Sunday, May 30, 2010

You don't really need it (6)

Es Atea Para Que Dios Venga a Buscarla .


Nunca me resultó fácil entender precisamente qué motivaba a Jane. Creo que no conozco a otra persona que hubiese reaccionado de aquella forma cuando destruí la caja de las manos que me acababa de regalar. ¿Quién otra hubiese renunciado al trabajo sin darle al jefe una oportunidad de pedirle perdón y ofrecerle el oro y el moro para que se quedara? ¿Qué motivaba su empeño en la cruzada del “You don’t really need it”? Es difícil de explicar.
Su cuñada Carmel (casada con su hermano menor, Olaf), tras algunas cervezas, esbozó su teoría en una charla que tuvimos por teléfono. Dijo que el recuerdo de su padre, comunista, anarquista y difunto, había sido para Jane, una contradicción subyacente, como una espina en su espíritu, durante su carrera en la industria cinematográfica. El conflicto de su salida del estudio la había enojado con el sistema y al mismo tiempo la había colocado en el puesto del peón al servicio de la ideología capitalista: vendedora de electrodomésticos, portaestandarte de la sociedad de consumo. Al principio Jane lo había aceptado como una ironía, con ese gusto suyo por los contrastes absurdos. Pero, según su cuñada, eventualmente tenía que aparecer la oportunidad de dejar actuar el mandato izquierdista paterno. No es casual que ella viera en el polaco a la imagen de su padre.
La teoría no estaba mal pensada. Solo me pareció que la impulsaba ese resabio de celos de la cuñada, que a pesar de respetar y querer a Jane, siempre la vio como la hermana adorada por su marido, con la cual, en el corazón de Olaf, era imposible competir. No digo que Carmel la estuviese criticando, pero interpretar a alguien da siempre una sensación de superioridad que en ese caso parecía una pequeña revancha largamente esp erada.
Yo tengo otra teoría. Que no contradice a esta pero pone énfasis en otros puntos. Para mí, Jane es atea para que Dios la venga a buscar. Qué quiero decir con eso… No es que no quisiera ver a su jefe pidiéndole perdón, arrepentido, cuando abandonó el estudio... es que no quería que ese placer acabara. No quería que la potencia se transformara en acto. El sufrimiento de su jefe quedó congelado para siempre cual mamut en un glaciar. Y ella lleva esa noción en su pecho, como un relicario. Equivale a no querer gastarse la plata para que siga teniendo intacto su mágico poder de satisfacer deseos. Este patrón de conducta hace que Jane no acepte con facilidad la adulación. Cualquier felicitación humana es prematura. Para Jane, sólo si alguien sufre enormemente o muere por una causa ha puesto su moneda en la alcancía de esa causa. Mi sacrificio de su caja de manos fue una estocada de amor en su corazón. Yo la hice inmortal. Si no sacrificábamos esa caja en 1971, hubiera muerto de vieja en algún estante o aplastada por una pila de otras “cosas para tirar” en alguna mudanza o limpieza profunda. La caja, el sweater, el bastón, los electrodomésticos del polaco, la juguera de Mario Baracus, las disculpas del jefe, el amor expresado en “Espejo Roto”… fueron todas muertes prematuras que en su alarido de dolor fijaban un precio. La carrera de Jane en el cine tuvo indicadores de que la querían: el sueldo que le pagaban, la recaudación que indicaba el éxito de sus producciones, el raiting de sus series… pero eran precios de mercado. Transacciones estándar. Gotas de agua en el océano del sistema. Olas, quizá, pero agua en el agua.
El instante en que la vieja sonrió al despedirse, sin mencionar siquiera que no llevaría la juguera que había pedido en primera instancia, eso no era agua en el agua. Eso era una adulación que requería un sacrificio. Implicaba arrancar una porción del mapa del sistema y dejar el agujero. Creo que si damos a elegir a Jane entre dos millones de personas más viendo su serie en la cadena televisiva o la sonrisa de esa vieja al despedirse, elije esta última. La matemáticas no funciona. Los números han muerto. Se tambalea el sistema. La China tiembla.

(Entre paréntesis)

(Hay una humildad escencial en los escritores, aún en los más soberbios y ególatras... Se evidencia en nuestra convicción de que no basta con que sepamos una historia. Para que esté completa, realizada... Para que valga, debemos ponerla en palabras y que la sepa otro. El valor lo pone el lector. Los escritores nos consideramos a nosotros mismos un medio, nunca un fin. No nos abandona jamas una autodesprecio propio del alcahuete.)

Friday, May 28, 2010

You dont really need it (5)

"The Rose Black"

El polaco le mandó un ramo de rosas a Jane.
“Negras! Negras!” gritaba Jane en su mail cuando me lo contó.
Es parte de su superstición. Jane es atea pero se aferra a símbolos y fetiches. De adolescente escribía poemas que firmaba con el pseudónimo “The Rose Black”.
No me lo dijo porque sabe lo crítico que soy de su dependencia al pensamiento mágico, pero sé que piensa que hay algo de reencarnación o de astros siameses. Jane es de esas personas que me asombran por su capacidad de pasar a ser absolutamente racional después de ser absolutamente irracional y viceversa. Siempre sin avisar.
Por suerte la única parte del cerebro humano que hace esas piruetas es la que usamos para pensar. La parte que se ocupa de coordinar la digestión, por ejemplo, se atiene bastante más a la realidad, gracias a dios, la virgen y a las reencarnaciones.
Yo creo que ese ramo de rosas es lo que llevó a Jane a la cárcel. Tal vez Jane hubiese olvidado al polaco y el brillante discurso con que ella lo había hecho un poco más humano y aterrizado. El maldito ramo de rosas rojas le dijo: "Esto no es casualidad, Jane, acá hay algo, quizás el mismo accidente fue parte de un plan superior, nada es casualidad.Tenías que perder el trabajo y el registro para cumplir con tu destino..."
El virus tardó en incubar: Dos semanas después llegó una vieja a comprar el aparato que vende Mario Barakus en TV. Jane dice que tuvo una especie de visión de la vieja metida en la cama con cofia y control remoto, una gata durmiendo a su lado, la bandeja con los restos de la comida en la mesa de luz, y sus ojos celestes, tan claritos (abrillantados por el reflejo de la tele en sus anteojos) mirando el aviso en que un Mario Baracus, que ya no tiene nada de magnífico, hablaba de las virtudes de la juguera automática.
“No le dije que no lo necesitaba{, me escribió Jane. "La escuché hablar y mostré interés por todo lo que me decía. Entre otras cosas te puedo informar que su gata Miracle es la nieta de la nieta de su primera gata y que todas vivieron con ella hasta morir (nunca más de cuatro a la vez y todas murieron en perfecto orden de aparición. First in first out, dijo la vieja con toda seriedad.)”
Jane intuyó que la señora tenía mucho para contar y no se equivocaba. Tenía y quería contar. Jane dice que se quedó dos horas y no es de las personas que exagera con el tiempo porque le es un tanto indiferente. Que lloró tres veces. Que se tomó una aspirina y un te. Que le mostró una foto de su marido, muerto veinte años antes, con otra mujer. Que le regaló una gorra plástica para la lluvia. Que habló de sus trabajos, de la máquina de tejer knitax que compró en esa misma tienda cuarenta y ocho años atrás, del crucero a Cuba que hizo con sus padres antes de Fidel, de una vez que se cayó de la escalera. De aquella noche, en el carnaval de New Orleáns, que no sabe lo que hizo porque estaba tan borracha que olvidó todo (y nadie que ella conozca puede contarle). De un negro que le propuso casamiento cuando estaban en la universidad. De lo diferente que hubiese sido su vida si se hubiese recibido. De un dentista que le apoyaba la rodilla y no le cobraba. Del número de lotería que compró durante treinta y dos años, porque su padre lo compraba, y cómo un día decidió no comprarlo más. De que no sabía si su hermano estaba vivo o no. De lo que tardan las ambulancias en llegar a su casa cuando tiene problemas de salud. De la madre de Miracle que se llamaba, Music, y que una noche dijo una palabra. Del veterinario que había inseminado artificialmente a todas sus gatas y se había llevado todos los cachorros menos una hembrita en cada ocasión.
Jane mencionó todos esos temas y supongo que habrá habido otros que eligió no contarme o que olvidó. La cuestión es que finalmente la señora se despidió con una sonrisa lenta y profunda y se fue sin comprar. Jane lo vivió como un gran triunfo. Dos horas es algo que ella puede permitirse porque es amiga del gerente y porque los demás vendedores la respetan. Pero cuando me lo contó pensé que la iban a echar si se repetía de una u otra forma. Mario Baracus es parte de un sistema que tiene todo controlado, y no perdona.

Tuesday, May 25, 2010

You don't really need it. (4)

Jane lo dice.

La vida de Jane es digna de una biografía, y ojalá algún día alguien la escriba. Yo no tengo suficiente información ni memoria, pero me causa gran gusto contar algunos episodios. He tomado la precaución de cambiarle el nombre y algunos datos comprometedores.
Lo que me movió a empezar fue que cayera presa. Hablé con algunos amigos en común y una cuñada. Quise ayudar, pero ¿qué puede hacer uno desde Buenos Aires contra la justicia de los Estados Unidos de Norteamérica? Al final llegué a la conclusión de que “zapatero a tus zapatos”: había que escribir, y si eso no la sacaba de la cárcel, al menos la metía en la literatura.
Vuelta de su viaje a Sudamérica, Jane se enamoró del primo de uno del grupo The Greatful Dead que andaba con la banda cumpliendo algunas funciones de administrador, aunque tocaba también de vez en cuando por las suyas. Ella viajó (con él y la banda) por todos lados y terminó ocupándose de la relación con el estudio de Hollywood que filmaba un documental sobre los músicos. Lo hizo tan bien que el estudio terminó ofreciéndole trabajo. Para ese tiempo se había aburrido del músico administrador y lo dejó con la excusa del puesto en Hollywood. Él compuso el tema “Espejo roto” para hacer el duelo y se juntó con unos mangos porque fue el tema de amor de una película (que vi pero cuyo nombre no recuerdo). Jane me lo contó con tono entre irónico y sarcástico. No lo decía explícitamente pero quería insinuar la pregunta “¿Salió ganando?” Siempre le gustó contrastar la plata y el amor en busca de sensaciones raras.
En el estudio hizo una carrera meteórica. Fue amiga de Clint Eastwood y de otros tantos que llamaba por el nombre de pila como Liza (Minelli), Peter (Fonda), los hermanos Cohen (que yo llamaba los hermanos incesto “porque cohen y son hermanos”, y Jane se reía pero creo que no entendía mi traducción del chiste).
Un día encontró en el basurero de la vereda del estudio, al levantar la tapa para tirar una lata de coca, un informe que le había pasado a su jefe sobre un proyecto que ella recomendaba. Renunció en ese mismo momento sin darle a nadie la oportunidad de explicaciones ni darse a ella misma el gusto de ver la cara del culpable arrepentido. Puso un puesto de flores en un mercado. Yo me enteré, porque como no la encontré en el estudio llamé a su madre. En un viaje a Los Ángeles, por laburo, me aparecí a comprarle un ramo de “Nomeolvides” sin avisarle. Hacía doce años que no nos veíamos y varios años que no nos escribíamos. Pero no se desmayó ni nada por el estilo. Me reconoció inmediatamente y me dijo “Francisco!” solamente. No preguntó nada ni expresó más sorpresa que esa. Cerró el kiosco y nos fuimos a tomar café. Se había casado con un psiquiatra que era celoso, según ella, así que no me invitó a la casa. Habían adoptado dos hijos de ojos rasgados de los que vi fotos. Ya eran grandes porque los habían adoptado cuando tenían siete y nueve, tras alguna invasión yanqui a algún país que necesitaba democracia. Nos despedimos un poco desilusionados. Quizá extrañando la intensidad de la adolescencia. Yo tampoco tenía mucho tiempo. Eran mis épocas de cafeína y publicidad. Pasaron otros diez años sin saber mucho de ella. Una vez vi su nombre en los créditos de una película, otra vez me mandó una revista New Yorker en que había escrito una nota sobre la industria del cine en la que mencionaba al pasar (solo para hacerme un chiste, supongo, porque no parecía indispensable) una película llamada “Nomeolvides”.
Cuando estuve en Harvard la llamé a algunos números que encontré gracias a la entonces novedosa herramienta de Internet. Había vuelto a tener un crecimiento meteórico en la industria cinematográfica y cuando se enteró de que yo ya no era publicitario sino mediador, asesor en negociaciones, profesor y escritor, me ofreció hacer un documental sobre el conflicto. Le dije que sí pero todavía estoy esperando. Allí fue cuando supe que se había construido una mansión sobre la costa y que las olas pegaban contra las rocas y que manadas de ruidosos mamíferos acuáticos se encontraban estacionalmente para procrear mientras ella regaba los malvones del jardín, unos metros más arriba. El psiquiatra seguía celoso.
Lo siguiente que supe fue que era la máxima responsable del equipo de producción que hacía una de estas series tipo “Lost” o “Prision Brake”. Su cuñada me contó que Jane contrataba a cinco directores que filmaban simultáneamente varios episodios. Recuerdo que lo que más me llamó la atención, entonces, fue que la coordinación de las agendas de los actores que figuraban en varios de los episodios era una proeza del cálculo y sus ajustes por imprevistos demandaban complejas negociaciones asistidas por mediadores profesionales imparciales. En medio de la producción el estudio se vendió y le pusieron un jefe por encima. Las relaciones no funcionaron bien y a pocos meses la tensión entre hacer las cosas bien y bajar costos se transformó en una guerra. El directorio nuevo interpretó como un hecho “posiblemente intencional” un tarro de pintura que cayó sobre el jefe desde un andamio, y la situación se hizo insostenible. Durante las negociaciones para establecer una situación “operable”, dos días después del tarro de pintura, Jane tuvo un accidente automovilístico y la tuvieron que internar por tres semanas. Nunca volvió al estudio. El accidente dejó un caballo muerto y una jineta con un brazo roto. Los informes médicos sobre las sustancias que se encontraron en la sangre de Jane le costaron perder un juicio millonario y el registro de conductor por cinco años. Para ese tiempo el psiquiatra estaba en Nueva York celando a otra y le pareció oportuno pedirle el divorcio.
Jane descubrió que no necesitaba ni el registro, ni el psiquiatra, ni su mansión. La alquiló y se mudó a un departamento de dos ambientes en San Francisco. Se consiguió un trabajo de vendedora en la sección electrodomésticos de una “tienda de departamentos”, como las llaman los traductores mexicanos. No tenía experiencia, pero el yerno de la niñera salvadoreña que había cuidado a sus hijos adoptivos era el gerente del área.
Jane, que no quería pensar en otras cosas, puso todo su cerebro en la tarea. Lo que equivale a decir que lo hizo muy bien. En sus ratos libres se ocupaba de las consecuencias de su juicio y de su divorcio y hablaba con los hijos que estudiaban en Boston. Su madre había muerto un par de años antes. Creo que ese fue el acontecimiento más importante de su vida. Su hermano, muy querido, y su cuñada, estaban viviendo en Hong Kong, sin hijos. Caminaba hasta el trabajo todos los días. Almorzaba en el parque compartiendo sus sándwiches con los patos del lago. Y empezó a escribirme.
Ya no eran las cartas en papel reciclado hecho a mano de la adolescencia. Ahora eran mails que llegaban demasiado rápido. Y jugábamos a conocernos de toda la vida pero lo cierto es que éramos extraños.
Me contaba cosas muy profundas. Ideas sobre la vida, la muerte, el destino extraño de esos dos hijos que cayeron en sus manos, la agonía de su madre, el dolor físico y el miedo que sintió antes de morir y me contaba también sobre su sueldo y las comisiones que ganaba y los impuestos que pagaba y cómo el pequeño departamento que había comprado como inversión hacía diez años valía el doble.
Tenía anécdotas sobre la gente a la que le vendía heladeras de diez mil dólares con pantallas de televisor en la puerta. Una vez le vendió a una vieja clienta de la florería una heladera para que guardara las flores cuando se iba los fines de semana al country club.
La anécdota más importante de todas, como quizás ya pueda adivinarse, está relacionada con el hecho de que terminara presa.
El apellido de Jane era Niven, pero su origen era ruso judío. Su padre había optado por el cambio de apellido al emigrar a los Estados Unidos. Cuento eso por que se relaciona con el hecho de que un día atendió a un joven abogado y contador de apellido polaco y obvio origen judío. Lo acaban de contratar por una cifra record en un importante estudio de auditores, dado que sus calificaciones eran las más altas de la historia de la universidad. El tipo quería equipar su casa. Había elegido esa tienda porque era cara y brindaba servicio de asesoramiento. Jane era el servicio de asesoramiento. Y ese día había finalizado su juicio de divorcio. Veía el mundo como un cuaderno nuevo.
Jane tiene una manera muy especial de demostrar, unos minutos más tarde, que ha escuchado profundamente. Al principio parece hosca. Por eso cuando demuestra haberte calado perfectamente y haber leído entre líneas y te da la respuesta que ni soñabas que te podía dar, te impacta el doble. En este caso Jane había oído un par de cosas que le habían hecho especial efecto. El chico había nacido en Polonia y quedado huérfano. Por su aptitud sobrenatural para las matemáticas lo habían mandado a un colegio especial donde un joven profesor norteamericano y su mujer lo conocieron y adoptaron. A la muerte del padre adoptivo cobraron un seguro de vida muy importante pero la madre cayó en el alcoholismo. Solo Jane podría haber obtenido tanta información íntima de una persona cuyas habilidades comunicacionales para lo personal habían sufrido de una historia con tanta mala suerte.
Jane se imaginó que era la reencarnación de su padre, que era el hijo biológico que no había tenido. Compartieron un café mientras lo asesoraba. Hicieron una larga lista de productos y sacaron un precio total. Cuando Jane notó que el tipo esperaba que ella aprobara su decisión de comprar todo eso, le dijo sin bajar la voz: You don’t really need it.
La explicación de Jane debe haber sido brillante. Si la conozco algo, su fuerte es la elocuencia. Es capaz de hablar de las cosas más nimias conectándolas con lo que a uno el importa y poniendo poesía en la forma de hacerlo. Pero además Jane sentía que era él. Estaba convencida de que algo los unía y le daba derecho a ella a hablarle de esa forma. La convicción, en algunas tareas es más de la mitad del éxito.
Para nutrir los argumentos ella había pasado más de un año conociendo a fondo los electrodomésticos, mientras vivía en un departamento donde no había ni una décima parte de los que había usado en su mansión de la costa. Su sobria calidez, su amor profundo, su mirada ineludible, su inteligencia sorprendente, transportaron al polaco a otro nivel de teoría de las decisiones.
Lo conectaron con las cosas importantes.

El polaco aceptó que ella le vendiera no comprar. Le agradeció. Le dio su tarjeta y le contó que se iba a su casa a pensar un rato. Le confesó que había entendido por qué se aburría cuando no estaba trabajando… y eso fue más que suficiente.
Jane sintió una paz digna de ser la última sensación de su vida.
Pero después las cosas se complicarían.

Monday, May 24, 2010

You don't really need it! (3)

Y Ahora Qué?

Para llegar a Hatsun Sacha desde Quito primero hay que subir y subir (al punto que tocamos el hielo de la montaña al costado del camino) y después bajar de nuevo, viendo el obediente paisaje mutarr del resignado color piedra al verde húmedo y voraz.
Cruzamos el río Napo, afluente del Amazonas, y tomamos una ruta menor que nos dejó en un punto igual a cualquier otro, en medio de la intensa vegetación, a media hora de caminata de las cabañas de la reserva. Nos cargamos con todo el equipaje y caminamos hasta las cabañas. Tiempo total, de punta a punta, once horas. Habíamos ido en un ómnibus: veinte estudiantes yankis, cuatro ecuatorianos, los biólogos Rosario y Ed, el chofer, y yo.
Llegamos un par de horas antes de que obscureciera. Dejamos nuestras cosas en las cabañas y nos juntamos en un comedor de madera y paja, sin paredes, que era el aula donde los estudiantes se reunirían durante todo ese mes. Yo sólo pasaría con ellos un par de días. Tenía que seguir hacia Washington donde completaría mi capacitación.
Ed nos habló a todos. Como yo no era profesor me asimilé a la categoría de los estudiantes. Diez años mayor que el promedio pero feliz de pertenecer al grupo. Ed esperó que llegara el último y nos dio instrucciones para nuestro primer ejercicio de aprendizaje: debíamos adentrarnos en la selva y escribir lo que percibiéramos.
Con la misma apertura con que había visto Quito me enfrenté a la infinita interacción de la selva. Tantas veces había usado la palabra selva para definir otras cosas: la sociedad humana, el competitivo mercado publicitario, el ambiente de las organizaciones sin fines de lucro, la política… Y ahora necesitaba otras palabras para describir la selva. En la húmeda penumbra que se instala entre las bases de esos árboles altísimos la quietud era tan sorprendente como la diversidad y abundancia de formas vegetales. Una maternidad, una batalla, un cementerio, una ópera y un mercado conviven en salvaje promiscuidad desenfrenada de esos seres vivos aparentemente inmóviles. Todo ocurre a una velocidad menor de la que el ojo alcanza a percibir. La escena demostraba tanta acción que tuve la sensación de que se habían quedado quietos, pescados in fraganti, al verme llegar. ¿Qué oiría yo si pudiera percibir los sonidos de ese drama? ¿Qué alaridos, qué choques, que rugidos y estertores? ¿Qué alabanzas, qué astutos susurros, qué propuestas descaradas? ¿Qué gruñidos de dolor, qué pedidos de clemencia, qué furor de amor por el sol?
Cuando llegó la hora de leer, a los postres de nuestra primera cena, cada uno su papel, y compartí con ellos esa visión, los estudiantes de biología me miraron un tanto azorados. No esperaban encontrar mi especie en aquel ecosistema.
Al día siguiente Rosario y yo fuimos a comprar papayas a los indígenas que vivían junto al río. Cruzamos un territorio desforestado un par de días antes por los colonos para hacer agricultura. El contraste fue doloroso. El papel leído la noche anterior me dolía en el bolsillo. Ramas de árbol cortadas, unas sobre otras, hacían imposible caminar. El celeste del cielo llegaba hasta el suelo. Habían masacrado la trama de sombra, silencio y humedad. La luz lo invadía todo con sórdido descaro pornográfico. La muerte industrial no dejaba ni el gusto de la nostalgia. Hecho vergüenza, el poder de ser Hombre, me acompañó todo el camino, trepando y esquivando troncos muertos hasta llegar al río.
A la vuelta encontramos una araña del tamaño de mi mano. Negra, lenta, peluda… Con un palito, Rosario le hizo mostrar sus colmillos del largo de una tachuela. Un indígena que pasó nos explicó que esas arañas agarraban dormidas a las víboras y les robaban el veneno. Algo me dijo que ser indígena no era garantía de rigor en la observación y que el saber popular era un mito inventado por el mismo saber popular.
Llegando de vuelta, al anochecer, un par de millas antes de llegar pasamos por la cabaña de una joven entomóloga que hacía tres meses que vivía sola, allí, estudiando las hormigas. Me recibió como si me conociera de toda la vida y me ofreció quedarme a comer y pasar la noche en su choza. Rosario se apuró a decir que no había ningún problema que a la mañana siguiente podía llevar las papayas. No sé explicar lo que sentí. Es que sentí casi nada. Tenía el alma llena, no me cabía esta mujer. Seguía enamorado de la nada y tenía poco que decir. Me despedí de ella sabiendo que la recordaría siempre.
Dormí como si hubiese desaparecido.
El sol me despertó antes de asomar y me levanté de un salto.
Inexplicablemente me sentía más vivo que nunca. Parecía que todos los demás dormían. Asomé la cabeza por la ventana sin vidrio y en el silencio absoluto de un claro de la selva amazónica vi a un estudiante, Jeff, dorado por los resplandores del alba, haciendo el saludo Yoga para recibir al sol. ¿Cómo podía ser que destruyéramos así la selva si éramos tan lindos?
Aunque ahí no se veían síntomas, al día siguiente era jueves y el viernes salía mi avión para Washington. A la noche me habían dado precisas instrucciones para que tomara un transporte comunitario de esos que van llenos de frutos, plantas, gallinas, cabras y cerdos que sus dueños llevan al mercado. Pasaría, dios mediante, por la ruta, a las siete de la mañana y llegaría a la ciudad de Coca a tiempo para tomar el bus a Quito.
Agarré la mochila y sin despedirme de nadie porque dormían, me fui.
Entré en el aroma de la selva sombría una vez más. Volví a estar en mi oscura soledad sin ecos. Caminé doscientos metros por una senda serpenteante. Llegué al arroyo y al cruzarlo me encontré con dos de las estudiantes más lindas del grupo. Estaban totalmente desnudas lavándose el cuerpo con agua y jabón, metidas hasta la rodilla en el arroyito.
- Adiós - nos dijimos. En voz baja, porque parecía que algo podía romperse si no, y no nos vimos nunca más.
Tomó como cuatrocientos metros que mi mente lorgrara volver a aquella soledad sin ecos. Me ayudó un haz de luz que caprichosamente iluminaba algunos vapores, lianas y un gran árbol. Del árbol, como de cualquier cosa que crece en el Amazonas, colgaban todo tipo de epífitas y parásitos en diversas formas, helechos, lianas, raíces, telas, cáscaras… Pasando por el lugar iluminado noté que a la altura de mi mano una liana que bajaba de muy alto hacía una curva y se estiraba luego recta hasta el piso. A partir de la curva una pequeña enredadera ya desaparecida o un insecto surcando la superficie le habían dado unas formas talladas con ese buen gusto que sólo la naturaleza puede lograr.
Mientras sacaba mi cortaplumas y cortaba ese pedazo de liana gruesa, dura y rígida pensé en mi pasión por las varas de madera, en mi abuelo y su colección de bastones. En el aquel otro de palo santo que tantas veces había tratado de conseguir sin éxito. En mi vieja, que siempre había dicho que yo desde chico era fanático de palos y sombreros…
Una vez cortadas las dos puntas, comprobé que era el bastón perfecto. Y seguí con mi vida, caminando por el sendero hacia mi avión a Washington. Me sentía completo.

Me sentía Feliz.
Me sentía tan intenso que no pude evitar la pregunta:
¿Y ahora qué?


Lo malo de las preguntas es que en cuanto se las contesta pierden esa magia de la ignorancia, esa infinita riqueza de la rosa de los vientos. La respuesta suele tener una sola dirección.
Repito que nunca encontré quien valore este cuento.
El amigo suele ser más elocuente con la aprobación que con la crítica. Así que tampoco me han dicho en la cara que soy un tarado. Que la respuesta que di al “¿Y ahora que?” es una estupidez. Que soy raro. Que en vez de escribir estas cosas me debiera dedicar a algo útil.
Me pregunté “Y ahora qué” y la respuesta fue que ya había llegado y que debía volver. Que, obtenido el bastón que toda la vida había querido, debía desprenderme de él.
Tardé en responderme eso. Todo el viaje hasta Coca fue una fiesta. El transporte me dejó antes de cruzar el río. Crucé por un puente peatonal que, a cincuenta metros de altura, rebajaba el poder del Napo a una foto de turista.
Tenía tres horas hasta que saliera el bus a Quito.
No quería ver la ciudad. No necesitaba más estímulos. Quería aceptar y alabar.
Agradecer.
Quise un templo. Un lugar para recogerme. Necesitaba un big bang a la inversa.
Encontré una iglesia a tres cuadras, pero estaba cerrada.
Caminé alrededor hasta que le encontré una puerta lateral. Probé el picaporte: estaba sin llave.
Entré y apoyé el bastón y la mochila sobre un banco y me arrodillé. Y ahora qué? Instantáneamente lo supe: desapego. Desprenderme del bastón.
Traté de negarme. Amaba ese bastón. Estuve como media hora con los ojos cerrados pensando.
Pero ninguna resistencia hacía pie.
Dejé la iglesia y me fui al puente peatonal. Caminé hasta el medio, donde más se bamboleaba.
Revolié el bastón por sobre la baranda de alambre tejido que llegaba a la altura de mis ojos. Lo vi volar y lo vi clavarse en el agua como un pez y salir de nuevo entre la espuma y nadar a la deriva, hasta perderse en las curvas de la selva, a juntarse con mi sweater suavecito.
No me acuerdo qué pensé.
Hoy pienso en Jane que mira a través de otro alambre tejido.
You don’t really need it.
You don’t really need it.

Monday, May 17, 2010

You don't really need it. (2)

El Bastón de Hatsun Sacha.


A fines de los ochenta hice mi primer viaje a Ecuador.
La idea era capacitarme en la fundación Altura para poder, después, enseñar management a los líderes de organizaciones ambientalistas, como parte de mi trabajo voluntario en otra fundación de Buenos Aires.
Para ello tenía una larga agenda de entrevistas con muchos de los funcionarios de esta ONG quienes me enseñarían como la manejaban. Cuando estuvo listo el acuerdo de todo lo que yo haría y las fechas, mandé un fax confirmando que iba para allá, y (típico de mi optimismo e irresponsabilidad de aquella época) fui sin verificar que el fax hubiese llegado.
De hecho el fax fue a un número viejo y nadie lo recibió. Y yo llegué al aeropuerto de Quito y nadie me recibió. Me fui al hotel y tampoco había nadie para mí. Ni mensajes.
Me habían dicho que tuviera mucho cuidado con la altura, que no hiciese esfuerzos, no subiera escaleras, no comiera pesado. Asique me metí en mi cuarto y medité, cosa que no era frecuente en mí, repitiendo un mantra que me habían enseñado unos cuantos años antes en una ceremonia de iniciación budista. Sabía que ya llegarían a buscarme y tenía que llenar el tiempo con algo. Terminada la meditación me di un largo baño y después comí un almuerzo liviano tratando de alargar lo más posible cada cosa que hacía porque no tenía ninguna otra actividad en qué ocuparme. Esa lentitud era absolutamente nueva para mí, un emprendedor publicitario cuentapropista que tomaba tres grandes tazas de café a lo largo de cada mañana y vivía, acelerado, tratando de conquistar clientes y de presentar campañas publicitarias siempre urgentes. En Quito, en cambio, tenía la absoluta certeza de no conocer a nadie. No había nada que pudiera involucrarme. Nadie tenía nada que decirme. Nadie me necesitaba... ni sabía que yo existía. Y el tiempo pasaba sin que eso cambiara en lo más mínimo.
Al segundo día salí a caminar y mirando el enorme valle cubierto de techos desde un balcón natural entablé diálogo con otro ser inexistente. Un hombre de enorme barba negra y pelo largo con capucha y sotana que hablaba mal inglés y nada de castellano. Había ido a Quito a un encuentro de curas ortodoxos griegos. De qué podemos haber hablado? Ese y yo.
Cuando volví al hotel y comprobé una vez más que no había mensajes decidí entrar en acción. Llamé, una vez más, a pesar de que era domingo, al número que tenía de la Fundación Altura. Para mi gran sorpresa una voz ronca dijo: "Seguridad" Era el sereno de la fundación. El wachimán como les dicen en Quito. Y cuando le expliqué mi situación se limitó a informarme que hasta el martes no parecería nadie por que el lunes era feriado.
Al tercer día tomé un tour de la ciudad. Cuando miramos una ciudad pasa algo que depende tanto de la persona como de la ciudad. Yo nunca lo había pensado. Pero es así: sujeto y objeto. Y el sujeto en que me había convertido yo, después de dos días de no existir, era varias veces más sensible a la realidad que el que tomaba tres tasas de café negro por día. La imagen que me viene a la mente es de un agua turbulenta y barrosa de un río agitado que es vertida en un botellón de cristal donde se la deja reposar y se decanta y se pone tan transparente que es casi luminosa.
Con esa mirada vi Quito. Vi a los hombres y mujeres de Quito. Vi el fenómeno humano … Vi la diversidad étnica empujando contra sus pieles en un impulso milenario creador de formas en pómulos, narices, espaldas curvas y piernas combas. Manos arrugadas y voces huecas y secas. En colores y cantos. En abrazos y humedades. En obras de adobe y de textil. En el olor a pis de los rincones y el sabor instantáneo del ceviche. Vi el poder de las iglesias, las calles gastadas, los perros sucios, los niños callados. Cada tanto miré al cielo atrapado entre volcanes. Y vi escalones por todos lados. Y vendedores de cualquier cosa y gente sin hacer nada. Y vi las miradas del turismo y sus camisas floreadas tras sus cámaras compradas.
Sin hablar. Porque se me había dormido la boca de mirar. Y porque de pura transparencia me había quedado sin nada que decir.
Al volver al hotel me di cuenta de que estaba enamorado. No me quedó otra que entender que el amor no necesita objeto. Cuando me senté, fue obvio, se sentó un enamorado. Y cuando sonó el teléfono fue la mano del enamorado que levantó el auricular y a todas luces se notó que era un enamorado el que dijo hola.
La que llamaba era una bióloga: Rosario Albaúl. Se había enterado por el wachimán de que yo había llegado. Lamentaba muchísimo el malentendido y se ofrecía a llevarme al bosque protector Pasochoa al día siguiente. Esa era una de las actividades previstas en mi agenda para el jueves pero dado que el lunes era feriado ella podía adelantarla.
No quiero aburrirme contando la actitud de un enamorado mirando un bosque protector (que lo que hace es evitar la erosión de la ladera y suministrar agua ya que la contiene y la libera lentamente) asique voy a ir directamente al momento en que la bióloga, al final del paseo, me contó que el sábado siguiente partiría con 20 estudiantes universitarios de biología y un profesor, todos estadounidenses, a la selva. A una reserva llamada Hatsun Sacha. No sé que cara puse pero sé que ella me dijo " Bueno, si querés podés venir." era un sueño hecho realidad. La selva. Yo nunca había estado en una selva en mi vida. Una selva de verdad.
Que te digan que podés provoca un aprendizaje menos sutil, menos sabio y refinado, que sentir durante tres días que no existís, pero más fálico.
Fue un viaje intenso, desmedido, y signado por el hecho de que encontré allí el bastón que había estado buscando desde chico.

Sunday, May 16, 2010

You don't realy need it.

Me escribió Jane, hace un mes.

Una carta de papel que tardó más de diez días en llegar.

Desde la cárcel. Está presa en el Norte de California, a cuarenta y cinco minutos de auto de su fantástica casa sobre los acantilados donde se aparean las focas (o los elefantes marinos, no me acuerdo bien).

Es un buen capítulo para su vida. Hacía rato que no pasaba nada y en alguna parte de los comandos generales del universo debe haber sonado una alarma. La vida de Jane no podía terminar totalmente aburguesada.

Nos conocimos en el Monte Vista Highschool de Danville, Cerca de San Francisco. Ella era gorda y no muy linda pero tenía una personalidad fascinante, escribía poesía y a los diez y siete años declaraba haber intentado suicidarse más de una vez. Yo era un estudiante argentino de intercambio, proveniente de un colegio de todos varones, que aterrizaba en un highschool con setecientas chicas de entre catorce y dieciocho. En esos seis meses tuve muchas novias y cosas parecidas, pero Jane, sin ser novia ni cosa parecida, fue la más importante de todas. Estaba en mi clase de arte, en la que la profesora nos daba mucha libertad y el colegio proveía de todo tipo de materiales de dibujo, pintura, papeles, telas, cerámica y demás. Recuerdo que ella, una vez, construyó una caja y la forró con fotos de manos. Eran fotos en blanco y negro sacadas de avisos de diarios. Esa ensalada gris de manos ciegas, recubriendo una especie de pequeño ataúd, tenía un aspecto sorprendente. Sin duda era algo diferente a la suma aritmética de caja y manos.

Me la dio. Yo le había despertado un metejón instantáneo con mis frases surrealistas, mi acento extranjero, mi actitud de latino y mis sweaters suavecitos (lo de los sweaters es la única causa confirmada ya que me lo dijo ella). Así que me regaló la caja ni bien la terminó. La tomé en mis manos. La miré. Pregunté si era mía y si podía hacer lo que yo quisiera con ella y ni bien asintió con la cabeza la destruí a puñaladas con una tijera. Pagaría por volver a ver la expresión de su cara. Lo primero fue dolor, que reprimió como pudo para que no asomara en su cara, pero después, de inmediato, le encontró una explicación genial a mi conducta y se sintió orgullosa de ser ella la protagonista de esa situación y de entender. Entonces el chispazo de odio que había aflorado en sus ojos se transformó en sonrisa, también reprimida, porque a un son of a bitch que rompe el regalo tampoco le vas a festejar el chiste.

En cuanto me contó por qué estaba presa recordé esa anécdota. La conexión no es obvia pero al terminar la carta me encontré con una posdata que decía: Vos sabías que no necesitabas realmente la caja. Todo esto que me está pasando debe ser culpa tuya.

Esa posdata me hizo reír en voz alta pero antes de terminar de reír estaba llorando. Creo que vale la pena vivir para recibir esas estocadas. Habían pasado treinta y ocho años desde aquella tarde, y nunca la habíamos mencionado. Me da un poco avergüenza contarlo porque parece inventado.

Terminado el colegio Jane se vino a visitarme a Buenos Aires. Tenía casi veinte, un año y medio después de que nos conociéramos. Lo interesante es que se vino por tierra. Estamos hablando de hace treinta y cinco años... principios de la década de los setenta. Desde San Francisco a Buenos Aires por tierra, una rubia de diecinueve que no hablaba castellano. Apenas recuerdo un par de cosas de su viaje. Que encontró una rata ahogada en el inodoro de su hotel en Honduras, que un militar brasilero la hizo arrestar porque ella salió en defensa de unos artesanos a quienes el milico les pagaba de menos y que traía para mí "uno de esos sweaters suavecitos que te gustan a vos" en una valija que le robaron. Cuando leía su carta pensé que iba a mencionar el sweater, pero se ve que no lo tiene tan presente como yo. A pesar de que le dije una vez que, de todos los sweater del mundo, ese siempre ha sido el que más he recordado y quizás el que más quiero. (Recién ahora e me ocurre pensar que ni sé de qué color era). Cada vez que pienso en ese sweater pienso en el bastón de Hatsun Sacha. He contado la historia de ese bastón un par de veces y nadie pareció valorarla. Por qué será que sigo pensando que es un gran cuento?

Saturday, May 08, 2010

pis tacho luego existo

Nunca oí a nadie decir:
"Yo giro alrededor del sol."
Siempre lo decimos de la Tierra.

somos unas bubujitas que fermentan
en la superficie
y vuleven a enterrarse
y se creen otra cosa...

qué admirable el tupé de la burbujita

hay que hacerle un monumento al tupé
Burbujita Secreemil!

la estatua ecuestre de San Martín es una burbujita subida a otra burbujita antes de que las dos explotaran y volvieran a ser humus. La foto hecha en bronce de un instante en que un fermento pasa por arriba de otro que relincha.

hagamos pis.

digo... ese es un acto de verdad.
sencillito.

pf