Cesar
Cesa la velocidad. Se encienden las luces posteriores de los autos que van delante de mí en la autopista. Una nube de ojos rojos que se van abriendo impactados por la noticia a medida que disminuyen la velocidad y ruedan respetuosos en dirección al lugar del hecho, quién sabe cuantos kilómetros más allá. Intuimos sin hablar que en algún lado posiblemente se hayan despanzurrado las chapas, las carnes y los vidrios en democrática obediencia a las leyes de la realidad. Avanzamos en silencio, al ritmo de vacas.
Si es sólo un roce o una frenada con faros rotos no nos detendremos más que por minutos aquí o allá. Un accidente menor estrangula el paso como un reloj de arena. A menudo he visto, en la mano contraria de la autopista, miles y miles de autos esperando a lo largo de kilómetros para cruzar ese punto que los libere nuevamente al paraíso de la velocidad, la dicha de no ver detalles, el sensatez de avanzar al por mayor, la imposibilidad de tocar o ser tocado.
Avanzo, freno, avanzo. Nos vamos acomodando. Estamos estrechando las distancias pero pareciera que no hay progreso real. El diario hablará del número de muertos y del caos en el tránsito. El acondicionador de aire se oye más con el auto detenido. Lo bajo un par de puntos. Y entonces, después, bajo también la radio. Habrá que esperar. Me saco la corbata. Estoy junto al murete de hormigón de la izquierda. Lo que hasta recién era la mano rápida. Miro una vez más las marcas dejadas por accidentes antiguos en el concreto. Ya he pensado en ellas muchas veces y no logro más que repetir ideas. Concreto, digo en voz alta para ver si lo sugestivo de la palabra me emociona. Pero pienso en croqueta.
A metro y medio de mí, los autos que van en la dirección contraria pasan a ciento cuarenta, ciento treinta, ciento sesenta kilómetros por hora…Pasan por su carril rápido, a intervalos de tres a diez segundos. Cuando uno pasa el impacto en el aire sacude mi auto. VFUM! VFUM! Siento que estoy dentro de un corazón que late y que por alguna razón ha perdido la noción del ritmo… ha inventado su propia densidad del tiempo. Pero cada latido en sí mismo es un latido normal. No hay sangre en este corazón. Todo es aire transparente dentro de mi auto. Pero se siente como un corazón.
Hay latidos provocados por camionetas cuatro por cuatro destinadas a cocheras de directorio de grandes bancos, furgonetas de reparto de productos alimenticios vigiladas por radar satelital, autos familiares con cabecitas peinadas que van al colegio, gordos en camiseta en grandes autos de segunda mano, ómnibus de dos pisos ostentando majestad, y cada uno sacude mi auto. Sigo detenido en un trozo de pavimento que ahora muestra sus detalles como visto con lupa.
Uno de esos latidos de pronto se apodera de mí. Se me clava con una tristeza tan revolucionaria y total que tiene destellos de alegría. Es que se me ha ocurrido la idea de que este último VFUM! En el auto de ese último sacudón fugaz, iba el amor de mi vida.
Si es sólo un roce o una frenada con faros rotos no nos detendremos más que por minutos aquí o allá. Un accidente menor estrangula el paso como un reloj de arena. A menudo he visto, en la mano contraria de la autopista, miles y miles de autos esperando a lo largo de kilómetros para cruzar ese punto que los libere nuevamente al paraíso de la velocidad, la dicha de no ver detalles, el sensatez de avanzar al por mayor, la imposibilidad de tocar o ser tocado.
Avanzo, freno, avanzo. Nos vamos acomodando. Estamos estrechando las distancias pero pareciera que no hay progreso real. El diario hablará del número de muertos y del caos en el tránsito. El acondicionador de aire se oye más con el auto detenido. Lo bajo un par de puntos. Y entonces, después, bajo también la radio. Habrá que esperar. Me saco la corbata. Estoy junto al murete de hormigón de la izquierda. Lo que hasta recién era la mano rápida. Miro una vez más las marcas dejadas por accidentes antiguos en el concreto. Ya he pensado en ellas muchas veces y no logro más que repetir ideas. Concreto, digo en voz alta para ver si lo sugestivo de la palabra me emociona. Pero pienso en croqueta.
A metro y medio de mí, los autos que van en la dirección contraria pasan a ciento cuarenta, ciento treinta, ciento sesenta kilómetros por hora…Pasan por su carril rápido, a intervalos de tres a diez segundos. Cuando uno pasa el impacto en el aire sacude mi auto. VFUM! VFUM! Siento que estoy dentro de un corazón que late y que por alguna razón ha perdido la noción del ritmo… ha inventado su propia densidad del tiempo. Pero cada latido en sí mismo es un latido normal. No hay sangre en este corazón. Todo es aire transparente dentro de mi auto. Pero se siente como un corazón.
Hay latidos provocados por camionetas cuatro por cuatro destinadas a cocheras de directorio de grandes bancos, furgonetas de reparto de productos alimenticios vigiladas por radar satelital, autos familiares con cabecitas peinadas que van al colegio, gordos en camiseta en grandes autos de segunda mano, ómnibus de dos pisos ostentando majestad, y cada uno sacude mi auto. Sigo detenido en un trozo de pavimento que ahora muestra sus detalles como visto con lupa.
Uno de esos latidos de pronto se apodera de mí. Se me clava con una tristeza tan revolucionaria y total que tiene destellos de alegría. Es que se me ha ocurrido la idea de que este último VFUM! En el auto de ese último sacudón fugaz, iba el amor de mi vida.