Saturday, April 30, 2016

Arroz a la Zorra.


Arroz  a la Zorra.

 

Le escribí una carta a cada uno de los diez mil. Me tomé el trabajo de que los sobres fueran diferentes. Para ello me fui al correo central y  hablé con el gitano que habitualmente se lleva el papel que tiran a la basura en un carro con caballo. Le compre todos los sobres de tres días. Eran cartas viejas que no habían llegado a destino y que después de cierto tiempo en que no son reclamadas debían ser quemadas por el correo, pero alguien prefería dárselas furtivamente a este gitano por unos pesos diarios.

Tuve que contratar un flete porque no me cabían en el auto.  Todo el piso garaje de mi casa  quedó cubierto de cartas que me llegaban a la rodilla. Yo había leído de adolescente, por recomendación de Zaga, el cuento Bartleby de Herman Melville, en que un personaje gris de una deprimente apatía respondía a casi todo con una misma frase: “preferiría no hacerlo” (I’d rather not).  Hacia el final del cuento uno se entera que el trabajo del tipo consiste en leer las cartas que nunca llegaron a destino, propuestas de casamiento, noticias vitales, mensajes que hubieran cambiado la vida de otros, y sólo él lee.

Con la irreverencia que da la edad, califiqué ese cuento de lugar común. Muy obvio.  Yo aspiraba a más innovación  que el drama cotidiano.

Sentado sobre mi enorme pila de cartas viejas sentí la diferencia entre la  ficción y la realidad. Es más fácil llorar cuando desde la distancia que da la literatura.

Me enfoqué en mi misión y quemé los contenidos, apilando en cajas de cartón los diez mil sobres que permitirían tapar las partes escritas con un par de etiquetas y darles nuevos destinatarios y remitentes.

La tarea era tan inmensa que nunca hice un plan con cronogramas o fechas porque el cálculo del tiempo me hubiese desalentado.  Decidí encararla paso a paso.  Pero para poder dedicarme de lleno comuniqué a mis inquilinos que por razones médicas debía hacer reposo con lo cual hasta nuevo aviso debía depositar los pagos en el banco y que no sería yo capaz de solucionarle, como había hecho  hasta el momento,  problemas de mantenimiento ni de ningún otro tipo.  Dada la buena relación, recibí, en la mayoría de los casos, mensajes de comprensión y deseos de pronta recuperación.

La carta que incluí en estos sobres comenzaba pidiendo confidencialidad. Se trataba de un concurso literario cuyos organizadores invitaban al destinatario a ser jurado.  Se incluían tres cuentos.  Si aceptaba, el jurado debía subrayar con cuatro colores diferentes todo el texto en cada uno de los casos. Un color era para frases oraciones o párrafos que a su juicio fueran geniales, otro para buenas, otro para regulares y otro para malas. Con las estampillas adjuntas debía devolver los cuentos así evaluados.  Entre los que colaboraran se sortearían un televisor a transistores, una radio portátil, una bicicleta plegable marca Aurorita y veinte entradas al Italpark.

Llegué a mandar siete mil quinientas y pico cartas. Acontecimientos personales que no vienen a cuento me llevaron a decidir que con eso era suficiente,  y que de todas maneras procesar el resultado, si una cuarta parte de los destinatarios aceptaba, me iba a tener ocupado mucho más de lo razonable (si algo había de razonable en el proyecto).

La realidad fue mucho más dura. No pude procesar todo aunque sólo respondieron  unos mil quinientos.  Me agoté. Perdí el entusiasmo.  Y esto se agravó cuando empecé a recibir cartas preguntando por los premios que nunca sorteé.

Mi médico clínico que era muy progresista me recomendó el psicoanálisis porque dijo que la úlcera podía tener un origen psicosomático, una palabra que no encontré en el diccionario. El psicoanalista me dijo en la primera entrevista que esa “terapia” no era para locos sino para entenderse mejor y ser más feliz. En alguna de las entrevistas subsiguientes llegué a entender que haberme quedado huérfano tan joven me llevaba a buscar la aprobación de mis cuentos en el resto de la humanidad. Y si… después de un rechazo inicial a esa idea, empecé a reconocer que muchas veces caminaba por la calle Lavalle a la salida de los cines y me preguntaba cuánta de esa gente que se movía lentamente apretados unos contra otros como en una lata de sardinas, había conocido a mis padres,  a mi hermana, a mi abuelo y tendrían algo que decirme al respecto.

El interpretar mi intención me quitó el viento de las velas. Cuando uno deja de estar enamorado le parece que nunca estuvo realmente enamorado. No entiende cómo pudo haber sido. Algo así me pasó y dejé de entrar al garaje de mi casa. El Frankenstein que estaba armando con los pedazos de los cuentos  más aprobados por los jurados quedó sin la descarga eléctrica que lo hiciera vivir. De todas maneras la tarea de síntesis y composición había resultado más difícil de lo que mi imaginación propusiera. Lo que quería era la aprobación de este lector colectivo de ultratumba que habitaba la masa humana, más que el resultado final de un cuento compuesto por consenso.

El día en que cumplí veinte cinco años llamé un flete y se llevaron todas las cartas que quedaban, las que había comprado al gitano, las recibidas de los jurado y las que  habían rebotado por domicilio inexistente. Me guardé una… no sé bien por qué, pero pensé que algún día la abriría y su contenido sería significativo. A la tarde me fui al Italpark con una de las veinte entradas que había comprado para sortear.  Y a la noche, en canal 7, vi un noticiero en que mostraban la computadora que Paco Manrique acababa de comprar para procesar las tarjetas del Prode. Millones de personas opinando sobre futbol. Ellos las procesaban en un día. Yo tenía menos de dos mil cuentos subrayados pero no tenía computadora.

El tiempo pasó como un Tsunami. Cuando el agua se retiró la tierra estaba plagada de computadoras, yo era gerente para Latinoamérica de la inmobiliaria globalizada más grande del mundo y la mujer más brillante que he conocido en mi vida repartía su tiempo entre manejar la informática de esa empresa y meterse en mi cama.  Era diez y ocho  años menor que yo, uruguaya, nacida  y criada en Silicon Valley.  Pasamos de un milenio a otro en un velero amarrado en el puerto de Punta del Este, mirando los fuegos artificiales mientras ella me enseñaba a fumar un porro.  Nadamos un rato en la oscuridad confiando en que los de la prefectura no nos verían y hacia el final de una noche completa le conté, mirando la etiqueta de un vino croata, de marca Postup, que ella había conseguido, la historia de los cuentos subrayados y los sobres. Sentí que contarle eso era como proponerle matrimonio.  Sentí que su  atento silencio y su mirada me estaban dejando entrar a su corazón para siempre.

El nuevo  milenio tenía un brillo de inverosímil felicidad. Perdí el apuro. Empecé a oír todo los ruidos que hacían las pequeñas cosas. A pedir en los restaurantes platos que nunca había probado. Saqué del altillo  los sacos de mi padre y empecé a usarlos.  Las personas con que trabajaba empezaron a tener significado y me encontré mirándolas con amor.

En los siguientes seis o siete años la Charrúa y yo consideramos y descartamos la idea de tener o adoptar hijos. Ella empezó a pintar y yo volví a escribir y a sacar fotos.

Hace unos meses, cuando cumplí sesenta y cinco años, exactamente treinta años después de deshacerme de las cartas, la Charrúa me regaló un pendrive. Nunca había tenido  una cosa como esa. Al día siguiente me regaló también una computadora porque la mía era un poco antigua.  Me ayudó a instalar en la compu lo que había en el pendrive.  Era un programa que había estado desarrollando los últimos años.  Para mí. Un programa que permitía hacer lo que yo no había logrado con las cartas de papel.

Con la ayuda de los celulares las redes sociales y los mensajes de voz la computadora registraba emociones de las personas que leían en voz alta los cuentos.  Sólo el seis coma siete de las personas se prestaban a leer los cuentos en voz alta, pero el mensaje le llegaba a millones de personas que a su vez lo reenviaban. Simultáneamente el programa registraba los tonos de voz y detectaba las emociones con más precisión y graduaciones que mi  sistema de cuatro colores. Y yo no necesitaba leer las respuestas, los diferentes cuentos se realimentaban y redactaban solos usando algoritmos de la traducción y los correctores de texto y se volvían a enviar.  El experimento fue reseñado por algunos medios especializados y una nota algo simplista salió en la BBC internacional, en inglés. Por supuesto en el título y en el subtítulo se las ingeniaron para  mencionar los dos lugares comunes del “no llores por mí argentina” y la mano de Dios. Recibimos infinidad de mails de programadores y especialistas en IT que contribuyeron a mejorar el sistema según la Charrúa.  Sus quince minutos de fama la descolocaron un poco.  El fantasma de la menopausia y la súbita notoriedad junto con mi crisis de la tercera edad le dieron a los últimos meses un gusto amargo.  En medio de ese clima leo cada mañana los cuentos que yo lancé al mundo y que han adquirido vida propia.  No termino de entender cómo fue que cambiaron tanto.  Uno de los expertos que se comunicaron con nosotros para hacer sus aportes era un especialista en Gestalt, psicólogo, artista   y experto en sistemas radicado en Nueva York  hijo de un famoso pediatra argentino. De él fue la idea de linkear los tonos de las voces con canciones y tomar las letras de esas melodías incluyendo algunos de sus significados en la trama de los cuentos. Todo el asunto me supera y me cuesta entender cómo logran que eso ocurra sólo cuando la Gestalt hace que tenga sentido.

Hoy me he decidido a abandonar todo el asunto y escribir como escribía hace cuarenta años.  Me decidí esta mañana, cuando una de las tantas versiones que apenas reconocen el origen en mis cuentos, me trajo las palabras que decía mi padre cuando yo era chico. Un palíndrome:  Dábale arroz a la zorra el abad. Sentí el olor de la mejilla de mi padre cuando a la vuelta del trabajo llegaba del frío de la calle y yo, en pijama ya,  besaba su áspera piel con la barba de un día. Sentí la tristeza de mi papá. Y, como en un perfecto cuento capicúa, me sentí triste.

He salido volando, he vivido, he amado bien, he pegado unas vueltas por el cielo, y he vuelto al boomerang. El boomerang nunca se movió.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tuesday, April 19, 2016

Leo y la Biblioteca de Babel


Cuando yo era chico no cualquiera viajaba a los Estados Unidos, país al que llamábamos América.  Cuando alguien iba, familia y amigos lo acompañaban al aeropuerto y, luego de despedirlo, subían a la terraza  y sacudían pañuelos  secos y húmedos  a las turbias sombras que se movían detrás de las ventanillas del avión a hélice. Se quedaban hasta que despegaba y los dejaba en silencio, juntos pero medio solos.

 Los pocos que iban a América volvían con cuentos que los demás escuchábamos absortos. Los centros comerciales como Sears, con escaleras mecánicas eran uno de los temas predilectos de los viajeros, después los  vimos en las películas y finalmente los tuvimos. Las maquinas que vendían sándwiches y bebidas… los diarios que eran repartidos por chicos en bicicleta o adquiridos de una caja donde se depositaba unas monedas sin que nadie vigilara. La ropa de colores estridentes, combinada al azar, que en esa época sólo los americanos usaban con una falta de auto crítica que nos maravillaba. Las máquinas, utensilios  y aparatos que tenían para todo tipo de cosas, desde cortar el cerco hasta abrir una lata.

Mis padres fueron una vez y nos dejaron con una prima grande y su marido, en casa. Cuando el avión estaba en el aire, con mis padres adentro, se me ocurrió que  podía caer y matarlos. Esa noche desperté vomitando. Mi prima sostenía una palangana y parecía estar preguntándose si había sido buena idea aceptar cuidarnos.

Cuando volvieron trajeron un montón de regalos. Juguetes, ropa, un reloj pulsera para cada uno de nosotros. Simulaban ser relojes de soldados y entre otras cosas se los podía ver en la oscuridad. Recuerdo estar, de noche,  metido en la cama mirando esa luz, tapado hasta la cabeza y sentir una felicidad muy grande. Una felicidad que quedó pegada a la fosforescencia de los relojes, porque todavía la revivo cuando en la oscuridad acerco un reloj luminoso a mi ojo. Es como si pudiera volar y estuviese viendo un pueblo desde la altura con esas lucecitas pintorescas, casi de cuento, que se ven desde la inocencia de la altura.

Trajeron infinidad de cosas que en  esa época eran novedad: cuchillos cortos y redondos, abrelatas de palanca larga, tapones reusables para botellas, cajitas con imán para guardar llaves, ruedas para cortar pizza, cucharas para servir helado, afiladores de cuchillos, trapos de rejilla sintéticos, vasos de plástico, saca corchos, pinzas para servir fideos, relojes para cocinar huevos,  termómetros para hornear la carne, cubeteras en las que el hielo no se pegaba, moldes para hacer huevos duros cuadrados, topes para que las puertas no se golpearan… Mi padre, más que mi madre, con su mentalidad de ingeniero del siglo veinte,  valoraba todo lo que fuera práctico, y antes de que García Márquez los describiera, traía en las valijas el espíritu de los gitanos que visitaban  Macondo.

Entre todas esas cosas recuerdo especialmente una que duró muchos años y que vi en manos de mi madre infinitas mañanas al desayuno, hora en que los objetos llegan más brutos a la memoria porque  todavía pueden verse sin pensarse ya que el cerebro está recién  echando anclas en el nuevo día. Era un  como una rueda  metálica con ejes afilados que se apoyaba sobre una manzana y presionada hacia abajo cortaba la manzana en diez gajos iguales.

Impresionante: En una fracción de segundo la manzana pasaba de ser un objeto de la naturaleza puro y virgen a un diseño humano que cumplía la función de alimentar civilizadamente.

Es como que tengas un hijo y le pongas de nombre Leo. En un instante transformaste un cacho de carne que llora para que le den la teta en un lector, un ente que quiere encontrar sentido en el orden en que otros han puesto las letras. Y si bien Borges ha dicho que todas las combinaciones de letras ya están en la biblioteca de Babel, pagó por ese pecado con su vida y por ser ateo crudo, al morir se murió bien muerto, así que podemos poner a Leo ante la lectura, darle cuerda y lanzarlo convencidos todos de que va hacia el infinito.

Confieso que me he sentado a escribir a pedido de un tal Leo que dejó un comentario entre las telarañas de mi Blog, reclamando algo de movimiento.

Esta ha sido la primera vez en mi vida que escribí a pedido de esa termita de la literatura. Creo que fue un error. Un camino de ida. Escucharé para siempre sus pasos acercándose por mis renglones en blanco.  Pasaré el resto de la vida huyendo entre líneas de este packman de las  oraciones.  De acá en más, escribiré mirando sobre el hombro, con temor… porque es de sospechar que nadie queda ileso cuando una aspiradora de texto, siguiendo tus pisadas, te alcanza… es  de sospechar que si te atrapa te hace literatura. Y si bien yo no creo en nada, sería horrible despertar después de muerto en un volumen de un estante, de una pared, de uno de los hexagonales ambientes de la biblioteca de Babel, teniendo apenas una coma o un acento de diferencia con el libro de al lado.