la repartición adquiero diecisiete fichas para la cinta de correr en el gimnasio del partido político gobernante. Desplazo el artefacto para que se enfrente a un espejo. Ya subido a la cinta miro al asesino a los ojos y murmuro entre dientes: no hay problema moral que no pueda comprarse con diecisiete fichas.
Y comienzo mi carrera.
Mientras tanto en la central burocrática de la documentación un científico verificador de peritajes levanta su ojo arrugado del microscopio y declara estupefacto: nada es lo que era.
La onda expansiva de esta frase nuclear causa meneos, temblores y movimientos leves en las hojas de los árboles de todo el universo. Nunca nada volverá a ser como antes.
Un prelado corre púrpura a avisar al Papa.
Y volvemos al principio.