Sunday, May 13, 2007

Colorin Colorado y chau pichu

Capítulo seis





Geranio y yo nos tomamos una segunda cerveza. Ya hablábamos en tono más reposado, como viejos amigos.
- Tiene usted razón.- reflexionó Geranio – No he explicado nada de lo que usted me preguntaba sobre la muerte. Es que no hablo nunca de estas cosas y seguramente en mi cabeza están mezcladas algunas ideas que para los demás están claramente disociadas.
- ¿Por ejemplo?
- No, digo, usted me pregunta de la muerte y yo le hablo de cepillos de dientes.
- ¿Y cómo se asocian esos dos?
- Del todo, del todo claro no lo tengo, como para explicarlo... pero puedo hacer un intento. Es decir, no estoy seguro si puedo porque nunca lo intenté. Veamos... cuando uno se pega un gran susto porque pudo haber muerto en un accidente o algo... ¿qué es lo que le preocupa? ¿Dejar cosas sin hacer? ¿una misión inconclusa? Sin embargo no aprovechamos tanto la vida diaria como para justificar eso. Quiero decir ¿qué hizo la mayoría de la gente en el último año como para que fuese un drama morir el año pasado? Quejarse del trabajo, del país, de la suegra, del tráfico... Miran entre cuatro y ocho horas de televisión diarias, manejan un auto dos o tres horas por día... Dígame usted mismo, Francisco ¿Qué hizo el último año para justificar no haberse muerto?
Lo que realmente pensé en ese momento fue que estaba fascinado con esa conversación y que el refrán polaco con todo lo que significaba reconciliarme con mi infancia eran caminos que no me gustaría abandonar antes de tiempo por una innecesaria muerte. Pero decir eso sonaba a adulación o a declaración excesiva.
- No quisiera tener que defender mi caso.- admití- pero siga con lo del cepillo y la muerte.
- A ver... veamos... La muerte le pone cierta dignidad a las cosas. Este pañuelo por ejemplo, no es un trapo. Fue de mi padre, y aunque yo no me entendiera tan bien con él, por su pañuelo siento algo de veneración. Cómo se explica: La muerte de mi padre de alguna manera sella el destino del pañuelo... lo deja siendo el pañuelo que fue de él. Se hace obvio que el tiempo pasó y que no volverá atrás. La mayoría de la gente usa los velorios y los entierros para entrar en contacto con esta idea. Las visitas a los cementerios, el culto de los muertos... prácticas que en los últimos tiempos se han reemplazado por la televisión, el consumo, la pornografía y otras adicciones.
- ¿Y el cepillo?
- Claro, usted todavía no lo ve... Desde que ocurrió lo del jabón tomé conciencia creciente de que cada cosa, cada acción eran únicas. Una obviedad, nadie lo duda, pero me empezó a pasar. Empecé a ver la muerte en cada cosa o acción, a comprender que el hecho y su muerte son lo mismo: una jugada de ajedrez, un abrir la puerta de la heladera, saludar al encargado del edificio al salir por la mañana, lavar un vaso. Le estoy diciendo casos concretos que me pegaron fuerte. Con el vaso estuve dos horas, parado en la cocina, las manos bajo el chorro de agua, conciente de cada partícula de agua que se iba. Viendo la realidad. Le pido que intente alguna vez estar dos horas sin hacer otra cosa. Si logra diez minutos su visión de la vida va a cambiar.
- ¿Estuvo las dos horas con los ojos abiertos?
- Si. La pregunta es buena. Sí, con los ojos abiertos. La cosa es estar, no irse. Nada mejor que estar.
- Es decir que la frase con la que yo juego se ha hecho parte de su vida: “Don’t just do something, sit there”
- Francisco, esto se dice más fácil de lo que se hace. Yo puedo decirle que vi la luz, no que soy un iluminado. Puedo contarle la maravilla que experimenté, pero acá me ve en mi condición de pasajero.
- ¿Pasajero? Linda palabra. ¿Tiene parentesco con pecador?
- Sí. Quise decir que era uno más, preocupado por el calor y la demora del tren... Y sí , me refería a eso... Me encanta el concepto de pecador del catolicismo que tanto resistí cuando iba al colegio en Argentina. No hay manera de evitar ser pecador, (claro, definiendo el pecado como el dejar de ver la maravilla de la cosa efímera, que hasta ahora es el único dios que reconozco) pero de vez en cuando podemos tocar el cielo.
- ¿Y el cielo está en acompañar la muerte de las pequeñas cosas de la vida?
- Mire usted dice muerte y yo podría reemplazar esa palabra por vida y decir: El cielo está en acompañar la vida de las pequeñas cosas de la vida. Con lo cual no hago más que caer en otra perogrullada: el lenguaje humano es muy limitado para entender el universo.
- Sí. Usted me lo había advertido de entrada. Las verdades que nos pueden iluminar han estado siempre escritas por todas partes. Es el lector el que tiene que hacer su trabajo.
- Y le diré más... Cuando uno va a ver a su equipo, quiere que gane. Lo interesante es que uno en el fondo no quiere que gane fácil. Quiere que gane por lo justo contra un equipo que sea realmente bueno. Uno quiere lo difícil. Y a veces en cuanto lo difícil se hace fácil le perdemos respeto. De allí el éxito de ventas de este universo en el que cada día tenemos que aprender a vivir.
- Ja ja ja, me encantó. Pero digo yo... porque me pasa eso... me sorprendo de lo poco que he progresado en materia de aprender a vivir. La angustia, cuando aparece, es igual de dura que en la infancia. ¿No podría estar yo, a esta altura, negociando aprendizajes de otros niveles...? ¿ no se puede ascender en esta carrera? Por ejemplo los que creen en las reencarnaciones... ¿no dicen que en la siguiente vida están en temas más elevados..?
- Mmm... interesante que usted mencione lo de las reencarnaciones. Pero es un tema del que prefiero no hablar. Lo que puedo decirle es que yo personalmente encuentro que la muerte ayuda a evolucionar. Si uno sabe que las cosas no se van a repetir uno ve.
- ¿Todo el tiempo? Me pareció entender que con la palabra pasajero usted admitía que no se puede ver todo el tiempo, que de a ratos se vuelve a ser uno como cualquiera o como antes.
- Yo puedo, en cualquier momento, tomar conciencia, es decir concentrarme en lo que estoy haciendo o lo que estoy viendo de manera tal que le veo el alma. Se leer. Eso lo puedo hacer en cuanto se me de la gana. Y es siempre placentero. Siempre es como mirar los ojos de esa mujer que le decía, de los pómulos festivos. Siempre puedo leer la respuesta en un hecho cualquiera. Lo que no siempre logro es transformarme en la pregunta que de lugar a esa respuesta.






Capítulo 7






Andrés está parado en el rincón. La lengua le incomoda dentro de la boca. Como los ojos y las manos, se le ha hinchado. A sus espaldas a un metro, el ángulo mismo del vagón donde, en el piso, se apilan algunas decenas de gatos muertos que ha juntado. Él está en una pequeña medialuna libre que hay entre los muertos y los acantilados vivientes que se levantan a menos de dos metros acorralándolo en su rincón. Estas paredes de cuerpos que él enfrenta no son perfectamente verticales. Cada gato es como un granito de arena y como los médanos, estas paredes tienen un declive. Si fueran verticales se desmoronarían. A diferencia de lo que uno suele pensar de los granos de arena, cada uno de estos gatos tiene su personalidad, color, estado de salud, tamaño, peso y humor. Sin embargo la masa se las arregla para tener todo eso en cuenta y dar un resultado final que incluyendo cada uno y todos esos factores, es una sola cosa. Y sobre esa cosa debe pisar Andrés. Busca un punto que le parezca más o menos firme. Va a pisar en mitad de la ladera. Ya no llega con su pie a la parte más alta. Seguramente tendrá que dar dos pasos en la barranca antes de llegar a arriba, ya que lo inestable del apoyo no permitirá una zancada amplia. Quisiera tener bastones... palos, que hubiese alguna cosa además de gatos y él con su vulnerable piel. La otra alternativa es venir con envión, pero eso puede implicar más inestabilidad y descontrol con el consiguiente riesgo.
Apoya por primera vez su pie sobre la masa con intención de pisarlos. Pone parte de su peso sobre esa pisada y descubre dos cosas: una es que la masa es mas blanda de lo esperado. Es decir los gatos están llenos de aire, vísceras y sangre que se desplazan ante su peso. Son menos sólidos y firmes de lo que esperaba. La segunda es que no atacan ni escapan desesperadamente del peso de su cuerpo. Es como si no entendieran qué les está pasando. La primera es mala noticia pero la segunda es buena. Tendrá que aprender a caminar sobre esta masa blandengue, pero aparentemente no hay que temer reacciones desmedidas ni demasiado movimiento de deserción bajo sus pies.
Andrés reconoce que la masa le da miedo y que preferirá una caminata veloz que un proceso lento y cauteloso, como quien prefiere arrancar una cinta adhesiva de una herida con un tirón súbito para no presenciar el dolor hasta que sea irreversible. Se pregunta si podrá tomar carrera desde el rincón y llegar en unas cuantas zancadas rápidas a pegar un salto para alcanzar el borde del agujero por donde entran los gatos. Retrocede para calcular esta posibilidad. Se para en el rincón mismo sobre la pila de gatos muertos. Al afirmarse allí otra idea le hace olvidar el plan: descubre que la pila de muertos es mucho más dura y firme que la de los vivos. En su mente se dispara una claridad como un relámpago. Adquiere una firme y tajante determinación: quiere más muertos. Quiere llenar de muertos el centro del vagón bajo el boquete. Quiere que cuando él llegue en varias zancadas a ese punto bajo el boquete lo reciba una firme plataforma de rigor mortis acumulados que le permita dar un salto al más allá.
Las etapas anteriores de su ánimo, como aceptar que estaba en riesgo de muerte, como dejar de negar la situación por absurda que fuese, como acostumbrarse a que las leyes de este vagón son simples e inexorables, como entender que un plan de escape es el mejor cuando no hay otro... Todas esas ideas se han hundido en su mente como los gatos muertos se hundieron en la masa que lo rodea. Ya no piensa en esas cosas, pero son la base sobre la que se apoyan las demás capas de su mente hasta llegar al tope donde trabaja su conducta superficial.
Y sin dudarlo empieza a pisar los gatos que están accesibles en la fila de abajo. Apoya firmemente el taco de su zapato sobre sus cabezas y larga todo el peso del cuerpo con un estirón final de la pierna que le da más impacto a la descarga, como hacen los cavadores sobre la pala de puntear. El primero que pisa posiblemente estuviera ya muerto porque no reacciona. Otros se agitan frenéticamente en el apuro de sus últimos instantes, pero Andrés no se detiene a mirarlos porque ya está buscando otra cabeza accesible sobre la que apoyar el taco. Los jugos del piso se ponen rojizos. En el rincón la pila crece a buen ritmo. Las etiquetas en los cuellos de los gatos se tiñen y borronean en la sopa de jugos vitales. Algunas nombres de esos propietarios de muertos todavía pueden leerse y recuerdan que afuera hubo otros valores y otras esperanzas.


El rítmico trabajo, el cansancio y la falta de aire dibujan ideas primitivas que se repiten en su mente como letanías. Se siente Robinson Crusoe y se imagina a si mismo caminando por la playa pisando cangrejos. Se ve con barba y sombrero de hojas de banano. Tiene sed.
El cansancio, la sed y la falta de aire no mejorarán. Andrés reconoce que sus limitaciones físicas se suman al riesgo. Puede fracasar por debilidad y el fracaso en este contexto es sinónimo de muerte. Sólo le queda una manera de contrarrestar la disminución irreversible de sus recursos: la tenacidad. Debe reemplazar con perseverancia y una tozudez indeclinable lo que le falte de energía. Debe proponérselo ahora que le queda suficiente lucidez. Grabárselo en cada milímetro de su psiquis para que aún en el caso de perder la cabeza el cuerpo siga luchando solo. La palabra garra parece sintetizar su propósito, y la repite como un mantra cada vez que pisa una cabeza, cada paso que da, cada cuerpo que recoge. Y la repite tozudamente cuando vomita, porque siente un sudor frío y una nausea y se vacía súbitamente a sus pies, sin dejar de repetir “garra” entre un espasmo y otro, sin convicción, pero puntualmente.
La descompostura marca un hito. A partir de ahí está claro que las cosas no van bien. Que la lucha es desfavorable y que se trata de sobrevivir en una situación grave. Sigue pisoteando cabezas y juntando cadáveres. El único plan no debe ser abandonado.





Capítulo 8






- Es curioso- le dije a Geranio – Yo siento que la verdad está cerca, creo que está cerca... y soy yo el que huye. Que siempre estoy planeando dedicarme a la meditación o fantaseando que algún día me retiraré a un lugar donde pueda hacer la vida que hay que hacer... pero es como la zanahoria del burro, se aleja cada vez que doy un paso.
- Y la vida que lleva mientras tanto ¿le gusta?
- Mmm... diría que en ese sentido soy como cualquiera... de a ratos me gusta y de a ratos no.
- Claro... cuando acaba de cambiar el auto está de buen humor- preguntó Geranio con cara de que leía mis pensamientos.
- Je je... Los autos no son mi pasión, pero entiendo lo que quiere decir... cuando me va bien... Puede ser que algo de eso haya... Un mecanismo bastante difundido, incluso entre los creyentes que se acuerdan más de Dios en las situaciones difíciles.
- ¿Pero si supiera que va a morir dentro de un rato, se arrepentiría de no haber hecho algo?
- Mire –dije – es verdad que siempre lo dejo para mañana... pero lo cierto es que no sé bien qué es lo que quisiera hacer. A lo mejor si me enterara de que me voy a morir entendería qué es lo que estoy postergando.
- Acá nuevamente se puede aplicar la idea de invertir el sentido de la frase.- murmuró pensativo Geranio
- ¿De qué forma? –pregunté
- Lo de mañana es una ilusión muy difundida. Fíjese, hablando de proverbios, que hasta el saber popular habla mucho del mañana, con aquello de no dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. O eso de que mañana nunca llega. Pero yo diría que hay que usar la tendencia para bien.
- ¿Cómo sería eso? ¿La vacuna de nuevo?- pregunté yo.
- Claro... Cuando yo estudiaba en Buenos Aires tenía un compañero nisei, es decir, hijo de japoneses. Yo era muy buen estudiante y él también y preparábamos las materias juntos. Pero cuando se acercaba un examen a veces me ponía tan ansioso que me paralizaba. Hasta que un día... Su padre era masajista y acupunturista, pero no hablaba español. Nunca le había oído una palabra. Me saludaba con muchos cabezazos y sonrisas, pero tenía el don de desaparecer sin irse. Parecía que no estaba. Casi siempre estudiábamos en el ambiente donde él permanecía sentado leyendo o haciendo nada pero para nosotros prácticamente inexistente. Una tarde, varios días antes de un examen, yo estaba como loco. Al punto que propuse que dejáramos de estudiar y siguiéramos al día siguiente. “Estudiemos mañana, cuando no esté tan nervioso...” repetía yo, o “esto lo voy a ver mañana”. Hasta que de golpe se oyó una voz. Era el padre, cuya presencia había yo olvidado. Sólo dijo dos palabras. Con un timbre de voz que nunca había oído y nunca olvidaré. Dijo clara y secamente: Nervioso...¡ mañana!- Geranio se quedó callado como si estuviera viendo la escena.
- Ahá...
- Nervioso.... mañana.- repitió sonriendo. Pronunciaba con acento japonés.





Capítulo 9 *






Andrés piensa que a algunos milímetros de distancia, tras esa pared metálica, está el mundo real. Inalterado, sereno y soleado... como hace dos o tres horas. Esa proximidad parece decir que hay una solución posible. Que es imposible y absurdo que no haya una solución. Entonces se concentra sobre el plan. Mira lo que ha podido juntar en el rincón. Calcula cuanto le falta. Se pregunta cómo quedarán apilados en el centro bajo el boquete. Piensa cuál será el mejor momento para empezar a lanzarlos. Y si después podrá llegar abriendo las aguas como Moisés o deberá caminar sobre ellas como Jesús. De pronto tiene una visión clara de un hombre que levanta un pie sobre la borda para seguir a Jesús sobre las aguas. La, escena es muy vívida. Se sienten la madera caliente y mojada de la embarcación y los olores de fibras tejidas y pescado rancio. El pie del hombre se ve claramente. Como todos, este es un pie diferente a los demás. Eso prueba que la imagen es real. No es un pie que Andrés recuerde sino uno que está viendo. Crujen los maderos con las ondas del mar que suben y bajan la embarcación. Pero en el aire hay un mensaje claro que es la esencia de la situación: el hombre duda. El hombre se hundirá. La belleza de su barba, el brillo del sudor en sus hombros, el color de las velas, las pinceladas sonoras que aportan las gaviotas... toda esa impactante estética no alcanzará para que haya otro milagro: ese pie se hundirá en el agua. La brisa de ese momento eriza la piel de Andrés. La fe está corriendo un velo. Para casos extremos, situaciones límite como esta, había una reserva de fe escondida capaz de redoblar su energía y determinación o de ayudarle a recibir el fracaso con aceptación. Una infinidad de historias e imágenes sobre Cristo que Andrés ha recibido con poco interés a lo largo de su vida y archivado con descuido pueden ahora ser la materia prima de una fe apasionada. Hay un hombre a punto de pisar en el agua como hizo Cristo, para ir hacia El. Bastaría la fe para que lo logre. Es una idea tan dulce que Andrés siente un impulso de entregarse, pero algo le suena a engaño. A facilismo. No hubiese sido necesario que crujieran los cráneos uno tras otro, de esos gatos que se apilan en el rincón. Ve una vez más al pescador preparándose a caminar sobre las aguas. Y esta vez entiende que lo han sugestionado y metido en un delirio. “¡No te bajes!”, murmura Andrés, “el milagro es el bote... No te bajes.” El pescador parece oír las palabras y su imagen se evapora como un espejismo. En el aire resuena una sentencia: “Hombre de poca fe”.
Andrés ve los gatos nuevamente entre los jirones del sueño que se desvanece. Desde el servicio militar que no dormía de pie.
Andrés vuelve a pisar cabezas. Garra, se dice, garra. Este es mi mar. Y si me tocara aquel izaría las velas para que las hinchase el viento. Y le ofrecería al que camina sobre el agua llevarlo de vuelta a la orilla. Que no insulte mi milenaria mar con ilusiones. Cada una de sus gotas es cosmos y fue la explosión del origen así que sabe qué hacer. Gracias a dios. Porque esta es mi sangre. Sangre de los gatos y las gotas que saben qué hacer. Garra, garra de la nueva y eterna. Por los siglos de los siglos, ahora y en la hora de la muerte, bendito tu eres entre todos los felinos.
El Papa apoya sus manos sobre la cabeza de Andrés, lo bautiza con agua hirviendo. El se friega desesperado porque duele mucho. Encuentra sangre en sus manos y entiende que se ha quedado dormido nuevamente. Un gato (o quizá dos) se le ha trepado a la cabeza. En su frente un arañazo franco y profundo baja hasta la nariz, ensangrentado. Otro más corto baja de su cien a la quijada. Y ocultos en el cuero cabelludo hay más dolor y sangre.
El dolor lo despierta. Se da cuenta de que no puede estar todo el tiempo lúcido. Seguramente por la falta de aire. Las nauseas vuelven cada tanto. Y los gatos siguen llegando. Un diagnóstico conservador de la situación concluiría que, si no se salva inmediatamente, las probabilidades de hacerlo más tarde son cercanas a cero. Llegó la hora de irse, Andrés, se oye decir.







Capítulo 10*






Acabadas las dos cervezas nos pedimos unos whiskys que parecían más apropiados para seguir la charla.

- Interesante que usted asociara con pecador la palabra pasajero. Cuando yo le dije que era un pasajero quise decir que todavía participo de esta bizarra institución de irse a otra parte, y llevar el propio cuerpo, que está tan difundida.- dijo Geranio y miró por la ventana como si allí terminara el tema. Como si sólo hubieses necesitado sacar esa sobra del plato para ponerlo a lavar.
- Cierto – dije yo- Cierto que está difundida. Impresionante como en este país la gente gana grandes sueldos para comprar grandes autos y hacer grandes distancias a sus trabajos. Y mientras no están viajando, o trabajando para pagar la nafta, pierden la gravedad como los astronautas así que tienen que agarrarse de sus televisores para no ser succionados por el vacío cósmico.
- ¡Epa!- dijo Geranio volviendo la vista hacia mí.- Usted bien podría ser crítico de arte...
- ¿Por qué?
- Porque es capaz decir algo incomprensible, aparentemente coherente y hacernos creer que tiene algo que ver con el tema.
- Ah... no entendió y se burla de mí..- me reí con una mirada que insinuaba que mi venganza vendría oportunamente.
- No, sí entendí. Admito lo de la burla, sin embargo... Creo que hablamos de cosas diferentes... ¿Usted sabe lo que es escapar para acá?
- Prefiero que me explique. No quisiera tratar de adivinar.
- La idea se parece a su asunto de “no te limites a hacer algo... quédate sentado”
- Ahá
- Si, ahá. Es, al igual que esa, la simple inversión del sentido de una frase.
- Explíqueme más...- dije
- Mire, si usted se para exactamente en el Polo Sur, el primer paso que dé será inevitablemente hacia el Norte.
- O al este, o al oeste... -objeté
- No, todas las rectas que salen del norte van al sur, el segundo paso podrá ser hacia el este.
- Ahá, claro, es cierto. – tuve que admitir
- Si usted huye, si se escapa, está implícita en su acción la idea de ir hacia otra parte.
- Comprendo.
- Bueno, con la frase “escapar hacia acá” se crea una nueva dimensión. Un espacio al que se puede ir sin alejarse de donde uno está... –dijo Geranio mirándome atentamente a ver si entendía.
- Maravilloso. Más o menos como el tipo que inventó los decimales y fabricó infinitos espacios para nuevos números entre, por ejemplo, el uno y el dos que hasta entonces estaban pegados.
- Es precisamente eso pero para uno mismo.- dijo Geranio.- Un espacio propio a salvo de todo.
- No me estará usted por estafar vendiéndome ahora un terreno en un lugar que no existe?
- ¿Qué mejor que poder entrar /a un lugar que no existe? No hace falta auto, ni trabajo ni nafta.
- ¿Qué garantía tengo que no me está enchufando a un nuevo Dios?
- Dios no anda en estos negocios terrenos... jeje.
- Fuera de joda... usted me está hablando de algo que... digamos ¿usted me está hablando en serio?
- Si.
- ¿Si?
- No creo que la seriedad sea necesaria en esto, pero sin duda le estoy hablando del tema más importante que conozco.- dijo Geranio
- Escapar para acá.- repetí yo para confirmar que eso era lo más importante del mundo para Geranio.
- Hombre, todo el mundo escapa. El secreto está en hacerlo...- buscó varias otras maneras de decirlo. Sus labios empezaron a formar alguna letra para empezar una palabra pero ninguna lo convencía del todo y las abandonaba... al final se resignó - para acá- dijo








Capítulo 11







Llegó la hora de irse, Andrés, se dice de nuevo a sí mismo Andrés mirando su colección de gatos muertos. Agarra uno y lo lanza al medio. Justo a donde siguen aterrizando los que llegan de la realidad. Allí desaparece entre los vivos como si nunca hubiese existido. Pero ya la marea está tan alta que él no alcanza a ver muy bien donde aterrizan. Tratará de tirar todos justo allí, para que armen una plataforma desde donde él pueda saltar a agarrarse del borde. Pero sus ojos están algo turbios y los párpados que no se abren del todo por la hinchazón hacen mal el trabajo de limpiar la mirada. Con suerte esa zona ya tendrá unos cuantos muertos propios que aportarán su volumen. A esta altura las capas de abajo están soportando mucha presión y cuentan con casi nada de aire. Especialmente allí en el medio. Los que Andrés estuvo matando, aunque ubicados abajo no estaban asfixiados porque eran periféricos y no soportaban tanto peso ni estaban tan privados de oxígeno. Allá en el medio quizá todos los de abajo estén asfixiados. Animado por esta esperanza Andrés lanza manojos de tres o cuatro gatos uno tras otro. La intensificación de la lluvia de cuerpos en el centro del vagón promueve migraciones y revueltas. El rincón de Andrés se ve amenazado y en dos ocasiones vuelve a ser atacado por un emigrante enloquecido: en la segunda, Andrés recibe la primera mordedura. Es muy dolorosa porque es en un nudillo de la mano izquierda. Andrés sacó la mano de un tirón y agravó con eso el desgarro. Después de la mordedura volvió a vomitar y los gatos viéndolo doblado se le trepaban uno tras otro, y aunque no lo mordieron se afirmaban en su espalda con las garras, dejando tajos considerables. Así es el mar, no le importa que estés vomitando, piensa Andrés y se dice en voz alta con la rara voz que produce su boca hinchada: Garra, que falta poco, mientras vuelve a la tarea de arrojar cientos de gatos muertos al centro del vagón. Para hacerlo avanza y extiende un poco más su claro del rincón hacia el centro . Si logra mantener ese pasillo despejado, será la pista de despegue sobre la que corra para subir a la plataforma y saltar. Aunque mojado, el suelo áspero del vagón proporciona un buen agarre.
En el lugar donde constantemente arroja cuerpos y donde al mismo tiempo llegan los inocentes novatos desde arriba se hace un hueco de un metro de diámetro porque los vivos huyen de los impactos. Una especie de embudo como el cráter de un volcán o las nubes de un ciclón en foto satelital. Andrés quiere que su pasillo se conecte con ese cráter. Cuando haya descargado todos los cuerpos no le importará que se cierre la marea a sus espaldas en el rincón, pero a cambio quiere acceso para su pasillo a la depresión producida por la caída de los muertos. Sus suposiciones se confirman y al avanzar encuentra que las capas inferiores están muy atontadas o muertas. Para abrirse paso pisa la cabeza de todo lo que no se mueve por sus propios medios y lo suma a la plataforma. Con este progreso su ánimo mejora y siente menos nauseas. Posiblemente porque cerca del boquete haya más aire. Empieza a sentirse realmente optimista cuando ve que los muertos asoman por arriba de la superficie de los vivos en la depresión. En el punto más alto de la parte hundida parece haber ya casi un metro de cuerpos endurecidos. Una posibilidad cierta de escapar empieza a vislumbrarse.
De pronto parece fácil. Andrés se pregunta si no fue siempre fácil y él exageró todo en un absurdo ataque de pánico. Se pregunta cuántas muertes serán como esta, eludibles, tontas, fáciles de evitar. Y si se salva de esta, ¿cuál le resultará inevitable? ¿Un virus de neumonía que esté al acecho en un hospital esperando a alguien con las defensas bajas? ¿un cáncer provocado por una tremenda desilusión para evitar la cual hubiese bastado con no ilusionarse? ¿un descuido ante un colectivo manejado por un hombre al que su padre le pegaba cuando era niño? ¿la adicción al alcohol avanzando guarnecida cada día en una postergación diferente? ¿Un asaltante armado? Andrés no encuentra una que valga la pena más que esta. Y es una lástima que una situación tan alucinante se diluya antes de ser muerte. A Andrés le duele algo espiritual cuando imagina a su jefe refiriéndose a lo ocurrido: un percance, una pérdida de tiempo, un desperfecto, una complicación. Cualquier definición que no incluya la muerte es intrascendente, desleal, irrespetuosa, pornográfica. La muerte que le ha mostrado el rostro en este vagón es una novia que no le conviene, pero que le ha clavado una flecha. No soporta que se hable mal de ella y en secreto fantasea llegar hasta el fin entre la suavidad de sus piernas.
Despreciarla, no llevarla a su culminación es un derroche irredimible y la transforma en alguna cosa baja que no debió ser.






Capítulo 12







Geranio iba a bajar una estación antes que yo, y yo estaba conciente de que no faltaba mucho. Me preguntaba cómo sería la despedida. Que fuéramos argentinos lejos de casa nos autorizaba a un grado de familiaridad superior, pero yo había alcanzado, en el diálogo con él, estados emocionales que sería difícil manifestar en la despedida. Pensé en esos personajes de Borges que “empiezan por omitir la confidencia y terminan por evitar el diálogo”...Yo no era de esos. La conversación con él había removido cosas vitales en mi interior. Pero a mi edad ya había una conciencia de que la vida continúa inmutable, no importa cuánto se apasione uno, y que a la larga todos seguiremos su ejemplo de inmutabilidad. En esos pensamientos estaba cuando Geranio se paró para bajar su valija y su sobretodo. El epílogo acababa de iniciarse claramente.
Cuando yo era chico mi padre me ofreció una recompensa por aprenderme de memoria un monólogo de Shakespeare titulado “To thine own self be true”. Era una serie de consejos que Polonio le daba a su hijo que partía hacia Francia. A mi padre le gustaba mucho ese monólogo y pensó que sería útil par mi saberlo de memoria, de allí la recompensa. Entre los primeros consejos estaba no prestarle lengua a los pensamientos ni acción a ideas desproporcionadas. Cuando deliberadamente llevo a cabo un acto desproporcionado paso previamente por unos instantes de pensar en mi padre. Siempre pienso más o menos la misma secuencia de ideas. Que él entendería que ésta es una ocasión ideal para romper la regla. Que seguramente el evolucionó, que no es dogmático. Y que sería un error dejarlo fijado en una idea por el simple hecho de haber muerto. Como muchos hacen con el dogma, o con sus respectivos dioses y profetas, yo encontraba la manera de ser desproporcionado en mis actos con la aprobación de mi padre y aprovechar el debate previo para sentirme más amigo de él.
Geranio había vuelto al asiento. Empecé por transgredir aquello de no dar lengua a los pensamientos y le conté literalmente lo que estaba pensando sobre nuestra despedida, Shakespeare y mi padre. Me miraba con interés. Creo que quería saber cual era el acto desproporcionado con que planeaba despedirme de él. Y, hombre astuto, sabía que lo mejor que podía hacer era permanecer callado para que yo le contara. Pero el tren ya empezaba a disminuir la velocidad y ambos nos dimos cuenta de que quedaban pocos segundos de charla. Nos paramos. Lo abracé como a un hijo y le dije:
- Conocerte me ayudó a desconocerme. Has abierto un tajo en mi vida. El misterio está por todos lados, ahora, y las cosas (¡qué bueno!) tienen menos sentido y más intensidad. Eso te trasforma en una especie de pariente. Estés donde estés, si me necesitás llamame. Estoy para lo que sea. Incondicional.- Miró al cielo raso del tren con un soplido leve, como si de todas las cosas que podría haber dicho yo, hubiese acertado en una que generaba consecuencias complicadas.
Dijo gracias, muchas gracias. Y después lo repitió mientras iniciaba su camino hacia la puerta con su valija. La dejó en un maletero junto a la salida y volvió a sentarse a mi lado. El tren paró y arrancó de nuevo.
- Me bajo en la otra – dijo al sentarse.
- Me bajo en la otra – dijo de nuevo, serio. Casi parecía enojado. Tenía mi tarjeta en la mano y la deslizaba de canto sobre su falda pensativamente como si estuviese afeitando sus pantalones con ella.
- Me alegro- contesté por llenar el incómodo silencio. Pero él pareció no oírme y siguió hablando.
- Lo que me dijo recién es importante para mí. No es algo que pase seguido. Yo he hecho esto solo. Digamos, estas experiencias. Estas ideas. La forma que usted escuchó me llevó a contarlas. Nunca nadie me escuchó así ni me dijo eso. Ha sido algo especial. Y adivino que a alguna gente no le pasa algo así en toda la vida. Me hace sentir que estoy entrando en otra etapa...- hizo una pausa y arrancó de nuevo como pudo. Parecía tener demasiadas ideas en la cabeza.- Le voy a devolver su tarjeta y no lo llamaré nunca. Pero le quedo muy agradecido y lo recordaré siempre. Es más, usted va a reemplazar al líder indígena.
- ¿En qué sentido? ¿Su padre no ha muerto hace poco?
- El fue mi padre durante algunos años. Todo un personaje... yo lo adopté como padre para mi segunda vida. No fue mala idea elegir un tipo con el que discrepaba en montones de cosas.
- No sé si entiendo.
- Yo decidí hace un tiempo que no hacía falta esperar para reencarnar. Tuve una experiencia previa al jabón que me conectó con la muerte de una manera sublime y si bien no morí, quise beneficiarme con todas sus consecuencias. Principalmente su belleza. Fue como lo del jabón pero aún más poderoso. Lo del jabón fue una segunda etapa de evolución. La primera fue más arrolladora. Nunca se lo he contado a nadie. Pero creo que ha llegado el momento de volver a empezar otra vida... Con lo que sé de usted construiré el personaje de mi nuevo padre... y no nos veremos más... así que le contaré aquel hecho. ¿dispone usted de un rato?-
- Por supuesto- dije sin dudar
El hizo una pausa y el ruido del tren pasó a primer plano. Digeridos por el tibio aire de la noche llegaban a mis oídos los veloces impactos de las ruedas metálicas y las vías, la fiesta de engranajes y motores, el temblor de asientos y ventanas, las voces apagadas de la gente, y el roce del viento contra todas las formas. Intuí que esa maravillosa combinación de sonidos era una respuesta, y que poco a poco yo aprendería a ser la pregunta adecuada.
- Bueno, le cuento... – comenzó Geranio. Me miró a los ojos - En mi primera vida yo estudié sistemas. Vivía en Buenos Aires y trabajaba en robótica para el ferrocarril. Me llamaba Andrés...



fin

Saturday, May 05, 2007

Capitulos trocua y quiñones (empacho de letra)

Capítulo cuatro





No me preocupaba realmente que Geranio fuese un loco, pero me interesaba saber que quería decir ese asunto de la muerte que sonaba medio raro. Nos invitamos mutuamente a tomar una cerveza en el coche comedor y retomé allí el tema.

- ¿La muerte está en todos lados? ¿Qué quiere decir con eso?
- En realidad todo está en todos lados. Nosotros vemos tan poco de la realidad, pero a la vista están todas las explicaciones a todo.
- Aha...
- Yo tuve una experiencia que me ayudó a entender un poco más. Estaba en Miniápolis. En un hotel barato. Me estaba dando una ducha. Usaba el jabón del hotel, que era un jaboncito rectangular y chato. Para ser preciso: un paralelepípedo de cuatro milímetros de profundidad, siete centímetros de alto y cuatro de ancho. En un momento se me cayó el jabón. Y cuando lo fui a levantar encontré que había caído sobre un vértice y estaba parado.- Geranio hizo una pausa.- Quiero que me entienda bien: un paralelepípedo tiene ocho vértices. No había caído sobre uno de los lados de cuatro milímetros sino sobre un vértice. El vértice se había achatado levemente con el impacto (era un jabón duro) y el jaboncito estaba parado sobre esa punta como si un campo magnético lo mantuviera erizado. Mis pies y las gotas de la ducha que seguían cayendo no hacían juego con esa imagen. Yo que iba a tomarlo para seguir lavándome, me detuve. ¿Realmente podía ocurrir eso? Sentí que estaba viviendo algo especial y que debía pensar antes de seguir. Que una vez que levantara ese jabón de esa posición no podría volver atrás. Lo miraba, me asombraba, lo volvía a mirar y me volvía a asombrar. ¿Era posible? A una parte de mí todavía le cuesta creerlo.
- No es el tipo de milagro que uno fantasea que le puede ocurrir... inesperado también por eso, digamos.
- Verdad. Y no hubo ningún anuncio previo. No era en lo más mínimo previsible que algo así pudiera ocurrir. No sé por qué eso me emociona tanto. Cada vez que vuelvo a darme cuenta me impacta.
- Quizá este asociado a la posibilidad de que en cualquier momento lo absoluto puede entrar en nuestras vidas.
- Mmm...- aparentemente la idea le parecía pobre a Geranio.
- ¿No lo cree?- pregunté.
- ¡Hmf!- rió por la nariz- Me siento como un viejo a punto de dar consejo a los jóvenes... esto no puede salir bien.
- Intentémoslo igual.
- Pero recuerde que le he leído a usted sus derechos.
- Hable de una vez.- le dije riendo
- Veamos... usted dice que el absoluto puede entrar en cualquier momento. Si no me equivoco le da usted a eso un valor de salvación...
- Bueno, no sé si tanto... pero una señal...
- Por un lado debo admitir que lo que sentí, el impacto emocional que sentí, independientemente de lo que pudiera razonar, era englobable en esta idea suya: absoluto, señal, lo que sea. Sentí que algo como el dios de todo y todas las cosas estiraba su brazo desde el infinito y extendía su dedo índice para tocarme en ese instante.
- Debe ser algo digno de experimentarse.
- Pero después vienen las reflexiones de los días subsiguientes. Guardé el jabón en una bolsa de plástico y lo miro cada tanto.
- ¿Sigue emocionándose cada vez?
- Cuando le cuente cómo sigue la historia no necesitará respuesta a eso.
- A ver...
- Tuve la reflexión típica del ateo. Del que tiene fe en explicaciones no religiosas. Me iluminé con lo obvio: supe que esa posición del jabón era una de las infinitas posibles. Cualquiera que descartase la intervención divina como explicación hubiera pensado lo mismo. Lo que me marcó a mí es que de pronto sentí que todas eran igual de maravillosas que esa. Que esta sensación de ser tocado por el dios del universo estaba en cada una de las otras posibles maneras en que hubiese caído el jabón.
- Ahá.
- Sí, “ahá” es la respuesta que me merezco. Es como que un viejo le diga a los jóvenes qué hacer de sus vidas. Los consejos de la vejez son como el sol de invierno: alumbran pero no calientan. No hace falta que yo diga esto porque está en todos lados, a la vista. Como la muerte. Como el amor. Como la teoría de la relatividad... No solo es una estupidez creer que vale la pena decirlo, sino que es tautológico.
- Yo debo tener como diez años más que usted así que gracias por lo de los jóvenes. Por otro lado, hablar es incurrir en tautologías, según Borges. Pero yo soy del tipo que le gusta escuchar. Me interesa mucho lo que usted está diciendo. Es más, se me ha puesto la piel de gallina, mire.
- Bueno, bienvenido al club. Esa ha sido la mayor consecuencia de todo este asunto: kilos, de piel de gallina, o metros cuadrados o horas... no sé como se mide.
- Eso debe ser una calidad de vida superior a la anterior.
- Diría que sí. Que la ducha de Miniápolis es aconsejable.- dijo Geranio y largó una carcajada desmedida e inesperada como un jabón vertical.
Nos reímos los dos como adolescentes. Yo no tenía muy claro de qué. Con un pañuelo azul, Geranio se secó las lágrimas de la risa. Yo pregunté:
- Cuánto tiempo de la vida se puede pasar uno en estado de... digamos... de contacto con esa idea.
- Es como estar casado con una mujer sensacional, de ojos negros que llegan hasta el alma y pómulos que festejan la creación. Uno la mira y se derrite. Pero uno no puede pasarse la vida derretido. Así que uno sigue su vida y hace su trabajo. Todo el tiempo sabe de reojo que ella existe y se siente pisando en lo firme.
- Ahá
- Sí, ahá. Y le diré más: (estos ya son detalles de mi intimidad que nunca pensé que contaría, je je) Yo me afeito y me lavo los dientes en la ducha. Cuando termino de lavarme los dientes lanzo el cepillo hacia un vaso que contiene un par de otros cepillos y que está en la punta de la bañadera a un metro y medio más o menos. Siempre lo tiraba como si fuera un lanzador de cuchillos, dando vueltas. Y a veces, cada tanto, acertaba. Era una enorme satisfacción ver que el cepillo queda allí en el vaso, donde yo quería que estuviese. Pero desde que ocurrió lo del jabón, miro especialmente, como si fuera en cámara lenta, lo que hace el cepillo cuando erro. Es que ahora que he entendido que todas las opciones son únicas y maravillosas gozo del destino de cada pequeña cosa como si fuese el más creyente de los fieles y estuviese rezando... en pleno contacto.
- Impresionante.
- ¿Verdad? Tiene que probar usted lo del cepillo. Le digo que mi cepillo rojo despeinado y viejo se ha transformado en un amigo que cada mañana me dice que la vida es maravillosa y llena de profundidad en miles de sentidos inesperados.
- Sí, impresionante... pero debo admitir que sigo sin entender que tiene que ver esto con la muerte.






Capítulo cinco








Así como no se detiene el rítmico flujo de gatos entrando, no se aplaca el clima dentro del vagón. En otros casos (grupos rehenes o situaciones de ese tipo) ocurre que con el tiempo la gente se acomoda, se acostumbra, y los ánimos encuentran un remanso a pesar de la adversidad. Muchos procesos de la vida tienen sus ciclos y evolucionan pasando por etapas que ofrecen un descanso de la situación anterior. Acá en cambio siempre hay recién llegados que apenas comienzan a entender la situación. Siempre hay un grupo que todavía no se ha adaptado y que aún tiene una alta carga de adrenalina en sangre. Siempre hay un gato en el aire a punto de aterrizar.
Andrés finalmente llega al rincón. Patea y empuja gatos para hacer un claro en el que pueda ver el respirador. Lo logra provocando zonas de cuatro capas de gatos con sus respectivas peleas y corridas. ¿Y ahora qué? se pregunta. Porque el respirador tiene el invulnerable aspecto que Andrés ya suponía. Lo patea sin esperanzas durante un rato. Metódicamente. A un ritmo constante, como si él mismo fuese un congénere del abrepuertas automático. Es más probable que la fatiga de materiales produzca una rotura en el abrepuertas que en el sólido ventilete. Sin embargo sigue pateando. El también tiene su adrenalina que aplicar en algo. Ha avanzado cinco o seis metros entre esta masa repugnante para intentar algo que no tiene sentido simplemente porque no hay otra cosa que tenga más sentido que esa. Esta idea lo frustra, lo enoja y lo asusta. Por eso sigue pateando. Y por eso a veces una patada sale más fuerte que las otras, más odiosa. En el rincón el hedor es especialmente intenso. Parece que no hay aire sino solamente olor.
Mientras patea Andrés siente cierta justificación de sí mismo. Por lo menos está intentándolo. Por lo menos está moviéndose al mismo ritmo que el enemigo. Mucho peor es observar como sube la marea y no animarse a pensar. No animarse a hacer la terrible pregunta: ¿cómo se nada para no ahogarse en esta materia? Mientras patea, con la remota idea de que para algo servirá lo que está haciendo, Andrés se atreve a pensar en el futuro. “Si esto no da resultado...”, se dice, y empezar así el razonamiento le hace sentir que está barajando diferentes soluciones posibles. “Si esto no da resultado la única solución puede venir por ese boquete en el techo. De alguna manera hay que conseguir alcanzarlo. Si, en vez de ahuyentar los gatos para pisar en el suelo, pisara directamente sobre ellos estaría unos cuarenta centímetros más alto. Quizás menos...quizá se comprimirían bajo su peso. Y ni siquiera cuarenta centímetros sería suficiente. Necesitaría saltar, pero debe ser imposible saltar con ese apoyo incierto, pisando cuerpos blandos y movedizos.”
Las capas de gatos son ahora cinco. El cálculo de Andrés fue equivocado, no ocupan quince centímetros de alto cada una sino menos de diez. Pero el tiempo pasa inexorable depositando gatos que llenarán los espacios hasta que una nueva capa sea inevitable y luego otra. Aunque ninguno de ellos quiera, el tiempo pasa. La inundación le llega a Andrés a la mitad del muslo y sigue creciendo. Hace rato que se pregunta qué hacer para no quedar abajo. En este momento observa que ya es difícil mantener el claro alrededor de él. Que por más que aterrorice a los gatos, la simple ley de gravedad los desmorona hacia él. Y que muchos huyendo de otros caen a sus pies. Que de poco sirve maltratarlos de a uno para que aprendan porque ya son miles. En los estadios de fútbol ocurren tragedias donde seres pensantes y racionales mueren aplastados por otros seres pensantes y racionales que de momento sólo actúan en su carácter de cuerpos físicos sometidos a la ley de la gravedad.
De las capas inferiores se oye un quejido más grave que emiten los gatos aplastados, con la boca cerrada, aquí y allá... mezcla de queja y resignación.
El ventilete parece estar tan cerrado y firme como antes de la primera patada. Andrés está cansado y la adrenalina ya ha sido empleada. Mira las caras de los gatos que están más cerca. Desde el principio está tratando de adivinar si en caso extremo serían capaces de atacarlo. Cuando hostigaba a los gatos de su infancia ocurría que en algún momento perdían la paciencia y pegaban un zarpazo. Algunos hasta mordían. Pero sólo para librarse del agresor. La pregunta es si serían capaces de atacar coordinados, con la intención de dañarlo... porque en algún momento la lucha por el espacio se pondrá difícil. Andrés piensa que eso no es posible. Estos gatos no tienen ningún ordenamiento social. No se conocen y se rechazan tanto entre ellos como lo rechazan a él. Pero la duda es si pudiera darse una histeria colectiva en una situación dada. Si en el intento de no ser aplastado por los gatos él pisara sobre esa masa, tratando de quedarse arriba... si los pisara como pisa sus uvas un viñatero haciendo vino patero... ¿qué harían? Seguramente alguno reaccionaría arañando o mordiendo, pero el riesgo grave sería que hubiese una reacción unánime de ese tipo. Una especie de frenesí. El hecho de que arriba, por selección natural queden los más agresivos, no es muy alentador. Pero la idea de que se corran ante el riesgo de ser pisados y el pie se sumerja en capas más profundas de gatos resignados. Eso le da esperanzas. Pero después se pregunta si en lugar de resignados no estarán hartos y resentidos, listos para morder el tobillo del pie que los pise.
Por fin se le ocurre una idea. Juntar los muertos. Apilarlos en el rincón y hacer una zona de muertos sobre la que pueda apoyarse tranquilo. El plan es perfecto. Y hay algo de magnífica sencillez en esto de usar al mismo mar que te va ahogar para salvarte. Se imagina su caso siendo contado en una universidad. “A menudo somos como los peces que no ven el agua en que están inmersos”, se imagina diciendo ante los estudiantes “pero más discurre un hambriento que cien letrados. Para mi era una cuestión de vida o muerte... y si me permiten el humor negro, pisé sobre la muerte para salvar mi vida”
Ya fantaseada la gloria, Andrés tiene que ejecutar su plan. Y antes de empezar comienza a intuir que la práctica no es tan fácil como la teoría. ¿Cómo encontrará los muertos? Es de suponer que están allí abajo. Pero ya hay cinco capas de gatos sobre ellos. En algunos puntos seis. Y las capas superiores siguen muy eruptivas. Si caminar hasta el rincón fue difícil, ¿cómo hará para recorrer el vagón juntando los cadáveres? Mientras piensa sus ojos se clavan en el torrente de los que caen desprevenidos, uno tras otro, automáticamente. Vienen de un mundo donde todo sigue su curso normal. Sólo acá la realidad se ha vuelto loca. Solo acá desaparecieron la mayoría de las reglas y quedaron apenas dos o tres absurdas: caen gatos, no se puede salir, no hay ayuda. Parece mentira que en otros lugares haya gente mirando televisión, planificando vacaciones, haciendo el amor, aburriéndose... Aburriéndose sin la menor conciencia de que diez segundos significan dieciséis gatos. Un suspiro son cuatro o cinco. El almuerzo de Mirta Legrand entero, con avisos y todo, puede dar lugar a varios miles. Enfrentado a ese absurdo Andrés cree intuir que una gran verdad lo acecha. Siente que la situación es como una de las frases que usan los budistas para que sus discípulos alcancen la iluminación. Es posible, en realidad, que esto esté preparado. Que sea un experimento o una vulgar broma. Que haya cámaras ocultas. No. Andrés no cree realmente esa posibilidad, pero la idea de que alguien interrumpa todo esto y lo deje ir a casa... que lo dejen ir a dónde se pueda respirar... esa idea es tan, tan maravillosa. Tan maravillosa que se le llenan de lágrimas sus ojos. Muy inesperadamente grandes gotas bajan por sus mejillas. Quisiera poder pedirle perdón a tanta gente.
En este instante un gato recién llegado, aterriza y como si fuera una piedra haciendo patito en la superficie de un lago, salta, salta y salta hasta que en su cuarto salto se abalanza sobre él. Andrés saca un manotazo como acto reflejo de defensa y el gato cae duramente golpeado pero inmediatamente, más asustado y eléctrico, sale corriendo de nuevo a los saltos en otra dirección. ¿Por qué? Pregunta en voz alta, sus ojos todavía llorosos.
¿Hay alguien? Grita mirando al agujero del cielo. Y lo repite cada cinco segundos. ¿Hay alguien? Diez, quince veces. A los gatos, los gritos, no parecen hacerles diferencia.
Andrés no ha dejado de estar atento. Grita periódicamente, por si alguien lo oye. Pero sigue mirando atentamente la conducta de los gatos. Y ahuyenta a los que se le vienen para su lado.
Cuando pierde la esperanza de que alguien lo pueda oír se queda callado. El filo del miedo a la muerte se hunde en su ánimo. Ya la masa de gatos empieza a ser impresionante, amenazadora. Su mero volumen impone respeto. Como las montañas o el mar que emocionan a puro tamaño. Ya se intuye que esa altura puede aplastarlo a uno. Ya no tiene uno la sensación de que puede abrirse paso a través de eso. Ya el temor de que, al intentar treparla, la reacción va a ser mortal, es cada vez más claro. Entonces la idea de juntar muertos vuelve a adquirir valor. Por la simple razón de que no hay otra idea. Unida al miedo, es una razón muy poderosa, y Andrés adquiere una nueva determinación, con la cual la idea le parece mucho más realizable. Se hará lo que haya que hacer y se apilarán los muertos y se los pisará todo lo que haga falta. No hay otro remedio.
Se agacha y agarra una cola y una pata trasera que hace rato que están inmóviles, asomando, en la base de la pila de gatos, al pequeño claro que él ocupa y defiende. Tira de ellas y extrae el cuerpo inerte de un gato marrón claro cuyo pelo largo está ahora mojado y pegoteado a su cuerpo flaco. Al levantarse su cara pasa cerca de uno de los gatos de arriba, un loco, que le tira un zarpazo a la mejilla y no le da de lleno porque justo estaba girando hacia el otro lado para arrojar el muerto en el rincón. Pero el tajito que le hace en el pómulo es una buena advertencia. Agacharse sin tener las manos en posición defensiva puede ser peligroso. Al menos uno de los brazos tiene que amenazarlos y proteger la cara mientras el otro agarra muertos.
Andrés sigue gritando para pedir ayuda, ahora cada tanto, por si alguien pasa y lo oye. Quiere actuar racionalmente y tener todos los frentes posibles cubiertos: pedir socorro sistemáticamente, juntar los muertos para hacerse una plataforma firme y segura, estar atento a posibles ataques o riesgos, y seguir pensando en alguna solución que lo saque de ahí.
Para buscar muertos empieza por el método que le parece menos riesgoso y más sencillo: avanza en una dirección pateando y asustando para que dejen el paso libre. Si alguno de los gatos no se va y queda en el piso lo toma de la cola y lo lanza al rincón. Al hacer esto amplía el claro que es su territorio exclusivo, y en algún lado la marea sube a siete o quizás ocho capas de gatos. Andrés se ha acostumbrado a la pestilencia pero la falta de aire es notable. Moverse, ahuyentar, patear, juntar cuerpos... el esfuerzo no es mucho pero lo deja sin aliento. Hace mucho calor. Y cobra conciencia de que el aire puede ser el eslabón débil en esta cadena de la que cuelga su vida. La química no es su fuerte pero sospecha que cuando los litros de orín, mierda y vómito que ya hay en el piso fermenten, seguramente emitirán gases que afecten la respiración, agravando el problema. Y no puede esperarse en un vagón cerealero que haya agujeros en la pared donde poner la nariz para obtener aire fresco. ¿Cuál será el lugar mejor ventilado? Obviamente cerca del boquete, pero ahí caen gatos. De todas maneras el rincón debe ser de lo peor. Quizá tenga que rever esa ubicación para su plataforma de muertos. El problema del aire le queda en la cabeza y resta intensidad a la construcción de su plataforma. Ahora ve la masa de gatos como una gran esponja que respira. Que calienta el ambiente. Que toma buen aire y lo devuelve malo. Y que por ahora ocupa sólo un tercio de la altura del vagón. ¿Qué pasará a medida que suba el nivel?
Cuanto más tiempo pasa y más piensa en todo el asunto, más claro está que el riesgo es alto y que se agrava a cada instante. La plataforma de muertos empieza a justificarse como medio de escape, ya no como lugar de permanencia. Tendrá que ser levantada cerca del boquete. Habrá que pensar una manera de evitar el impacto de los entrantes. Siente las heridas latiendo en su cara y su cuero cabelludo. Los ojos se le han estado hinchando y le cuesta mantenerlos del todo abiertos.
Calcula que el techo está a dos metros cincuenta en los costados, pero sube hacia el centro del vagón. Allí quizá sea dos setenta. El mide uno sesenta y nueve, y con el brazo extendido, quizá unos cuarenta centímetros más, lo que da aproximadamente dos diez. La diferencia entre la punta de su mano y el borde del boquete debe ser de cincuenta centímetros Si pudiese armar, al pie del boquete, una plataforma firme de cincuenta centímetros, podría dar un pequeño saltito y agarrarse del borde del boquete. Lo que no sabe es si la fuerza le alcanzará luego para trepar. Y cómo de difícil será vencer el impacto de los gatos saliendo de las jaulas y cayendo sobre su cabeza durante ese esfuerzo. Pero, de nuevo, el no diseña las circunstancias, el sólo busca una solución, y como siempre, esa es la mejor porque no hay otra. ¿O acaso hay? En su trabajo con coreanos repetidas veces se topó con que supuestos básicos no eran compartidos, y que el doloroso proceso de abandonar un punto de vista para alcanzar otro, producía, después, una satisfacción y una paz parecida a la libertad. ¿Pero cómo podían traspolarse aquellas experiencias a este momento? Andrés está enfrentando la situación como un problema, algo a resolver. ¿Puede acaso cambiarse ese supuesto? ¿Hay quizá algo de bueno en lo que está ocurriendo? ¿Puede considerarse en cambio que él es lo malo y el resto lo bueno? No. Todo es posible sentado en la vereda de un bar tomando cerveza y mirando atardecer, pero ahora necesita ideas que lo ayudaran a salir. Andrés promete que si logra escapar de ese vagón nunca más se va a aburrir en su vida.
Una ola de olor especialmente fuerte ahuyenta los razonamientos y lo orienta a la acción. A buscar muertos! O moribundos! se dice esta vez, un pisotón y ya está. Habiendo eludido la tarea de diversas formas y habiendo vuelto al punto de partida, ahora está convencido de que es la única posibilidad que le queda. Patea, ahuyenta, pisotea. Agarra, revolea, ahuyenta, apila, acomoda.
Quiere hacer primero un stock en el rincón y después trasladarlo al centro. Tiene que calcular cuántos necesita y cuánto tiempo le tomará conseguirlos para ver si llegará a tiempo.
Empieza a darse cuenta que tarda mucho en juntarlos y que, para peor, un gato muerto y empapado en esa sopa repugnante que cubre el piso apenas ocupa cinco centímetros de espesor. O es que se mueren los más flacos. Sigue juntando, ahuyentando, manoteando, pero empieza a concebir una idea más audaz. Probar con los vivos. ¿Qué pasa si me lanzo a correr sobre la marea? ¿Tiene tiempo de reaccionar un gato si le salto encima... tiene tiempo de huir? Y si el de arriba huye a tiempo, el siguiente para abajo ¿podrá también escapar? Aunque puedan dos, me basta con pisar al tercero, piensa Andrés, si total ya están apilados en número de nueve! Mejor que huya el de arriba si está despierto y atento ya que ese podría reaccionar y morder o arañar. Mejor pisar a los que ya han sido sometidos por sus pares...
Quisiera saber cómo de sólida es la masa. Cómo de fácil es caminar sobre esa materia. ¿Será como el campo arado o como la nieve blanda? ¿Se hundirá hasta el tobillo, la rodilla o las bolas?
Habrá que hacer una prueba, dice Andrés en voz alta. Es lo primero que dice en voz alta aparte de las veces que gritó pidiendo ayuda. Está pensando en poner un pie sobre las nueve capas que tiene la multitud de gatos ahí nomás en torno suyo, alrededor del pequeño claro que él ha liberado en el rincón. Apoyar un pie como si fuese a subirse y poner algo de presión a ver qué pasa.
Si muerden y arañan los pies ... o hasta en manos y brazos pero puede escapar, es un precio que vale la pena pagar. La cosa es no perder pie y que los gatos enloquecidos por su peso lo arañen y muerdan en la cara.
La idea de caerse es terrorífica. Andrés está vestido con un pantalón, una camisa y un chaleco de lana sin mangas. Nada de eso es suficiente defensa para garras y dientes. Si cae sobre ellos, cada gato que se vea afectado por sus setenta kilos podrá tener una de dos reacciones: zafar y huir, o atacar para que sea Andrés el que se vaya. Estas dos conductas son las que se verifican en las peleas entre ellos todo el tiempo. La diferencia es que al ser aplastados, algunos de ellos quizá no tengan la opción de huir y les quede cómo única posibilidad, el ataque. Por otra parte, si logran escapar, no estarán más que contribuyendo al hundimiento de Andrés, a quitarle sustento. Cada uno que logre zafar de debajo de su cuerpo será unos centímetros más bajo que él caiga. Y lo más lógico es esperar una combinación de las dos cosas: que cada gato sobre el que él se apoye trate de huir de ese peso y en el intento, muerda y arañe hasta lograrlo. Paradójico: la mordedura es como una pinza, algo que retiene. Y las cóncavas garras también parecen diseñadas para atraer la presa más que alejarla. O sea que mordiendo y arañando como para retenerlo, se irán saliendo de debajo de él y, sin dejarlo ir, lo dejarán hundirse. Andrés se ve manoteando patéticamente como un hombre que no sabe nadar y al que el agua se niega a sostener en la superficie. ¿Llegará hasta el suelo? ¿Hasta la capa de abajo? ¿Se le desmoronarían encima las paredes de gatos de los costados como ocurre a veces en el claro que él ocupa en el rincón? ¿Se le agotarán las fuerzas de tanto patalear en ese aire enrarecido para que no lo muerdan y al quedarse eventualmente quieto lo taparán como si fuese un gato más? ¿Cómo si no existiese? ¿Lo encontrarán días después allí cuando decidan arrojar todos esos gatos muertos a un basural?
Pero esa es sin duda una visión pesimista, se dice Andrés, no hay motivos para que no pueda poner suficiente energía y mantenerse parado sobre ellos o mantenerlos a ellos a raya. Las mordeduras y arañazos son temibles, pero la pasividad es peor, porque la falta de aire y el crecimiento de la masa animal no permiten pensar en otra cosa que la muerte. Habrá que hacer una prueba, vuelve a decir Andrés, y empieza a buscar donde hacerla.