Sunday, April 15, 2007

Escapar para aca

Capítulo tres



La mente profesional de Andrés se centra en los sistemas prescindiendo de los humanos. El hecho de que no haya nadie cerca para pedir ayuda es una mera casualidad. En robótica esta prescindencia es una premisa y un orgullo masónico.
No es fácil pensar viendo caer gatos uno tras otro en un vagón que no tiene más de veinte metros cuadrados. Pero Andrés empieza a hacer cálculos aproximados: están ingresando más o menos de a cien por minuto. En poco más de tres horas se habrán descargado los dieciocho mil quinientos. Si la planta del vagón tiene veinte metros cuadrados, eso significa casi mil gatos por metro cuadrado. Andrés calcula que acomodados uno al lado del otro entrarán cuarenta por metro cuadrado, sin superponerse. Pero mil es mucho más que cuarenta. Mil implica cerca de veinte capas de gatos, una sobre la otra... que a quince centímetros por capa suman dos metros y medio de alto o tres... más o menos hasta el techo del vagón.
Yo conocí a Andrés unos años después de que pasara por esta experiencia. Me la contó detalle por detalle. Lamento no haber tenido un grabador. Tan perfecta parecía ser su recolección de los hechos que me imagino su cerebro en un estado de hipersensibilidad y superactividad en la que todo era visto con lupa y resaltado. Me imagino a su sistema de memoria borrando cualquier cosa preexistente para dar prioridad a lo que estaba viviendo en ese instante. Recuerdo por ejemplo que me contó la caída de los primeros veinte gatos. No la de dos o tres al azar que recordara porque hubiesen sido llamativas... no, una por una, en el orden en que ocurrieron como si fuese Funes el memorioso. Me contaba el color de cada animal, su estado físico, su temperamento, sus distintas reacciones. Para mí, al principio del relato los gatos eran simplemente gatos, uno o mil. Pero él recordaba cada detalle y nada era igual a otra cosa. Yo he tenido momentos intensos en mi vida. Hechos que me revelaron una nueva visión de las cosas. Pero he tenido unos cuántos, y si bien los recuerdo con precisión, nada se parece a la intensidad de Andrés y su vagón de gatos. Es como si él hubiese tenido un solo hecho revelador en su vida y hubiese concentrado allí toda la energía vital que un ser humano puede acumular.
Andrés buscó soluciones. Se preguntó cómo podía frenar la cinta transportadora y probó varios caminos. Lo primero fue tratar de abrir el respirador para accionar el seguro que detendría todo movimiento. La manija rota estaba fuera de su alcance, pero quizá encontrara algún elemento para meter en esa rendija. Los bebederos y comederos eran unas canaletas largas que como zócalos recorrían los bordes del vagón. Pero no había manera (Andrés hizo un breve intento) de cortar un pedazo con las manos. Llegó a pensar en matar un gato y usar el hueso de una pata, pero prefirió buscar otras vías... Andrés nunca había matado nada y la desagradable perspectiva de usar los dientes para abrir la piel y sacar el hueso hizo que su mente se concentrara en otros intentos y olvidara ese plan.
La mayoría de los gatos llegaban con un aire de enojo y desconfianza y se mantenían alejados de él, pero el hacinamiento iba reduciendo la distancia. Los recién llegados trataban de ubicarse entre los otros pero eran recibidos con zarpazos y maullidos frenéticos. La constante llegada no daba mucho tiempo a nada. Era una macabra combinación de perfección rítmica e impersonal, con feroces enfrentamientos de desquiciados animales. Algunos, no muchos, parecían estar efectivamente enfermos. Quizás lo de la epidemia no era tan irreal después de todo. En ese contexto Andrés trataba de ser racional arrancando a patadas el comedero para ver si lo podía usar como un palo a fin de acceder al abre puertas y frenar la constante llegada de gatos. Habían soldado la chapa al piso pero sólo en cuatro puntos en forma provisoria y unas cuantas patadas soltaron el primero. A esa altura todo el piso del vagón estaba cubierto y cada recién llegado aterrizaba sobre otros pobres bichos armando unos líos interminables. Patear la chapa sin patear la masa de gato se hacía cada vez menos posible. Había heridos pero por lo menos no se veía sangre. Los heridos fueron quizá los primeros que atontados no pudieron evitar que otros se les subieran encima cuando empezó a ser inevitable apilarse en dos niveles. Finalmente Andrés logró despegar el comedero e intentó acercarlo al boquete del techo y sacarlo por allí para frenar la apertura de jaulas. El problema era que los gatos le llovían encima. Y esto se veía agravado por el instinto que tienen de no caer al vacío sino pisar en el objeto más cercano, que en este caso era la cabeza de Andrés, sus hombros o brazos. Yo he tenido gatos y sé muy bien que cuando se asustan no son muy considerados. Sus garras salen para darles mejor tracción y se clavan en lo que sea. Una vez me quedé dormido mirando televisión con el gato acostado sobre mi panza. En la pared por sobre mi cabeza había una cartelera de corcho que había pegado esa tarde con cinta adhesiva bifaz. La cinta no aguantó, el corcho se cayó haciendo ruido con los papeles que arrastraba y asustó al gato. Este pegó un salto desde mi barriga y sus garras dejaron dos profundas cicatrices en mi piel. No quiero ni pensar lo que debe ser recibir este tratamiento al ritmo de cien gatos por minuto.
Andrés decide (una decisión inevitable que toma racionalmente después de llevarla a cabo) abandonar el intento de frenar la apertura de jaulas con el bebedero, que parece imposible, y volver sobre el ventilete. Patearlo hasta que se abra y active el interruptor. La cara y las manos le sangran. Los gatos ya están montados unos sobre otros en casi toda la superficie del vagón y caminar hacia el rincón no es fácil. Es imposible no pisar una pata, una cola y hasta alguna cabeza de vez en cuando. Los quejidos frenéticos se van tornando una absurda repetición. Totalmente previsibles se suman a un coro y ya no parecen tan dramáticos.
Cuando camina hacia el rincón un gato que huye seguramente de alguna pelea se le trepa por el cuerpo y tratando de subirse a su cabeza le araña profundamente la oreja. Con la súbita ira que da el dolor lo manotea y lo lanza contra la pared. Nada cambia. El gato se pierde en el mar de gatos, su queja indistinguible del ruido general. Andrés vive la humillante experiencia de que su ira, su máxima fuerza desatada, demuestre ser insignificante como el bramido de un toro en una tormenta. El dolor persiste. La parte interna de la oreja es sin duda muy sensible y la intensidad tarda en disminuir. Mientras Andrés se acaricia la herida con la mano para darle calor, tratando de calmar la insistente puntada, su mirada está fija en el chorro intermitente de gatos que caen, cada uno a su manera. Cada uno único, aplicando con estilo propio la habilidad felina de caer siempre de pie. Cada uno siendo recibido abajo por diversas reacciones de los que están hace rato o los que acaban de llegar, ya mezclados de forma indistinguible. Apenas hay tiempo de observar la llegada del anterior que ya está llegando el siguiente, con otra curva, otro peso, otro color, otro deseo de supervivencia. En esta seguidilla dispar aparece uno muerto. Sin salto, sin elasticidad, sin felina iracundia. Su tiempo es el mismo, pero a su cuerpo inanimado le basta ese corto segundo para desnudar la geométrica tozudez del sistema robotizado.
El muerto ya ha desaparecido bajo la agitada superficie de lomos y cabezas. Quizá ya haya muchos otros muertos allá abajo, imposible saber. En algunas zonas el nivel es más alto... se está formando el tercer piso. Pero son áreas de mucho conflicto donde hay constantes erupciones. Se intuye que algunos de los de abajo pugnan por salirse de esa posición.
En el aire hay un horrible olor. No es mierda ni pis. Es el olor de la pelea. El olor de la vida, más vertical y vergonzoso, menos entregado que el olor a podrido de lo muerto.
Andrés se abre paso hasta el rincón. Las heridas de la cara y las manos y sobre todo la de la oreja, no han dejado de dolerle. Mira la realidad a través de esta máscara de dolor que siente puesta. Ya no es tan fácil pensar en los gatos como carga. Lo han arañado de arriba abajo. Se están muriendo a sus pies. No paran de caer. Seguirán llegando. Esto quizás no sea trabajo sino algo peor. Esto no debiera estar ocurriendo. Debiera tener una forma de detenerse. Pero sigue. No hay grito o golpe o renuncia que detenga lo que está ocurriendo. El tercer piso ya es un hecho. Nadie lo desea pero es inevitable. Cubre casi todo el vagón. Y genera una constante ola de recambio en todos lados. La pelea se ha generalizado, pero ninguna pelea es a fondo. Los gatos no identifican en otro individuo todo el mal, sólo un mal momentáneo. En cuanto logran estar en el tercer piso, sin alguien arriba, miran desquiciados, el pelo erizado y ojos que son a la vez de asesino y de víctima pero dejan de pelear y se concentran en afirmarse sobre la movediza masa de la segunda capa. Lo absurdo es que están todos así. El enojo, como cualquier forma de comunicación, requiere destinatarios, espectadores... aquí son todos emisores pero ningún receptor. Y siguen llegando.
La caminata de Andrés hacia el rincón del ventilete se hace muy lenta. Está muy alerta a nuevos trepadores. Ha habido varios intentos. En todas las peleas hay gatos que huyen y son mal recibidos a donde llegan, con lo cual la superficie está constantemente surcada de corridas. Frecuentemente esos ven como su salvación treparse a Andrés. Por eso él ahora camina agitando los brazos constantemente a la altura de la cintura y alrededor de su cuerpo. Para parecerse más a una amenaza que a un árbol que sirva de refugio.
Uno de estos gatos que corre hacia él, cambia súbitamente de dirección al asustarse de sus manos y sale disparado en otro sentido, justo en el sentido opuesto al que trae el gato que ingresa desde arriba en ese instante. Sus cabezas suenan, la una contra la otra, con un ruido seco en un choque perfectamente frontal. Algo que uno no imagina ver en animales tan hábiles de refinados movimientos. El que llegaba de arriba era muy blanco. El impacto lo atonta y la masa lo absorbe instantáneamente. Su llegada y su desaparición son un sólo hecho. Lo blanco ya no está.
Andrés arrastra los pies para sacar del camino tres capas de gatos y poder asentar sus plantas directamente sobre el piso libre del vagón. Pero las capas de abajo no se dejan desplazar fácilmente. Los de debajo de todo quizá estén debilitados, atontados por falta de aire o tras ser sometidos por los demás hayan perdido la voluntad de hacer nada... Esto es contradictorio con otra cosa que ha notado: en todos lados parece haber ebulliciones cuando un gato que aceptó quedar abajo súbitamente decide que ya ha sido suficiente y ahora le toca a otro. Talvez por falta de aire o porque pierden la paciencia. Esto mantiene la superficie activa y en movimiento, burbujeando como la lava de un volcán. Lo notable es que se mueven cuando ellos deciden, no tanto por un estímulo externo como pueda ser el pie de Andrés. A veces, incluso cuesta hacerlos reaccionar. Andrés había pensado que quizá toda la capa de abajo ya fuese de muertos... después de todo se suponía que había una epidemia, y si bien él nunca la tomó muy en serio, quizá tuviese algo de cierto. Pero él se resiste a pisarlos. Principalmente porque le da miedo perder pie y caer sobre esa masa de mentes histéricas al mando de crueles garras y filosos dientes. Va arrastrando los pies y pateando para abrirse paso. Y en torno a sus rodillas se arremolinan reacomodamientos de gatos como si entrando al mar una ola le pasara entre las piernas y la espuma corcoveara a su alrededor. Cuando está llegando al rincón un ruido extraño en la máquina abrepuertas le llama la atención. Por un instante no caen gatos. A Andrés se le acelera el corazón. La esperanza de que algo falle lo invade llenando de luz su alma. ¡Un error! ¡Un desperfecto! ¡Algo que no previeron! Una grieta en el sistema. Su ser entero se llena de amor al fracaso. Por el agujero del techo se oye de nuevo el ruido, un chasquido seco en lugar del sonido de la puerta abriéndose y esta vez caen unas astillas de madera. ¡Algo se ha roto! ¡Viva! ¡viva! ¡Parará este infierno insensible! El corazón de Andrés quiere salirse. Pero después de un par de segundos aparece otro gato, y luego otro, al fatídico ritmo de más de uno por segundo. Andrés enseguida ordena los elementos y produce la explicación: han sido dos cajas enganchadas entre si, que no respondieron correctamente, por lo tanto, al mecanismo espaciador. Tal vez fueran las jaulas de dos gatos de la misma familia que alguien ató para que no los separaran. Como consecuencia, quedaron mal colocadas y el dispositivo abrepuertas se enganchó en un barrote fijo de madera, en vez de en la puerta y lo rompió. Eso ocurrió dos veces seguidas... Hay dos gatos cuyo destino será otro. Quizá mueran de sed perdidos entre jaulas vacías, sin que nadie los note. Todo esto lo piensa mirando al boquete cuadrado del techo, a través del que, desde este ángulo, ve solo un pedazo de chapa del cobertizo bajo el cual se cargan los trenes. Allá afuera está la máquina que define el destino, indiferente a la voluntad o los actos de Andrés, pero él no alcanza a verla. El retorno al traqueteo rutinario y al goteo incesante de gatos pone fin al episodio. Hay que aceptar la derrota, sin embargo se ha encendido una esperanza... algo puede fallar. Andrés ha tomado conciencia de lo mucho que desea que esto no esté ocurriendo. Ese fugaz asomo de una esperanza ha destapado todo el miedo que siente. El traqueteo, los maullidos, el dolor, las peleas y corridas, la pestilencia, la falta de aire, el calor, la impotencia, la vergüenza de haber provocado esta situación... todo eso sin descanso hace difícil pensar. Pero ahora tiene claro algo que antes no se animaba a formular. Tiene miedo de morir en este vagón de tren. Cuesta sostener esa idea y a la vez ocuparse de avanzar hacia el ventilete sabiendo que no será fácil abrirlo, que los hierros del ferrocarril no ceden ante manos o pies. Que fueron diseñados por oscuros técnicos ingleses a principios del siglo veinte para que durasen varias generaciones, siempre indiferentes a lo que hicieran los usuarios, ya fueran humanos, animales, vegetales o minerales. Vivos o muertos. Conformes o desesperados.

Wednesday, April 11, 2007

Escapar para acá

Capítulo dos





Cuando viajo en avión, invariablemente me enamoro de la azafata. De joven, que no volaba tanto, me lo tomaba más en serio y hasta recordaba sus nombres por un tiempo. Después me di cuenta de que era mi miedo a que se cayera el avión lo que me producía ese efecto ventosa. La reacción de un bebe que está inquieto y pide teta. Con dos o tres vuelos por mes, ahora, este enamoramiento es un trámite rutinario como mirar las vidrieras del free shop, pero no ha perdido su encanto.
El problema está cuando me toca viajar en tren, ya que los trenes no tienen azafata. Podría argumentarse que los trenes no se caen. Pero el miedo no es sonso. El miedo sabe que cualquier cosa puede caerse.
Viajo poco en tren. Y eso no hace más que agravar las cosas. La rutina tiende a tranquilizarme y con el tren no llego a hacerme una rutina. Cuando viajo en ferrocarril suele ser por motivos siempre diferentes, en lugares donde nunca lo he hecho y eso hace que mi inquietud suba un par de puntos. Uno podría pensar que me deprimo y viajo arrinconado contra la ventana mirando para adentro y secándome la frente cada tanto con un pañuelo blanco... pues no. Más bien todo lo contrario. Me pongo simpático y expansivo y entablo conversaciones con la persona que me toca en el asiento de al lado. En general prefiero que sean mujeres. Aunque sean feas y viejas, me resultan más simpáticas que los hombres. Por eso cuando en mi viaje a Boston desde Stamford, Nueva York, se sentó a mi lado un señor con cara de contador público, yo me sentía disconforme con mi suerte.
Iniciar la conversación siempre es la parte más difícil. Hasta que no empiezan a hablar y a contar una gran variedad de cosas con entusiasmo, aún las personas más simpáticas parecen hoscas y poco dispuestas.
El truco consiste en encontrar un asunto que parezca necesario. Por ejemplo, disculpe, ¿usted sabe si estamos llegando con atraso a Boston? Entonces viene una respuesta formal, pero con una o dos palabras de más, como para ir avisando que hay buena voluntad, que el personaje de gélido e inmutable pasajero autosuficiente era sólo un maquillaje de dignidad que como una pantalla solar protege del silencio y la desconexión en el hacinamiento impersonal del lugar público. Cuando se rompe la tensión superficial de una gota de agua mediante el contacto con otra, disminuye en ambas algo de la tirantez interna y como nueva integración pasan a ser un poco más fluidas.
Este hombre usaba un sobretodo gris plomo con solapas de terciopelo negro, lo que me pareció demasiado elegante para viajar en tren y demasiado abrigado para la época. Se paró, a poco de sentarse, para quitárselo y me sorprendió ver que debajo había ropa informal. Una camisa de cuello Mao y unos pantalones con bolsillos de adolescente. No parecía tener más de cuarenta años. Seguramente no hacía deporte y comía mal, trabajaba de más y miraba mucha televisión. Quizá tuviera algún hobby absurdo como criar anguilas eléctricas o decorar tragos largos con frutas, escarbadientes, banderitas y sombrillas.
Todas estas adivinanzas resultaron estar totalmente erradas. En las tres horas de viaje que compartimos, pasamos por distintas etapas avanzando siempre hacia una apertura sincera y abundante traspaso de información. La primera sorpresa fue que el tipo era argentino, como yo. Decía llamarse nada menos que Geranio Trenquelauquen. De su padre, fallecido hacía poco, por quien no parecía tener ni el sincero cariño ni el resignado respeto que en general adoptamos los argentinos, hizo una descripción desapasionada: un líder indígena de La Pampa de improbable sangre aborigen que había alcanzado cierta fama por una nota de National Geographic. Algún funcionario internacional había leído la nota y a raíz de eso, subvencionado por un programa de Naciones Unidas, había viajado mucho a reuniones internacionales de asuntos indígenas. De uno de los viajes nunca volvió. Mandaba cada tanto algo de plata a la familia, y eventualmente lo invitó a Geranio a vivir con él en Nueva York.
Geranio contaba sin interés. Parecía estar cumpliendo con el mínimo de la información necesaria para responder a las preguntas, pero como si no le interesase que yo no captase la esencia de las cosas. Como si supiese que no valía la pena porque yo, como el resto de la gente, no entendería lo importante de su vida. Cuando teorizaba en cambio se ponía más vehemente.
- Los chicos no deben estudiar hasta los doce años. Esa es época de jugar. Para qué le sirve la matemáticas, la historia, el análisis sintáctico a un chico que lo que necesita es jugar.... Haga memoria, ¿no recuerda el entusiasmo que uno ponía en los juegos? ¿y la aplastante abulia con que se vivía en el aula? Han pisoteado lo mejor de nuestro talento para aprender. Mire usted, esa pasión que uno siente por una mujer, ese imán que nos lleva a caminar dos leguas para ir a un baile... la energía que ponemos cuando estamos cazando... ¿usted ha cazado alguna vez?
- Si, alguna vez...
- Bueno, habrá sentido como se apodera de uno esa determinación que nos hace capaces de cosas que no haríamos de otra manera. Un amigo mío se pasa veinte horas en silencio escondido en un refugio del monte esperando que aparezca un jabalí. Y le apasiona. Es el instinto de la caza. Fíjese como se tensa el cuerpo de un perro cuando huele una pista, como la vida adquiere sentido.
- ¿Pero que tiene que ver eso con la educación? ¿Usted cree que alcanza con el instinto y que podemos vivir en sociedad sin educación?
- No, hombre. No digo eso. Lo que digo es que los chicos tienen ese impulso puesto en el juego, y un chico que está jugando aprende hasta por los codos, pero los maestros creen que si no están haciendo un esfuerzo, si no están sufriendo... puta, si no están sufriendo, creen que no están aprendiendo.
- Algo de eso recuerdo en mi maestra de tercer grado...
- En todas hombre, en todas! Y no solo las maestras. Vea, mi tío trabajaba en un quilombo... manejaba el bar y se ocupaba del mantenimiento, pero tenía ciática y a veces, de chico, yo iba a ayudarlo cuando no se podía mover. Y las chicas me tenían cariño, pero siempre me decían que estudiara y se enojaban si yo quería faltar al colegio para jugar al fútbol. ¿Se da cuenta? ¡Hasta las putas!
- Bueno... estoy seguro que ellas algo saben de la vida.
- Usted no me está entendiendo. Puede que sepan un montón de cosas pero nadie entiende a los chicos. Ni bien dejan de ser chicos se pasan al enemigo en forma cruel... o peor que cruel, le diría, desconsiderada.
Esas últimas palabras me dejaron pensando. En mi fuero íntimo admito ser muy infiel al chico que fui. Como si la explosión de la adolescencia hubiese dejado un profundo cráter, un abismo que separara el mundo de mi niñez del mundo al que pertenezco ahora. Como si esa explosión me hubiese dejado sordo y hubiese muerto gente y yo hubiese quedado temeroso y obediente. Y ese abismo todavía humeante no me dejase ver bien del otro lado. Podría decirse que traicionar al chico que fui, si beneficia al adulto, no es tan grave. Pero el temor, el miedo... ese es un síntoma sospechoso.
El tren, a doscientos kilómetros por hora, surcaba como un bisturí las entrañas de una comunidad de Nueva Inglaterra. Jardines, perros, toboganes de colores, autos en arreglo y de vez en cuando una persona cuya cara no pasaba de ser una pincelada de color devorada inmediatamente por más jardines, autos, plazas, terrazas de centros comerciales. Las imágenes parecían puestas allí para ilustrar mis pensamientos. La velocidad del temeroso, saltando sobre las cosas. Sin animarse a un contacto de verdad.
En ese momento me propuse aprender lo básico de la vida... volver al jardín de infantes. Me comprometí a empezar de nuevo y aprender a estar en algún lugar. Hacer los palotes derechitos y pintar sin cruzar la línea. O quizá tuviera razón Geranio... no era cuestión de volver a la educación formal. No hacía falta forzarme a aprender sino simplemente aprender a jugar. Acá mismo. Ahora.
El tren se metió en un túnel, algo que estaban construyendo. Acostumbrados a la fuerte luz, mis ojos no vieron nada hasta que salimos. Geranio retomó la conversación. Así como él seguía a mi lado a la salida del túnel, su mente parecía haber seguido a mi lado en los recorridos de mi pensamiento:
- Hay un proverbio polaco que dice “nunca pases junto a un chico sin pensar en él”
Quien hubiera dicho, pensé, que algún polaco dedicaría tiempo de su vida a elucubrar cosas que tuvieran que ver con esto que estamos charlando y que a suficientes polacos, después, les parecería que la frase era digna de ser repetida, al punto de transformarla en dicho popular.
- Me encantó el proverbio.- le dije - La mayoría de los refranes que conozco se basan en la conveniencia, en el sentido común, como “al que madruga Dios lo ayuda” o “donde fueres haz lo que vieres” pero este refrán es más liviano. Si los otros son cerdos, este es una mariposa.
- ¿Verdad? Casi parece un refrán inútil.
- Pero yo creo que sería un hombre más feliz si en vez de hacer tantas cosas hubiese pensado más en los chicos que vi.
- A que cosas se refiere? ¿Que cosas hizo usted?
- Bueno... logros, cosas que me parecían importantes.
- ¿Pero cosas malas?
- ¿Malas? ¡Je! Simpático que use esa palabra .. Hace tiempo que no la uso. Qué se yo, cosas como armar una empresa, publicar cosas... Plata, incluso. Viajes...
- Y ahora le parece que hubiese sido mejor hacer menos.
- Mmm... Le voy a retribuir el regalo de ese buenísimo refrán con otro... que un poco explica lo que siento. En realidad no es un refrán sino el título de un libro (que no leí) pero que considero una joya. Y usted podrá apreciarlo porque habla inglés... al traducirse al castellano pierde su gracia: dice así: Don’t just do something... Sit there!
Geranio no se rió. Ni siquiera me premió con una sonrisa. Después de un silencio inexpresivo dijo:
- Es simplemente la inversión de un dicho irritante que nos azuza a salir de la inactividad.
- Si... en fin, a mi me parece simpático...
- Simpático?
- Creo que tiene algo de gracia.. no sé... será que escuché tantas veces el otro el “Don’t just sit there, do something!”...
- Es genial.
- ¿Qué cosa?
- Este asunto.
- Ah, ¿le gusta?
- Es genial.
- Bueno me alegro, pensé que no le gustaba.
- Genial.
- Je je...
- ¿Usted no lo cree?
- Pero claro, hombre... si yo se lo conté a usted.
- ¿Cuanto genio hace falta para invertir el sentido de una frase?
- No entiendo... ¿usted lo dice con ironía? ...yo creo que el valor de la frase está... bueno, hay unos supuestos previos... A mí personalmente me parece que... quizá usted no lo comparta pero, a veces la acción no es tan positiva como parece... a veces es un escapismo, una adicción, una excusa. ¿Qué hay de malo con no hacer?
- Estoy de acuerdo, Francisco. La frase es genial. Y nadie la vio antes porque estaba apuntando para el otro lado. Hace falta mucho genio para buscar la solución en el problema. Como los que inventaron las vacunas.
- Claro, o los que queman el bosque para que no se expanda el incendio...
- Los que usan la muerte para exaltar la vida.
- Vio el incendio de California en el noticiero ayer? Estaban haciendo justo eso.
- La muerte está siempre a la vista. Todo está a la vista, pero la muerte más. Hay que saber usarla.

Saturday, April 07, 2007

Escapar para acá

Capítulo uno



Una interminable cantidad de jaulas, cada una con un gato, se alineaba sobre el playón de carga y la cinta transportadora que sobrevolaba los techos de los vagones grises. No había otra persona a la vista y aunque Andrés trataba de ser indiferente y concentrarse en el trabajo, sentía que todos los maullidos y quejas de los gatos lo tenían de único destinatario. Es decir, que si él no prestaba atención a lo surrealista de la situación nadie más lo haría, y que eso de alguna manera debía ofender a Dios o a algo.
Andrés había entrado al ferrocarril no hacía mucho, unos cuantos años después de la privatización, tras las drásticas reducciones de personal. Cuando los playones llenos de vagones parecían tierra de nadie y el espíritu del propietario privado era como una brisa polvorienta en un pueblo fantasma. Antes de eso había estudiado sistemas y trabajado como consultor la mayor parte de su vida. Pero estaba allí, caminando sobre los techos de vagones en esa soledad oxidada, más por causa de su experiencia en robótica. Había sido empleado de una empresa de origen coreano que pintaba carrocerías para fábricas de autos, ayudando a perfeccionar la automatización de los sistemas. Su curriculum le había resultado atractivo al ferrocarril cuando la falta de mano de obra empezó a sentirse y el negocio de carga aumentaba consistentemente.
Supuestamente tenía que hacer un plan maestro de robotización y subcontratar a quienes lo llevaran a cabo, pero para eso era necesaria la aprobación de un programa de inversiones que estaba demorado. Mientras tanto le daban pequeños problemas a resolver, como este absurdo contrato con el estado por el transporte de los gatos.
En la administración pública las cosas mas extrañas se pueden transformar en contratos.
En pocos meses Andrés había visto metamorfosearse en negocios a objetos tan diversos como la nueva amante del gobernador, una alianza con la oposición, la fiesta de la Pachamama... no era extraño que una epidemia entre los gatos domésticos de la ciudad, con algunos casos de supuesta transmisión a humanos hubiese resultado también en un contrato de la empresa ferroviaria con el estado. Andrés sospechaba que esto se debía a una tendencia del ferrocarril a premiar bajo la mesa a funcionarios que trajeran negocios y también a la firme disposición de la empresa a brindar todo tipo de servicios aunque no se limitasen al transporte sobre rieles. Su infraestructura y recursos diversos le permitían licitar sobre los más variados emprendimientos. En este caso fue la muerte de una periodista del noticiero local televisivo lo que terminó transformándose en contrato. La mujer era nieta del caudillo del partido conservador y amante de un cantante brasilero por lo que reunía todas las condiciones para transformarse en escándalo. La prensa más sensacionalista de la provincia no fue muy rigurosa en la verificación de datos. Conectó la muerte con la epidemia felina y los varios contagios a humanos que ella había investigado y reportado frente a las cámaras de televisión. La presión sobre los funcionarios de salud pública, el intendente de la ciudad y el gobernador de la provincia fue inmediata. El escándalo hubieses adquirido proporciones nacionales si no fuese porque coincidió con otro hecho más impactante: el asesinato a quemarropa por parte de la policía de secuestradores y rehenes ocurrido en Ramallo, después de una larga y tensa espera transmitida en vivo por TV a todo el país. Ese hecho acaparó la atención y el morbo nacional por varios días en forma excluyente. Pero localmente lo de los gatos tuvo su impacto. El intendente se movió rápido y firmó un contrato con la empresa ferroviaria. En todas las estaciones de servicio y por supuesto estaciones de ferrocarril de la ciudad y sus alrededores se apilaron jaulas de las que se usan para transportar pollos doble pechuga. Por ser una zona de gran producción de pollos, no fue difícil reunir las jaulas. Cada vecino que tuviese un gato debía colocarlo en una de ellas con un collar en el que se indicara nombre y dirección de los dueños. Los gatos callejeros, sin dueño, serían cazados por equipos especiales y correrían la misma suerte, para lo que se solicitaba la colaboración de la ciudadanía. El comunicado oficial de prensa se dedicaba principalmente a informar a la población que si bien la situación estaba controlada y no había que perder la calma, era de vital importancia que todos los poseedores de gatos cumplieran con el deber de este momento crítico y entregaran a las autoridades a sus mascotas sin dilación ni excepción alguna. Que trenes sanitarios “especialmente equipados” se ocuparían de llevarlos a un laboratorio lejos de la ciudad “especialmente dispuesto” en una estación también de ferrocarril “especialmente instalada a tal efecto”. La repetición de la palabra “especialmente” hacía suponer que al redactor no le habían dado mayor información.
A Andrés lo despertaron a las tres de la mañana y le hicieron tomar un taxi aéreo a Rosario. Mientras se vestía y también mientras estaba por despegar en el aeroparque, recibía y daba instrucciones. Prácticamente no iba a haber nadie para ayudarlo. La poca gente que había en Rosario estaba repartiendo jaulas de pollos en estaciones de servicio.
Mal dormido y de pésimo humor como estaba, Andrés alcanzo a tener una idea bastante buena: demoró el vuelo un par de horas y se fue a ver el frigorífico de pollos más moderno de la ciudad. Su sospecha se confirmó. Cuando llegaban a la planta las jaulas de pollos eran puestas sobre una plataforma que alimentaba automáticamente una cinta transportadora y desde allí nunca más intervenía la mano del hombre, hasta que alguien se comía el pollo. Miró atentamente los elementos de robótica. Solo necesitaba una pieza: el abre puertas y vaciador de jaulas. Había que comprarle uno al frigorífico invocando emergencia sanitaria y fletarlo ya para Rosario. Los polleros dudaron un poco pero se argumentó cuestión de vida o muerte y la mención de autoridades sanitarias fue muy persuasiva.
Por eso ahora Andrés camina sobre los vagones junto a miles de jaulas que en pocos minutos serán vaciadas dentro de vagones casi herméticos. No fue muy complicado adaptar la cinta transportadora de bolsas de alimento balanceado que el ferrocarril usaba constantemente y colocar el abre puertas de manera tal que se abrieran y vaciaran unas doscientas jaulas por vagón. Los vagones llevan una tapa como techo con una abertura cuadrada de medio metro de lado en el medio a fin de que los gatos no trepen por las paredes y se escapen. El maquinista está listo para partir ni bien se llenen los veinte vagones. No ha habido tiempo de esperar separadores para poner varios pisos de gatos en cada vagón. De todas formas lo que sobra en la empresa son vagones. Pero faltan jaulas así que rápidamente estas deben volver a las estaciones de servicio para seguir llenándose de gatos.
Rosario, por su economía cerealera vulnerable a los roedores, es una población tradicionalmente muy amante de los gatos por aquello de que “Los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. Algún funcionario informó que se esperaba juntar entre cien y doscientos mil gatos. El eslabón débil del proceso es la cantidad de jaulas. Hay que vaciarlas rápidamente y devolverlas. Andrés se felicita por haber mandado el mecanismo automático del frigorífico.
Asoma la cabeza por la abertura del techo del primer vagón que pronto empezará a llenarse de gatos. Hay un bebedero y un comedero. Por lo demás es un espacio vacío, y sombrío como un calabozo. A pesar de que el viaje es de menos de dos horas han considerado que algunos gatos seguramente llevarán ya unas cuantas horas en sus jaulas.
Todo parece estar en orden. Andrés había insistido que dos metros y pico de salto no era nada para un felino y ahora está preocupado por que alguno se lastime, después de tanto tiempo de inmovilidad en la jaula. Pero seguramente será un espectáculo divertido verlos llenando el piso del vagón...
Acciona el control remoto de la cinta transportador para inaugurar el proceso. Pero no pasa nada. De lejos puede ver la luz verde en el panel central indicando que la máquina está encendida. Recuerda, entonces, que están usando vagones de cereal a granel y que un dispositivo de seguridad que él mismo ha diseñado impide que se llenen mientras esté abierto el respirador, para evitar que se escape el cereal por allí. Andrés baja a cerrarlo. Justo en el primer vagón la palanca para cerrarlo de afuera está rota. Tendría que meterse en el vagón para cerrarla de adentro. Deja el control remoto sobre la cinta transportadora. Se descuelga por la pequeña abertura en el techo y camina hasta el rincón del vagón a cerrar el respirador que está a unos diez centímetros del piso. Se pregunta si con el respirador cerrado el vagón estará suficientemente ventilado... si alcanzará con ese agujero en el techo por el que acababa de entrar. Al mirarlo se da cuenta de que no le resultará muy fácil salir, ahora que ha entrado. Sin duda no podrá alcanzar los bordes del boquete saltando. Tendrá que encontrar algo sobre que subirse o pedir ayuda a los gritos... quizá pueda pararse sobre los comederos y bebederos. Seguramente no estarán soldados y podrá apilarlos. En fin... de eso se ocupará luego, primero cerrar el respirador. Pero la manija también está rota por dentro. Apenas asoma una filosa punta que es imposible agarrar con los dedos. Sin embargo la suela de goma de sus zapatos podría hacerla bajar. Andrés prueba y en el segundo intento la manijita baja y se pierde en su rendija, cerrando el ventilete irreversiblemente. En ese mismo instante un zumbido y un traqueteo invaden el ambiente. Y como si los dos hechos no tuviesen nada que ver un gato salta dentro del vagón y corre asustado lejos de Andrés a un rincón. Andrés no ha tenido mucho tiempo de entender qué pasa cuando otro gato salta y le hace ver claramente la explicación. Al cerrar el respirador, habiendo dado previa orden de arranque con el control remoto, el proceso ha empezado. Y funciona perfecto! Al menos con estos dos gatos. Tres. Cuatro. Cinco...
El ritmo no está mal (menos de un segundo por gato) pero sin duda podría acelerarse sin causar problemas, piensa Andrés. El tiempo es dinero, dice desvergonzadamente su jefe, cada tanto. Su mano va a la cadera para tomar el control remoto en un gesto automático. Recuerda entonces que lo ha dejado arriba. Que lo ha apoyado sobre la cinta transportadora y esta ha echado a andar. Un error de principiante. Inadmisible. No siente mucha vergüenza porque nadie se enterará. Probablemente el control ya haya caído al piso desde el final de la cinta y se haya hecho pedazos. Para eso quizá haya que inventar una explicación. Andrés tiene que admitirse a sí mismo que no puede haber pasado otra cosa que eso. Acostumbrado a prever la conducta de los objetos inanimados cuando se los anima, tiene la certeza de que una caída de más de tres metros dañaría algún circuito y trabaría la orden presente. Los gatos seguirán cayendo en este vagón hasta que se vacíen las dieciocho mil quinientas jaulas de la primera recolección.